Una de las características más aludidas acerca de la Guerra Fría se refiere a las dimensiones del enfrentamiento que tuvo lugar entre las principales potencias estatales del momento: Estados Unidos y la Unión Soviética. La humanidad ya había asistido a rivalidades de similar naturaleza en diversos momentos del pasado pero, por primera vez en la historia, los avances tecnológicos propiciaron que la pugna se llevase a niveles planetarios —y que, incluso, alcanzase el espacio exterior—. Sin embargo, también es preciso reconocer que esta dimensión global de la tensión bipolar no se manifestó de igual manera en todos los lugares del mundo ni con la misma intensidad[1]. De hecho, hubo largos períodos en los que un buen número de regiones —generalmente las que quedan fuera de América y Eurasia— quedaron bastante al margen de esta confrontación. Uno de los ejemplos más claros de esta situación de marginalidad relativa respecto a la pugna por la hegemonía es el de aquellos territorios cuya característica geográfica más representativa es la insularidad, esto es, las islas. Sobre todo en el caso de aquellas que son de pequeño tamaño y se encuentran más alejadas de los ámbitos continentales.
En estas líneas se aprovecha para realizar un repaso general acerca de cómo pueden influir las dinámicas globales en unos espacios insulares que, si bien pueden considerarse la verdadera periferia de la periferia planetaria, también han demostrado ser valiosos por sus emplazamientos o por determinadas potencialidades aprovechables por potencias regionales o mundiales. En virtud de este relativo asolamiento hacia lo que acontece en las grandes masas terrestres emergidas y a lo reducido de sus economías, el papel de las islas pequeñas durante la Guerra Fría quedó relegado —en el mejor de los casos— a la utilidad que, en determinas circunstancias, brindaban sus emplazamientos. Aunque el reconocimiento a los factores geoestratégicos que se desprenden de ciertas formaciones insulares más alejadas y aisladas se comienza a reconocer a partir de los primeros viajes interoceánicos del siglo XV, fue en la Segunda Guerra Mundial cuando este valor se hace evidente a escala prácticamente mundial. La red de bases militares que ciertos países occidentales han ido erigiendo en multitud de formaciones insulares de todo el planeta refleja a la perfección este uso extendido y recurrente de las islas para propósitos de índole militar y logística. Lo paradójico del contexto actual, sin embargo, estriba en que, a pesar de que fue la potencia oceánica la que prevaleció en la contienda bipolar, los Estados insulares de pequeño tamaño, si bien son hoy más visibles que antaño, siguen ostentando un papel residual en la arena internacional[2].
Una atenta mirada a las dinámicas que afectan, de forma general, a las islas de pequeño tamaño, permite afirmar que uno de los principales factores que determinan el valor estratégico de las mismas es el posicionamiento relativo que ostenta cada una de ellas en el mundo o respecto a ciertas dinámicas regionales; y por razones geográficas e históricas, este ha venido siendo de mayor provecho para los países más desarrollados, que son precisamente los más volcados al mar. La razón principal es que muchas de estas formaciones son entidades subnacionales o dependencias de Estados occidentales, al tiempo que un buen número de Pequeños Estados Insulares en Desarrollo aún mantiene vínculos muy estrechos con sus antiguas metrópolis. Como consecuencia, para estos Estados eminentemente comerciales y defensores del «mare liberum» —fundamentalmente Europa y Estados Unidos—, la consideración de los espacios insulares ha tenido mucho que ver con sus esquemas de seguridad y defensa, y sobre todo con el aseguramiento de sus líneas marítimas de comunicación.
