Crisis en Líbano

Su inexorable descenso hacia el caos

“No hace falta usar la imaginación o la intimidación, realmente, estamos en el infierno”, escribe en su cuenta de Twitter el director del Hospital Universitario Rafik Hariri, Firass Abiad[1] a propósito de la crisis en Líbano. Una situación de la que, para algunos, solo se puede salir con un milagro. No obstante, sí queda camino por recorrer hacia delante. Al túnel en el que está metido el Líbano, por oscuro y profundo que sea, sí se le puede buscar una salida. La cuestión radica en el precio que hay que pagar para hacerlo. Algo a lo que, al menos por ahora, no parece que esté dispuesto el liderazgo político del país, que se ha enriquecido durante años con un sistema que ha quebrado. Un inmovilismo que se mantiene, además, por la falta de presión de los que los apoyan desde el exterior, sus “patrones” regionales, en esa dirección y porque la de la comunidad internacional no parece suficiente hasta el momento. De este modo, si no se actúa, la crisis seguirá arrastrando al Líbano hacia el caos, entonces sí, sin remisión.

En torno a las 17:00 horas de la tarde del martes 29 de junio de 2021 aterriza en territorio libanés un avión español cargado con 19 toneladas de raciones de comida para el Ejército del país. Es la respuesta al llamamiento realizado por la institución días antes. “Los soldados tienen hambre y sus raciones se han recortado, como les pasa a muchos ciudadanos”, había afirmado ya a mediados de mes el general Joseph Aoun, jefe de las Fuerzas Armadas libanesas[2].

Y aun así lo que necesitan es dinero en efectivo, dólares, con urgencia. Antes cobraban el equivalente a unos 800 dólares al mes, ahora, con salarios que oscilan entre los 70, 80 y 90 dólares/mes, sus soldados no pueden alimentar y cuidar de sus familias. Al menos, 3000 de ellos habrían desertado desde principios de año.

Muy sintomático de la dramática situación por la que atraviesan las Fuerzas Armadas y de su imperiosa necesidad por recaudar fondos es el programa de paseos turísticos en helicópteros militares a 150 dólares el viaje y que solo pueden abonarse con dinero en efectivo[3].

Las Fuerzas Armadas libanesas son uno de los pocos pilares sobre los que descansa el Líbano. Legitimidad y apoyo popular aparte, desde 1990 es una de las escasas organizaciones libanesas con un cierto grado de transversalidad, que ha logrado maniobrar entre los recovecos de los 18 grupos diferenciados que conforman el Líbano y mantenerse en pie con éxito. En definitiva, son un símbolo de la unidad y la identidad libanesas. Obviando los graves problemas de seguridad nacional que podría acarrear, su situación actual al borde del colapso total podría verse también como todo un símbolo de lo que le ocurre al resto del país, que se encuentra en las mismas circunstancias de derrumbe.

A grandes rasgos, si miramos hacia el Líbano vemos una crisis económico-financiera galopante. En ella se suceden los acontecimientos sin dar un respiro. Las reservas de moneda extranjera (para comprar en el mercado internacional bienes esenciales como combustible, por ejemplo) están bajo mínimos. La libra libanesa ha perdido hasta un 90% de su valor. Y, en pleno proceso de hiperinflación, el Gobierno libanés empieza a hablar de retirar los subsidios, que el Ejecutivo ya no se puede permitir subvencionar, de los bienes de primera necesidad a una población empobrecida y con un paro en torno al 50%.

A todo ello hay que sumar que el país lleva casi un año políticamente estancado, sin un acuerdo para formar gobierno entre grupos clave como los chiíes de Hezbolá (que miran más hacia otro lado), y las comunidades suní y cristiana maronita. Además, con una élite política corrupta que se ha enriquecido con el sistema que ha arruinado al país y al que no es capaz de renunciar ni siquiera en las actuales circunstancias de ruina nacional. Aparte, entre otras cosas, la situación regional se encuentra a la expectativa de lo que pueda suceder en lo relativo a la negociación con Irán (gran valedor de Hezbolá) sobre su programa nuclear, con la entrada de una nueva administración en Estados Unidos y también en Irán. Todo esto tiene su reflejo en el ámbito internacional. Demasiadas dudas sobre las cuestiones internas y externas, demasiados movimientos por hacer o demasiado tarde ya, quizá, y demasiados intereses. Asuntos que dificultan y ralentizan la llegada de una ayuda que, a día de hoy, resulta acuciante.

Y, además, en plena pandemia de COVID-19 con, entre otros problemas, la falta de dinero para comprar suministros médicos como anestesia para las operaciones y también las medicinas necesarias para enfermedades cardíacas, hipertensión, diabetes, cáncer o esclerosis múltiple, que ya escasean. Según los sindicatos del ramo, si no se hace nada, para finales de julio la situación será catastrófica, con cientos de miles de pacientes sin la medicación que necesitan[4].

Tampoco hay que olvidar todo lo derivado de la explosión del verano pasado en el puerto de Beirut, que arrasó hospitales, comercios, viviendas… de una parte de la capital libanesa y cuya reconstrucción, con sus futuribles jugosos contratos, atrae ya a numerosas empresas francesas, turcas, rusas, chinas… países todos involucrados en la ayuda al Líbano.

En resumen, un entramado complejo y multifacético que acabamos apenas de esbozar, pero con un resultado claro y que se ve a diario: son los ingredientes de la receta para el caos.

