La Guerra, siempre la Guerra

La guerra, como fenómeno, atiende a una serie de constantes universales, más allá de la forma que tome en cada momento histórico. Fuente - Telegram.
La guerra, como fenómeno, atiende a una serie de constantes universales, más allá de la forma que tome en cada momento histórico. Fuente - Telegram.

Es difícil determinar el origen real de la ceguera entre las élites políticas, académicas e, incluso, en algunos casos militares dentro de los Estados miembros de la UE. En gran medida puede achacarse a la ideología y al desconocimiento, al olvido de Clausewitz y el ambiente de la “EU bubble” totalmente ajeno a la realidad. Lo cierto es que tras más de 75 años de paz relativa -ni Chechenia, ni los Balcanes, ni Nagorno Karabaj, Transnistria o Crimea llegamos a sentirlas como conflictos propios- y de haber eliminado la guerra como elemento de resolución de disputas entre Estados dentro de la UE, hemos perdido todo el acervo estratégico acumulado en los siglos anteriores. Las consecuencias son terribles, pues limitan nuestra capacidad para entender el mundo en el que vivimos, para entender la forma de pensar y actuar de otros actores y para aplicar todos los instrumentos de poder a disposición del Estado -o de la UE-, donde la Fuerza -y como consecuencia, la Guerra-, es uno más.

La excepcionalidad europea

La situación, que ya era grave, no dejó de complicarse tras la caída del muro de Berlín, con el advenimiento de un mundo unipolar, el cobro de los “dividendos de la paz” y la externalización de la seguridad continental hacia manos de los Estados Unidos a través de la OTAN. De esta forma, toda una generación de europeos ha crecido totalmente ajena al “fenómeno guerra” y, en muchos casos, a cualquier cosa relacionada con los Estudios Estratégicos y a sus conceptos cardinales como pueden ser el de “Estabilidad Estratégica”, el de “Disuasión” o la “Coerción”.

Por otra parte, la “Guerra contra el terror” y sus consecuencias en Europa, como los atentados de Madrid o Londres, o los ataques en Francia o Bélgica han sido en determinados momentos un problema serio, sí, pero de otra índole, más relacionada con la “Homeland Security” que con la Defensa y en realidad más una molestia que un peligro vital incluso a pesar de los centenares de muertos. Es más, las guerras de Afganistán o Iraq en las que muchos Estados miembros de la UE han tomado parte, aunque generalmente como segundones, las misiones contra la piratería o contra el terrorismo en el Sahel o incluso los ataques sobre Libia que llevaron a la caída de Muamar el Gadafi en 2011 han sido en todos los casos misiones “de policía”, comparables en muchos sentidos a las que los “casacas rojas” llevaban a cabo en el s. XIX por medio mundo, para mantener la seguridad -y defender los intereses- del Imperio Británico o a lo que los “Dragones de Cuera” españoles  hacían en América del Norte.

Precisamente, los conceptos de “guerra asimétrica” o “guerra contrainsurgencia”, tan en boga en la pasada década, lo que indicaban no era que una de las partes estuviese utilizando medios absolutamente novedosos -más bien eran los mismos que habían usado los rebeldes cubanos contra España o los filipinos contra los EE. UU.-, sino que no se trataba de verdaderas guerras, en tanto una de las sociedades implicadas (y aquí el concepto de “Trinidad” de Clausewitz es importante) apenas sentía los efectos de la guerra o tenía noticias sobre su marcha, salvo con cuentagotas y pese a vivir en el mundo de la inmediatez.

Dicho de otra forma: si aceptamos que toda guerra es un fenómeno político y social, y no exclusivamente militar, en él deben confluir siempre los tres elementos de dicha trinidad: los dirigentes políticos que aportan la racionalidad en la dirección del conflicto, los militares que ejercen la voluntad necesaria para imponerse al adversario y la población, que proporciona el apoyo emotivo y pasional que ayuda a realizar el esfuerzo supremo propio de una guerra. Lo cierto es que ningún Estado de la UE actual se ha visto en esta situación, salvo en el caso, muy particular, de las guerras de descolonización, en las que la supervivencia de las metrópolis nunca estuvo en juego.

