Francia y la disuasión nuclear europea

¿La última expresión del imperialismo francés?

Submarino Balístico francés Le Triomphant. Fuente - Marine Nationale.

La disuasión nuclear sigue siendo la clave de bóveda del sistema de seguridad internacional. En los últimos tiempos se están dando por parte francesa una serie de pasos que, unidos al Brexit y al calamitoso estado de las fuerzas armadas de otros miembros de la Unión Europea, amenazan por conceder al Elíseo un papel y un poder mayores que el correspondiente a tenor de su población o PIB. Con Macron al frente, Francia ni siquiera esconde su intención de convertirse, al grito de «más Europa», en líder de un proyecto -el de la defensa europea- que paradójicamente, quedaría desdibujado con Francia al frente. Sin embargo, tras la salida británica, es el único país capaz de aportar la necesaria disuasión nuclear.

La República Francesa no es el estado más poblado, ni el más rico de la Unión Europea, honores ambos que corresponden a la República Federal de Alemania. No obstante, por su papel de socio fundador de las Comunidades Europeas, su asiento en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, su posición central, incluyendo salida tanto al Atlántico como al Mediterráneo, su poderío militar -es una potencia nuclear-, su tradición imperial, sus intereses ultramarinos, su predisposición a utilizar la fuerza cuando es necesario y su activa diplomacia, es un actor clave en Europa y en el mundo.

Desde el final de la Segunda Guerra Mundial y una vez los procesos de descolonización concluyeron no sin antes sufrir amargas derrotas o vergonzosas retiradas (Suez, Argelia, Indochina), Francia ha tratado de encontrar su sitio en un mundo bipolar en el que siempre trató de mantener una voz propia y hasta cierto punto independiente, pese a militar en el bloque Occidental. La creación de una Force de frappe completamente autónoma en los años 60 o la decisión de retirarse en 1966 del mando militar de la OTAN fueron dos ejemplos de este papel de verso suelto o, dicho de otra forma, de lo que se ha dado en llamar la excepcionalidad francesa.

Más recientemente la oposición a la guerra de Irak o la disposición a negociar con Rusia en diversas ocasiones lo mismo que con Irán, así como las actuaciones en Libia o el Sahel, en donde mantiene más de 5.000 efectivos, dan buena muestra de su voluntad de seguir siendo algo más que aquello que sus recursos le permiten: una potencia media.

Francia, no lo olvidemos, ha invertido en defensa 50.119 millones de dólares en 2019 (1,84% del PIB), superando ligeramente al Reino Unido y Alemania en términos absolutos y situándose esa cifra a medio camino entre ambas en relación al PIB. Lleva no obstante desde 1974 reduciendo paulatinamente su número de efectivos y de unidades, y también, desde 1982, reduciendo el porcentaje del PIB destinado a defensa, hasta moverse en una horquilla entre el 1,5 y el 2% en las dos últimas décadas.

Gasto en defensa en relación al PIB de los miembros de la OTAN. Fuente – OTAN

Evolución del gasto francés en defensa. Fuente – IFRI

Esta inversión, obviamente, palidece en comparación con el gasto estadounidense (731.751 millones) o chino (261.082), pero también frente a otros otros como India (71.125), Arabia Saudita (61.867) o la Federación Rusa (65.103). Es más, naciones como Corea del Sur (43.891), que han aumentando su presupuesto en alrededor de un 30% en la última década o Japón (47.609), que no debe cargar con un programa nuclear gracias al nuclear sharing y que está decidido también a gastar más en defensa, seguramente terminen por sobrepasar a Francia a lo largo de esta década.

Lo que es peor para las aspiraciones galas, la emergencia de algunos de estos países les hará pasar, más pronto que tarde, de ser buenos clientes a competidores en el mercado internacional de armas, complicando el futuro de la industria militar francesa, uno de los puntales de su defensa y de su excepcionalidad.

Francia conserva la capacidad de lanzamiento aéreo de armas nucleares gracias al Rafale y los misiles ASMP.

Más Europa = más Francia

La salida obvia para Francia pasa, como es sabido, por la Unión Europea. En concreto, para lo que aquí nos interesa, por potenciar una autonomía estratégica y una Política Común de Seguridad y Defensa (PCSD) que intenta a toda costa amoldar a sus particulares intereses, algo por otra parte lógico y de lo que deberíamos tomar ejemplo.