El despegue de la República Popular China como potencia emergente se empieza a vislumbrar como el gran factor disruptor de la situación de multipolaridad atenuada que se ha ido constituyendo, durante las últimas tres décadas, a partir de lo que se intuía que iba a ser un liderazgo incontestable de Estados Unidos. Este advenimiento, enarbolado en oposición a la principal potencia occidental —sobre todo en lo económico pero también en lo cultural y lo militar—, presenta evidentes similitudes con el contexto que propició el surgimiento de la Guerra Fría, aunque con la novedad de que ahora posiciona al ámbito Indo-Pacífico como el epicentro de la nueva rivalidad. Desde esta óptica, el Pacífico ha de entenderse como la masa oceánica que media entre ambas potencias y al Índico como una extensión de estas aguas que conecta algunos de los principales chokepoints del planeta. En estos dos ámbitos, la presencia soberana incontestable de islas estadounidenses —y de otros Estados occidentales, así como de bases militares controladas por estos— es manifiesta, y se encuentra en claro contraste con la práctica ausencia de espacios insulares de titularidad china. Cabe recordar que Pekín únicamente tiene una verdadera presencia en formaciones ubicadas relativamente cerca de sus propias costas, en el llamado Mar de la China Meridional, donde, a pesar de los reclamos soberanos por parte de otros Estados aledaños, ocupa diversos atolones y cayos —no habitados, o al menos no por población oriunda—, principalmente en los archipiélagos de Spratly y las Paracelso.
En relación con estas consideraciones, y por su importancia con el tema abordado en este texto, es imprescindible mencionar la iniciativa china comúnmente conocida como el «Cinturón y Ruta de la Seda» —o también OBOR, por sus siglas en inglés—, que pretende conectar al gigante asiático con el resto del mundo por medio de una red de infraestructuras y viales articulados en torno a puertos y otros nodos de interés, con el propósito último de garantizar los flujos de mercancías y recursos estratégicos que Pekín requiere para su desarrollo. La pretensión global de este plan ha sido motivo de especial preocupación, todo ello a pesar de que todavía el alcance no está del todo definido[4].
Si por algo se ha caracterizado esta salida china al exterior es por el interés que ha demostrado tener en lugares no tan próximos cuando sus necesidades estratégicas así lo han determinado. El caso de África es paradigmático en este sentido, tanto por el pragmatismo que ha venido caracterizando a la política exterior de Pekín en ciertos Estados de esta región, como por los medios desplegados para ello, siempre con el objeto de garantizar el control de la extracción y del envío de determinados recursos naturales. Por más que esta inclinación globalizante no esté aún delineada del todo, conviene tener presente que la presencia china ya se está evidenciando en lugares en los que, en principio, no se intuía que pudiera darse, como Iberoamérica[5] o los espacios insulares del Caribe y el Pacífico.
Los mapas y croquis que se han ido difundiendo son muy variados en cuanto a detalles sobre rutas específicas, pero a partir de estos documentos se pueden inferir, de alguna manera, cuáles son los ejes del OBOR en Aurasiáfrica. Mayormente se compondría por un corredor terrestre hacia Europa y una vía marítima —que se extendería, con algunas ramificaciones, también al Viejo Continente o, al menos, hasta el Mar Rojo y, posiblemente, también por el Ártico[6]—. Resulta clave plantear que, a pesar de que ambas rutas se encuentran interrelacionadas, desde la perspectiva de este plan, la ruta oceánica estaría subordinada a las terrestres, que son las que se entienden como prioritarias[7].
Independientemente del modo en el que se pueda llegar a materializar este proyecto, se espera que sus implicaciones espaciales sean de gran calado, principalmente debido a que China, a través de una política de Estado —destinada a vertebrar y conectar su periferia—, ha demostrado que pueden erigir grandes infraestructuras de comunicación terrestre rápidamente. Al mismo tiempo, es igualmente constatable que el proyecto se solapa al llamado «collar de perlas» del Índico, que no es otra cosa que la respuesta que china ha venido dando al —cada vez más relativo— enclaustramiento que padece en su proyección más allá de su zona económica exclusiva; y que trata de paliar por medio del control de diversas bases y puertos que, entre este océano y el Pacífico, asegurarían sus líneas marítimas de comunicación. La extensión y disposición geográfica de estos puntos, desde el Mar de China Oriental hasta, al menos, el Mar Rojo, permite constatar que el trazado de la ruta marítima que une la costa oriental de China con el Índico se aleja relativamente poco de las costas del continente asiático y se sostiene tanto en puertos de litoral continental como en otros ubicados en islas —Hainán, islas Paracelso y Spratly, islas Coco de Myanmar, Hambantota en Sri Lanka, y Marao en Maldivas—.
