Durante la Guerra Fría, de forma periódica, aparecían tanto en los Estados Unidos como en los países de Europa Occidental -aunque no solo, pues el fenómeno también se dio en la Unión Soviética, en China y entre los no alineados- libros que a simple vista parecían serios y rigurosos pero que, después de un análisis pausado, revelaban intenciones más aviesas. Algunos de ellos eran obra espontánea de autores que realmente tenían unas creencias determinadas y motu proprio las defendían a través de su pluma. Muchos otros, sin embargo, habían sido redactados y financiados por servicios de inteligencia de uno y otro lado. Una práctica que durante un tiempo cayó en relativo desuso, pero que poco a poco parece estar retomándose.
En alguna ocasión hemos hablado, a propósito de la concepción rusa de la Guerra Informativa, sobre el concepto de «medidas activas». Estas fueron definidas en su día por el extinto KGB soviético -reconvertido en el actual FSB- como aquellas “…labores para influir sobre la vida política del país objetivo engañando al adversario, erosionando y debilitando sus posiciones, rompiendo sus planes hostiles o logrando otros fines”.
Como resulta obvio, la mayor parte de estas medidas se han implementado a través de los medios de comunicación, canales que gracias a la revolución en las comunicaciones, han permitido una importante inmediatez ya desde finales del siglo XIX gracias a la llegada del telégrafo y el teletipo, la radio y, posteriormente, la televisión. Más recientemente, Internet se ha convertido en el vector predilecto a través del cual difundir mensajes destinados o bien a imponer un relato, o bien a sembrar dudas sobre el de el contrario, o bien simple y llanamente a desinformar. De ahí que en su día, al hablar del caso ruso, eligiésemos el término «maskirovka digital».
Pese a lo anterior, la radio, la televisión o la Red no han conseguido que se deje por completo de lado una práctica que era habitual durante la Guerra Fría -y en realidad, desde mucho antes-, como es la edición de libros con una clara vocación de influencia. En algunos casos, más elaborados si cabe, incluso como vector a través del cual implementar interesantes operaciones de decepción, un tema que trata magistralmente Thomas Rid en su imprescindible «Desinformación y Guerra Política», del que ya habláramos en su día.
De hecho, por razones obvias los libros han sido el principal canal a través del cual difundir ideas -y por lo tanto, relatos y contrarrelatos-, complementándose por los pasquines, que tanta difusión conocieron en siglos pasados y cuya generalización tuvo mucho que ver con el estallido de distintos procesos revolucionarios. La diferencia entre libros y pasquines, o entre libros y artículos de Internet, por profundos y extensos que estos últimos puedan ser en algunos casos, tiene que ver con algo de lo que nos hablaba el difunto profesor de ciencia política italiano Giovanni Sartori en «Homo Videns: la sociedad teledirigida».
Una breve obra en la que dejaba claro que dejaba claro que los libros obligan a cierto orden y claridad expositiva, lo que influye en la forma en que asimilamos las ideas que pretenden transmitir, a diferencia de lo que ocurre con el hipervínculo, capaz de hacernos saltar de un concepto a otro sin comprensión ni reposo posible. Esto implica, por cierto, que el público objetivo de libros y mensajes en foros o noticias falsas, no sea exactamente el mismo, pues se requiere de cierta dedicación y perseverancia para leer un libro, máxime hoy en día, a pesar de que paradójicamente se publica más que nunca.
No es de extrañar, en cualquier caso, que, a lo largo de la historia, hayan sido muchos los libros utilizados para difundir determinadas ideas. Recientemente, desde las páginas de The Economist, hablaban de media docena de títulos, a saber: «Los ojos de Asia» de Rudyard Kipling, «Doctor Zhivago», de Borís Pasternak, «Partisanos», de Peter Matthiessen, «Leer Lolita en Teherán», de Azar Nafisi, «Cien años de soledad», de Gabriel García Márquez y «La luna se ha puesto» de John Steinbeck. En el artículo, además de explicar el mensaje que trataba de transmitirse con cada una de estas obras, explican brevemente su historia, en algunos casos apasionante.
No son los únicos títulos. Los más mayores del lugar -entre los que quien escribe no se incluye, pues no había nacido, aunque su vena friky le ha llevado a indagar y leer títulos totalmente pasados de moda- recordarán sin duda la Crisis de los Euromisiles. En aquel caso, la que era una situación caracterizada por la estabilidad estratégica degeneró en otra peligrosa e inestable a raíz de decisión de Brezhnev de introducir en servicio los misiles de alcance intermedio SS-20 (dotados además de tres ojivas y no una, así como de una mayor precisión). Una decisión así alteraba el equilibrio militar en Europa, haciendo más factible un ataque preventivo de la URSS contra la OTAN. Esto llevó a que desde la Alianza, encabezada por los Estados Unidos, se apostase por desplegar el misil balístico Pershing II y el misil de crucero Gryphon para contrarrestar los SS-20 y obligar así a una negociación a la Unión Soviética.