Sin embargo, la Guerra sigue siendo un fenómeno universal y determinado por una serie de constantes que Clausewitz ha sido el autor que más cerca ha estado de identificar, aunque desgraciadamente su obra quedase incompleta y su comprensión dependa para nosotros en gran medida de comentaristas posteriores. Entre otras cosas, el pensador prusiano nos alertaba no solo de que la “guerra es la continuación de la política por otros medios”, sino de que la guerra también se da entre pueblos civilizados pues “surge de una situación política y es provocada por un motivo político” antes de explicarnos que en ella los esfuerzos y los sacrificios, serán normalmente proporcionales a la finalidad o a la apuesta que se persiga. Un fenómeno del que participan los ejércitos, pero también los gobiernos y las sociedades y que no es sino un “choque de voluntades” en el que la violencia -sí, la violencia- tiende al infinito y únicamente encuentra un límite, precisamente en la política.

Llegados aquí, podemos darle todas las vueltas que queramos al “fenómeno guerra”. Por supuesto, podemos intentar hacer clasificaciones muy atractivas para aquellos académicos que producen best-sellers hablando de generaciones de la guerra, de guerras híbridas y de mil y un conceptos “rompedores” que se agotan tan rápido como nacen. Sin embargo, nada de eso es la Guerra. Para hablar de Guerra, una y otra vez debemos volver a la sentencia universal de Clausewitz: “la continuación de la política por otros medios”. Por eso es tan importante la guerra de Ucrania y por eso supone una inmensa oportunidad para que en la UE volvamos a entender que el empleo de la fuerza, como nos demuestra Rusia, sigue siendo una herramienta totalmente válida -y que precisamente por ello, debemos perder el miedo a emplearla, llegado el caso-.

Las “medidas militares” rusas

Antes del 24 de febrero, incluso a pesar de que Rusia había reunido en las fronteras ucranianas entre 150.000 y 190.000 efectivos, acompañados de miles de carros de combate y blindados y -lo que era más preocupante-, material de ingenieros u hospitales de campaña, la corriente dominante entre los socios de la Unión Europea era que una guerra convencional y de alta intensidad en el Viejo Continente era imposible.

Se daban todo tipo de razones, desde que la guerra convencional había sido superada en favor de las “guerras híbridas” y las “zonas grises”, hasta que todo era un farol ruso y una demostración de fuerza para obligar a Ucrania a acatar sus condiciones. Al fin y al cabo, si lo que Rusia pretendía era alejar a Ucrania de la órbita occidental y controlar su política exterior, valdría con la presión económica y diplomática, la amenaza militar y, en caso extremo, con reactivar el conflicto del Dombás. Ni en los ministerios de Exteriores ni en muchos Estados Mayores estaban realmente preparados para entender que sí, que una guerra convencional y de alta intensidad era una posibilidad más. No hay más que ver la arquitectura o la postura de la fuerza de muchos ejércitos europeos para entender que llevan décadas preparándose para muchas cosas, pero no para la guerra. Además, se producía, entre las élites europeas, una confusión muy común, la que se da entre los términos “poder” y “fuerza”.

Efectivamente, Rusia había empleado su poder para alejar a Ucrania de Occidente de mil maneras desde 1991. Había presionado para que Ucrania renunciase a su arsenal nuclear. Había logrado un acuerdo muy beneficioso en el reparto de los restos de la Flota del Mar Negro soviética. Había seguido instalada en el puerto de Sebastopol. Había influido sobre la vida política del país recurriendo al veneno (Yúshchenko), a la difamación (Timoshenko) o a colocar “hombres de paja” en el Gobierno ucraniano (Yanukóvich). Cuando esto no fue suficiente y el “Euromaidán” amenazó con alejar a Kiev definitivamente de Moscú, llevándolo a la órbita occidental, pasó a usar herramientas más contundentes, pero sin salir de la “Zona Gris” (concepto que les es casi totalmente ajeno, por cierto), es decir, sin superar la barrera del conflicto armado o haciéndolo a través de proxies evitando implicarse directamente y manteniendo la negación plausible. De esta forma, no dudaron en armar a las milicias de Lugansk y Donetsk, en presionar con los precios de la energía o los cortes de gas, en lanzar ciberataques e incluso en llevar a sus “Little Green Men” a Crimea, forzando posteriormente un referéndum. Todas estas eran herramientas de poder y se incluían dentro del esquema de escalada ruso, en el que cada una de ellas tenía un espacio específico. Sin embargo, en todo momento estaban por debajo del umbral del uso de la Fuerza, entendida como “medidas militares” y más concretamente como “conducción de operaciones militares”, lo que no descartaba en ningún caso que estas llegasen a aplicarse.