Ocurre con un FCAS en el que la parte principal corresponde a Dassault, ocurre con la Eurocorbeta, en la que Naviris lleva la voz cantante, ocurre con el MGCS (proyecto que no existiría de no haber amordado Alemania sus leyes a las exigencias exportadoras francesas) y ocurre, en fin, con cualquier programa en el que la industria francesa colabore. No en vano, sus empresas del sector de la defensa figuran entre las mayores del continente y actúan probablemente en mayor connivencia con el estado francés que las de ningún otro país europeo. Precisamente a colación de la Eurocorbeta, decía Hervé Guillou que:

“Nuestro acceso a estos mercados de exportación está en riesgo, particularmente en el sector militar. Por eso no debemos entrar en una competencia fratricida con los Fincantieri, los suecos o los alemanes, que está matando nuestros márgenes, sino que debemos cerrar filas en Europa antes de que sea demasiado tarde y recurrir a nuestros verdaderos competidores. Ningún país europeo tiene hoy en día un mercado interno suficiente para mantener una base tecnológica completa y competitiva”.

Sus afirmaciones, que no carecen de base, tampoco sirven para ocultar la intención de Naval Group, entidad que Guillou preside, de crear un Airbus Naval -cuyos primeros pasos ya se han dado, que termine por integrar la mayor parte de constructores navales del continente… bajo un sólido dominio francés tras anular a algunos de sus mayores competidores (TKMS, Navantia, Damen y siendo la única de todas estas empresas que toca todos los palos, incluyendo el nuclear. Más o menos lo mismo que ocurriera en su día con Airbus.

Y es que, no debemos olvidarlo, hay una clara identificación entre la autonomía estratégica que Macron apoya con tanta firmeza -incluyendo salidas de tono como cuando se refirió a la muerte cerebral de la OTAN- y esa excepcionalidad francesa que ve en ella la única forma de sobrevivir. Y es que en Francia saben bien que, como decía en 2017 el profesor Félix Arteaga, cuando explicaba, en un artículo titulado «La autonomía estratégica y la defensa europea»:

«La autonomía estratégica se desarrolla con un enfoque de complementariedad, que exige realizar un esfuerzo adicional. Los países que no estén dispuestos o no puedan realizar este esfuerzo estratégico, operativo e industrial, sólo podrán contribuir a la autonomía estratégica europea en detrimento de la suya, ya sea trasladando sus recursos individuales a programas colectivos o contribuyendo a los mismos sin retornos a la autonomía propia. Ya que los compromisos que adquieran los países miembros de la PESCO serán vinculantes, cada Estado miembro deberá calcular cuidadosamente si dispone o no de los recursos necesarios para atender las misiones nacionales y las añadidas en ejecución de la autonomía estratégica de la UE».

Esto aplicado al ámbito nuclear, que es lo que aquí nos interesa, supone que únicamente Francia está en condiciones de realizar este «esfuerzo estratégico, operativo e industrial», teniendo el resto de socios, en caso de llegar a un acuerdo para alcanzar algún sistema de disuasión europea, que contribuir al mismo «sin retornos a la autonomía propia».

Misil nuclear francés M51 junto a un SSBN clase Le Triomphant

Pagando la fiesta francesa

Francia lleva años haciendo ofrecimientos y guiños, con la idea de que su arsenal nuclear pase a garantizar no solo su propia seguridad, sino la de sus socios mediante alguna forma de disuasión nuclear extendida, el último de ellos el pasado 7 de febrero. Por supuesto, lo ha hecho siempre con la idea de mantener en manos francesas el control último de su arsenal, claro, pues resulta poco creíble que París acceda a dejarlo bajo control de una autoridad supranacional o colegiada del tipo que sea.

Dejando de lado la dificultad, dado el gran número de variables en juego, o incluso la conveniencia de renunciar a la disuasión extendida que hoy en día garantizan los EE. UU., es cierto que en el futuro, y dado el énfasis que se pone en perseguir la citada autonomía estratégica, bien se podría llegar a algún acuerdo de nuclear sharing, entre Francia y el resto de socios o, al menos, algunos de ellos. De esta forma, estados como Alemania o España podrían llegar a tener bajo su control armas nucleares de diseño y factura francesa, en un régimen por ejemplo de doble llave. Soluciones posibles hay varias, siempre que se superen los escollos políticos internos (resulta dudoso que los ciudadanos de algunos estados europeos estén dispuestos a alojar armamento nuclear o siquiera a participar en su financiación, aunque se base en el suelo de otros) y externos (la presión estadounidense). Sin embargo, todas estas posibilidades topan con un segundo problema, quizá todavía más irresoluble: una inversión desorbitada. Para que el lector se haga a la idea, únicamente en la futura clase Columbia los EE. UU. esperan invertir 109.000 millones de dólares en los próximos años, lo que está provocando notables tensiones.

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