Para crear y mantener esta estructura, Pekín ha venido desplegando importantes medios económicos y diplomáticos. Si en cualquier contexto el primero de estos elementos mencionados es siempre un factor relevante, por obvias razones de escala cabe inferir que para las islas este puede llegar a enarbolarse como el principal. Sin embargo, ambas vertientes están siempre íntimamente relacionadas. La cuantía y naturaleza de las inversiones chinas en estos lugares —en muchas ocasiones materializadas en infraestructuras de dudosa utilidad[8]— ha asegurado a la potencia asiática una presencia que, en determinadas ocasiones, puede resultar incómoda. Un elemento clave, en este sentido, se resume en lo que algunos analistas han dado en calificar como la «diplomacia de las trampas de deuda». Se trata de un término —no exento de controversia[9]— que apunta al uso de la cooperación y la inversión como parte de una estrategia china encaminada a controlar tanto emplazamientos estratégicos como determinados aspectos de la política doméstica de unos Estados que, en caso de impago, quedarían a merced de la potencia asiática. Hay diversos ejemplos de cómo esta influencia china ha activado estos resortes pero los ejemplos acaecidos en islas son especialmente reseñables. En el Indo-Pacífico, se puede aludir a los acontecimientos de este tipo constatados en Papúa Nueva Guinea, Tonga y Sri Lanka —lugar, este último, donde, como consecuencia del impago de este gobierno por la construcción del puerto y aeropuerto del distrito de Hambantota, en el 2017 tuvo que firmar un acuerdo de alquiler de todo el complejo a nombre de un conglomerado estatal chino[10]—. En otras latitudes, cabe hacer mención al caso de Jamaica y Trinidad y Tobago, donde se han firmado acuerdos con cláusulas que presentan contrapartidas de gran calado[11]; o Barbados, donde se acusa a Pekín de estar brindando su apoyo a la causa republicana[12] siendo este uno de los enclaves caribeños más afines a la monarquía británica.
Todavía es pronto para saber en qué aspectos concretos se va a manifestar la influencia que pudiera tener esta ambiciosa iniciativa para las islas que, en principio, estarían más geográficamente alejadas de los intereses de Pekín pero hay motivos para afirmar que la importancia de algunos de estos espacios va a ir cambiando con el tiempo. El factor fundamental a recordar, de cualquier modo, es que, por razones obvias, en principio dicha acción estaría circunscrita exclusivamente a los Estados insulares independientes —y no a las dependencias de otros Estados occidentales—. Sin embargo, la eventual penetración china en regiones en las que, hasta ahora, era un actor ausente, propiciará nuevas dinámicas que igualmente van a afectar a estas mencionadas dependencias. Cabe aventurar, no obstante, que el valor que China puede otorgar a las islas debe medirse caso por caso y no solamente en función de aspectos derivados del valor que estas ostenten en términos geoestratégicos y económicos, sino también políticos.
Esta última dimensión, aún no comentada, está siendo especialmente relevante en los ámbitos del Pacífico y el Caribe, donde la República Popular China está desplegando una intensa labor encaminada a mermarle reconocimientos internacionales a la República China, más conocida como Taiwán. En este punto, conviene recordar que, a pesar del ejercicio soberano del que el gobierno en Taipei ha venido disfrutando desde 1949 —bajo la premisa, ya cada vez más difusa, de que ellos son la «China legítima»—, para la República Popular China, esta isla forma parte integral de su territorio nacional y es simplemente cuestión de tiempo que vuelva a estar plenamente controlada desde Pekín.
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