La guerra de Ucrania ha encendido todas las alarmas dentro de Europa al respecto de una mayor necesidad de defensa y el consiguiente gasto militar que ello conlleva. Y es que la nueva amenaza ha despertado la conciencia dormida de las sociedades occidentales; temerosas de acabar como Ucrania, sumidas en un conflicto de supervivencia que, tras años de lucha contra el terrorismo internacional, no están en condiciones de afrontar.
Esta amenaza, la consecuente necesidad de hacer efectiva una política de defensa europea, así como la solicitud de EEUU, ocupado en otros escenarios como el de Asia-Pacífico, de que los países europeos de la OTAN se impliquen más en la organización, parecen estar dando sus frutos.
La exigencia norteamericana no es nueva ni consecuencia del actual conflicto, sino de una evidente necesidad que, desgraciadamente, se ha visto rubricada por los acontecimientos. Formalizado en 2010, el compromiso para subir el gasto militar de cada país miembro hasta el 2% de su PIB había tenido poco seguimiento, fruto de las circunstancias particulares de varios países; es ahora cuando los principales motores económicos de Europa han asumido la necesidad de cumplirlo, pues solo aquellos que tenían la amenaza muy presente, caso de las repúblicas bálticas, Polonia, Rumanía o Grecia, aparte de UK y EEUU, habían hecho efectiva la medida.
España está dentro del grupo de países que han anunciado una revitalización de su defensa, refrendada además por diferentes encuestas que valoran de forma positiva la decisión de aumentar el gasto militar, así como el envío de armas a Ucrania o la necesidad de mantenerse firmes sobre las reclamaciones ancestrales de Marruecos; una vez que el gobierno ha tomado la arriesgada, diríamos que fallida, decisión de pacificar nuestro flanco sur apoyando sus reclamaciones sobre el Sahara español. Esto es algo que, lejos de apaciguar al reino alauita y como era de esperar, ha exaltado sus ánimos hasta el punto de llevar a no pocos expertos en política exterior y militares (eso sí, retirados) a solicitar un aumento en la capacidad de coerción del estado ante cualquier tipo de amenaza regional, incluso a abrir un debate político sobre la necesidad de modificar el tratado del Atlántico norte para dar cobertura a nuestras plazas de soberanía.
Este panorama ha generado no poca expectación alrededor de cuánto subirá realmente el presupuesto de defensa (el gobierno anuncia el 1,22% del PIB para 2024) y en que habrá de emplearse.
Desde Moncloa ya han adelantado unas directrices básicas que, lejos de ser sorprendentes, abundan en la línea abordada en los últimos años: la inversión en programas de armamento con un fuerte componente industrial. La única diferencia radica en que, agotada económica y jurídicamente la fórmula de los PEA y los créditos que concedía el Ministerio de Industria, todas las partidas figuren en el presupuesto ordinario de Defensa.
Las decisiones que el ejecutivo ya ha tomado van en esta misma línea, del acuerdo estratégico firmado con Airbus en 2020 se han materializado ya los Eurofighter del programa Halcón, A330 MRTT, helicópteros H135 y Tigre MkIII, drone EuroMALE y la fase de desarrollo del FCAS. Por su parte la SEPI ha adquirido parte del accionariado de INDRA, hasta alcanzar el 28% del valor de la compañía; lo que incide claramente en la línea citada, ya que se considera una empresa estratégica, además de contratista principal de España en el FCAS.
Pero la guerra en Ucrania también nos deja lecciones de tipo operacional, entre ellas las enormes deficiencias logísticas y de preparación de las fuerzas rusas, que están cosechando un sonoro fracaso. Seguramente parte de la pronta iniciativa de países como Alemania para revitalizar su presupuesto vienen de la certeza en que sus propias fuerzas adolecen de los mismos problemas estructurales.