Rusia, de hecho, ya había amenazado en 2021 con usar la fuerza (“Strategic deployment”) sin que sirviese a Moscú para evitar la deriva atlantista y europeísta de Kiev. Esta vez, como era de esperar -de ahí que sea tan incomprensible la sorpresa- Putin fue un paso más allá y lanzó una operación de decapitación que seguía la estela de otras soviéticas como Tormenta-333. Sin duda, pretendían mantener la política exterior ucraniana como rehén, controlándola, más que anexionarse Ucrania o lanzar una invasión total, aunque como también decía Clausewitz, el “rozamiento” suele impedir que los planes superen el contacto con la realidad. Como consecuencia, tras el fracaso en la toma del aeródromo de Gostómel y la operación de decapitación, se lanzaron a la invasión.

No fue una sorpresa, sino en Europa. Desde la inteligencia estadounidense y una élite de estudiosos especializados en Estudios Estratégicos -la mayoría anglosajones, aunque con honrosas excepciones- se advirtió de esta probabilidad con muchísima precisión. Mientras tanto, las cancillerías europeas confiaban en que las negociaciones y el apaciguamiento funcionasen como lo habían hecho antaño y seguían hablando de un futuro “Minsk 3” que nunca llegó. Sin embargo, el uso de la fuerza – “medidas militares” en este caso- nunca dejó -y posiblemente nunca dejará- de ser una posibilidad, ni siquiera entre naciones europeas, como los antecedentes de los Balcanes, Georgia o mucho más recientemente de Nagorno-Karabaj, deberían haber bastado para demostrar. Es así porque no vivimos en un mundo kantiano en el que los problemas de una república global se solucionan afablemente en la sala climatizada de un gran Parlamento, sino en un mundo hobbesiano -o más bien clausewitziano- en el que algunos problemas todavía requieren de la prueba de la fuerza.

Conclusión: la Guerra como fenómeno universal

Si la Guerra es un fenómeno universal, como nos dice Clausewitz, determinado por una serie de constantes, por mucho que la forma de librarse cambie periódicamente, su esencia nunca lo hará. Por esa misma razón, elucubrar sobre cómo ciertos tipos de guerra jamás volverán a darse, porque determinados parámetros hayan cambiado al albur de los cambios políticos, económicos o sociales, es un ejercicio naíf y la guerra de Ucrania lo demuestra.

Ucrania está poniendo todos los recursos del Estado a disposición de la guerra, una guerra que para Kiev es una “guerra total”, pues se juegan la propia existencia como Estado e incluso como nación. Su sociedad y su economía están totalmente supeditados a esta. Por supuesto, depende de la ayuda de terceros para sostener el esfuerzo bélico y por supuesto su caso no es extrapolable ahora mismo a una guerra entre potencias nucleares, pues las armas estratégicas todavía actúan como un limitador. Pese a ello, la Guerra de Ucrania es un buen ejemplo de “guerra total”, del uso de la Fuerza como herramienta del Estado, de la necesidad de volver una y otra vez a las constantes enunciadas por Clausewitz y de lo errado de analizar la realidad a través del filtro de la ideología o dejando de lado las lecciones de la Historia Universal en favor de nuestra historia particular -y muy reciente-.

Ni es ni será la última vez en la que un Estado desarrollado, industrial -y póngase aquí el adjetivo que se quiera- libra una guerra total. Lo que es más preocupante, el paso a la Segunda Era Nuclear avanza la posibilidad de que la disuasión entre las grandes potencias quede en entredicho rebajando el “umbral nuclear» hasta hacerlo un componente más dentro de una “guerra total”. De esta forma, aunque la conclusión de Smith de que la “interstate industrial war” ya no sería posible ha sido válida durante décadas y es fruto lógico de su tiempo, la “verdad” de la Guerra como fenómeno es otra, es universal y siempre vuelve a nosotros. Solo hace falta que se den los elementos necesarios para ello.

Autor

  • Beatriz Cózar Murillo

    Doctoranda en Ciencias Políticas y Jurídicas por la Universidad de Gante (Bélgica) y Pablo de Olavide (España). Máster en estudios de la Unión Europea por la Universidad de Salamanca (España). Especializada en la Política Común de Seguridad y Defensa (PCSD) de la Unión Europea y, más concretamente, en la Cooperación Estructurada Permanente (PESCO).

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