Más allá de que la situación de tensión, que llegó a límites insospechados a propósito de las maniobras Able Archer 83 de la OTAN, podía haber terminado en una guerra nuclear a gran escala, la Crisis de los Euromisiles -que por fortuna culminó en 1986 con la Cumbre de Reikiavik-, motivó la publicación de múltiples títulos, muchos de los cuales habían sido financiados por el Kremlin, con la idea de difundir en los Estados Unidos -y sobretodo en Europa Occidental- un ideario «pacifista» muy conveniente a los intereses soviéticos.
Ideario que, por cierto, sigue plenamente vigente como ha demostrado la guerra de Ucrania, con importantes sectores de las sociedades occidentales oponiéndose al apoyo a Kiev por más que este país sea el agredido, repitiendo de paso todas y cada una de las consignas lanzadas desde el Gobierno ruso. Además, con la particularidad de que este fenómeno no solo lo encontramos en la izquierda, como ocurría en los años 70 y 80, sino también en el otro extremo del arco político, aunque en este caso por razones más ligadas a la afinidad ideológica de algunos votantes de extrema derecha con un régimen iliberal como es el que encabeza Putin, lo que pone en una difícil situación a la cúpula de ciertos partidos.
El caso, volviendo sobre la Crisis de los Euromisiles, es que de entonces datan numerosos títulos, muchos de ellos firmados por especialistas a priori totalmente respetables, pero que en realidad habían sido motivados -cuando no directamente financiados- desde Moscú. Así, el GRU soviético empleó los libros como vector para sus ideas, no sin complementar esta vía con la financiación de diversas asociaciones de todo tipo con un denominador común: la oposición radical a la inversión en defensa en general y en armamento estratégico en particular. Es decir, lo mismo que había venido haciendo la CIA estadounidense en varias repúblicas del Pacto de Varsovia del bloque del Este, al difundir determinadas obras contrarias al comunismo o al apoyar a organizaciones al inicio clandestinas como Solidaridad, de corte anticomunista y no violento, aunque en este caso con un objetivo mucho más concreto.
Como quiera que todos los libros que versan sobre temas políticos, incluso cuando el autor pretende ser aséptico, esconden ciertas preferencias y posicionamientos, en ocasiones es muy complicado distinguir si tienen una finalidad concreta y vienen motivados por un actor específico o si, por el contrario, no son más que la iniciativa de un autor convencido de sus argumentos.
En España contamos con notables ejemplos de autores que sirven de altavoz a la propaganda rusa y que han tenido algún tipo de lazo con este país, pese a lo cual resulta muy difícil demostrar que lo que hacen siga dictados del Kremlin. Más bien son los tontos útiles que sirven de instrumento, en algunos casos de forma tan honrada como equivocada, a determinadas intenciones y de altavoz a otras tantas consignas.
Ahora bien, en el extranjero volvemos a encontrar casos palmarios de autores que defienden a capa y espada el discurso ruso, además de la forma más elocuente y, por lo demás, tradicional. Tradicional en el sentido de que mezclan ideas plausibles con otras que no lo son en absoluto, buscando convencer al lector normalmente de dos ideas: 1) lo perverso que es Occidente y lo equivocadas que están sus ideas y; 2) la inutilidad de invertir en defensa y luchar, dada la superioridad militar rusa.
Algunos de los autores más conocidos, como Scott Ritter (para más inri, condenado por delitos sexuales a menores) nunca se han escondido, siendo colaboradores habituales de medios como RT y Sputnik, ahora vetados en Europa en un intento de frenar la influencia rusa. Otros son más difíciles de detectar, aunque suelen coincidir casi siempre en las mismas editoriales, esto es, en las pocas que les permiten publicar sus ideas y darles la necesaria difusión, amparándose en la necesidad de criticar y contrarrestar la narrativa dominante.
El último caso, palmario, que hemos detectado es el de Andrei Martyanov, autor entre otros de la obra «The (real) Revolution in Military Affairs», un título por cierto nada novedoso, toda vez que alguien tan conocido como Anthony Cordesman lo utilizara ya en 2014 (aunque en este caso para hablar de la guerra asimétrica y la necesidad de lograr la «victoria civil» y no solo la militar).
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