Y es que la política de priorizar el impulso industrial ha llevado a varios países a comprar armamento por encima de sus posibilidades económicas, tanto en gasto corriente como en capacidad para explotar los sistemas de armas adecuadamente. En esto también debemos ser muy prudentes y aceptar la palabra de los profesionales, que de forma pública (cosa poco habitual en nuestras FAS) han reclamado aumentar las partidas de mantenimiento y adiestramiento bajo riesgo de que el sistema colapse.
Por último, y no menos importante, el debate en torno a las equiparaciones salariales de los funcionarios de la Administración del Estado, que entre otros, ha salpicado a Defensa, con legítimas solicitudes de aumento de las retribuciones del personal militar. Por si esto fuera poco, las consecuencias de una profesionalización precipitada están provocando no pocos agravios entre el personal de tropa, expulsados de las fuerzas armadas al cumplir 45 años; igualmente el fracaso de la Reserva Voluntaria, con un número de plazas completamente insuficiente, se debe a la escasa dotación presupuestaria para un proyecto que necesita reactivarse, dada la imposibilidad de mantener las cuotas de personal permanente actuales.
Todas estas cuestiones, consecuencia de haber mantenido durante años un gasto militar insuficiente, o no haber tomado las medidas necesarias para adaptar nuestra realidad al presupuesto disponible; obligan ahora a una gran inyección de recursos, sin que por ello veamos necesariamente nuevos programas, armamentos o capacidades militares.
De hecho, desde el gobierno no solo han anunciado una lenta y paulatina adaptación al objetivo (hasta 8 años para alcanzar el 2%) sino que los primeros años, el incremento, apenas dos décimas, revertirá directamente en políticas de personal.
Como segunda prioridad, y antes de embarcarse en nuevos proyectos, toca la debida amortización de la deuda adquirida mediante la nefasta fórmula de los PEA anteriormente citada, asunto sobre el que ya se pronunció la ministra Margarita Robles, haciendo referencia al necesario parón en nuevos programas hasta 2028. Es de esperar que el giro realizado desde entonces pueda acortar los plazos, pero no obvia que esta autoliquidación de las cuentas de otros ejercicios sea condición sine qua non para lanzar otro ciclo inversor que pueda atender a las muchas carencias acumuladas por las FAS.
Hemos hablado al principio del peso capital de la industria aeroespacial, y no es para menos, pues si hay una capacidad que sobresale por encima de las otras es la de obtener el dominio del aire y aprovecharlo para superar de forma victoriosa cualquier conflicto futuro, es además el área donde ya se han adelantado fórmulas, mediante programas de apoyo al desarrollo aeronáutico ligadas a los fondos europeos, para soslayar la restricción autoimpuesta a la que hemos hecho referencia.
Desde el relevo de los satélites de inteligencia a los medios SIGINT e ISR (como el EuroMALE) pasando por el relevo del extraordinario F-18 o C15, la importancia de los programas aéreos seguirá siendo máxima, capitalizando gran parte de las inversiones.
Igualmente la crisis energética provocada por la guerra y la necesidad de controlar las vías marítimas, así como la incapacidad de los astilleros públicos para sostenerse en base a exportaciones, darán un impulso notable a la construcción naval y, de forma indirecta, a otras capacidades de la Armada, como la aviación embarcada o los medios MPA (en realidad operados por el EdA) pese a que su importancia industrial es muy baja (los únicos sistemas viables son norteamericanos).
En cuanto a la construcción de barcos, no solo aumentarán los cascos, también los programas de progresiva nacionalización de componentes, como radares (Indra), lucha ASW (SAES), vehículos autónomos submarinos (UUV), propulsión, etc.
También pueden verse favorecidas tecnologías y proyectos específicos para la acción conjunta o aquellos que extienden su beneficio a todas las ramas de las FAS, como los helicópteros NH90, medios CIS, guerra electrónica o las armas misil.
En este sentido lleva paralizado hace varios años un programa director de misiles que pretende racionalizar las adquisiciones de este material, disminuyendo el número de modelos y aumentando el peso de nuestra industria. Uno de los actores interesados en implantarse en España es MBDA, que dispone de oficina comercial y ha ofrecido una fábrica de ensamblaje de sus productos.
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