Anuncio de los paseos turísticos en helicóptero de las LAF. Fuente – LAF

Llueve sobre mojado

Las protestas, enfrentamientos y disturbios han vuelto a las calles del país. Un ejemplo, las gasolineras. Gran cantidad cerradas por la falta de combustible y colas eternas en las pocas aún abiertas. Ahora se dispara el coste de llenar el depósito, lo que ha provocado episodios de violencia, porque el Banco Central del país ya no subvencionará la importación de petróleo a un cambio de 1500 libras libanesas por dólar, sino a más del doble, 3900, en un intento por evitar un mayor descenso de la reserva de moneda extranjera del país.

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Noticia sobre la muerte de un hombre consecuencia de una trifulca en una gasolinera sobre a quién le tocaba llenar el depósito. Fuente Twitter L’Orient Today @lorienttoday https://twitter.com/lorienttoday/status/1413425635578482692

Otro ejemplo, los cortes de energía, que también han derivado en protestas. Sin haber dejado atrás todavía el coronavirus, 21 horas sin luz en algunas áreas dificulta en gran manera el trabajo en los hospitales, que ya en verano han tenido que renunciar al aire acondicionado y sobreviven con generadores propios. Las granjas de pollos, también sin refrigeración, se enfrentan a la muerte de miles de animales por el calor, como el desastre de los negocios de alimentación sin sus frigoríficos y congeladores funcionando. Oficinas gubernamentales encargadas de trámites oficiales, tampoco pueden realizar su labor sin luz, por lo que un gran número de procesos están parados sine die.

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El aeropuerto de Beirut sin luz, pero funcionando. Tweet del embajador japonés en el Líbano. Fuente Twitter Takeshi Okubo @TakeshiOkubo3 https://twitter.com/takeshiokubo3/status/1413503895620493316?s=28

Un ejemplo más, los bancos. Un sector blanco de la ira de los ciudadanos que, en los últimos días, han atacado varias sucursales y herido a algunos de sus empleados. Altercados que han llevado al cierre de oficinas.

El último ejemplo, de los innumerables que hay, en el puerto de Beirut solo funcionan 6 de las 16 grúas que hay para la carga y descarga de mercancías, lo que ralentiza el proceso y atasca esta infraestructura. Esto se debe a su deterioro y a la falta de dinero para repuestos[5].

Así las cosas, no parece que exagere demasiado el primer ministro libanés en funciones, Hassan Diab, cuando afirma que “Líbano está apenas a unos pocos días de la explosión social. Los libaneses se enfrentan a este oscuro destino solos (…) (El país) está al borde de un colapso cuyas repercusiones resonarán más allá de nuestras fronteras”, son palabras pronunciadas en su discurso ante embajadores y representantes diplomáticos en Beirut[6]. Un dramático llamamiento a la acción que hasta el momento no ha tenido ni una respuesta clara ni contundente, ni dentro ni fuera del país.

En su informe de principios de junio, el Banco Mundial asegura que la crisis libanesa está entre las 10 peores, quizá entre las tres peores, vividas en el mundo desde mediados del siglo XIX[7]. De 2018 a 2020 el Producto Interior Bruto per cápita ha caído un 40% en dólares y la tasa de cambio monetaria del Banco Mundial se depreció un 129% el año pasado. Pero, además, la mayor carga del abrumador reajuste del sector financiero se ha concentrado en los depositantes más pequeños, la mayor parte trabajadores y dueños de comercios y negocios a menor escala que, de facto, han perdido el valor de sus ahorros. A esto hay que sumar que todos ellos cobran y pagan con una moneda, la libra libanesa, depreciada al 90% y en pleno proceso de hiperinflación, con lo que su poder adquisitivo se ha hundido. Y, por supuesto, sin olvidar que este proceso tiene lugar cuando ya cuatro de cada diez libaneses están en paro y la mitad de la población bajo el umbral de la pobreza.

El Banco Mundial prosigue y destaca la grave repercusión que estos sucesos tienen en cuatro de los grandes servicios públicos del país: electricidad, suministro de agua, sanidad y educación. El drástico aumento de la pobreza coloca a un mayor número de personas sin posibilidad de pagar servicios privados dependiendo de los públicos, que se sobrecargan, lo que, a la vez, amenaza la viabilidad financiera de estos últimos al incrementar los costes y reducir los beneficios por atender a un mayor número de personas. Y el daño que todo este deterioro hace al tejido social, que es el capital humano libanés necesario para sacar el país adelante, es tal, que va a ser muy difícil de recuperar. Para el Banco Mundial esto último es lo que convierte en única la crisis libanesa.

A esta situación no se llega de un día para otro, ni por una sola causa. Según el Middle East Institute, para cuando estalla la crisis, en octubre de 2019, el sector público ya estaba al borde del impago de la deuda, el sector bancario en bancarrota técnica, la economía productiva no había crecido en una década, no había habido presidente de 2014 a 2016, las elecciones parlamentarias fueron en 2018, con 5 años de retraso, y después de un aplazamiento tras otro, se forma Gobierno y con las protestas de octubre de 2019, el Ejecutivo, cae[8].

A partir de ese momento, el país entra en una espiral descendente hacia el caos. Como señala el Middle East Institute, citado en el párrafo anterior, la economía implosiona. Se detiene el flujo de capital; los bancos, sin liquidez, restringen la retirada de dinero de los depósitos. En estas circunstancias, aparece el mercado negro de moneda, la libra libanesa se deprecia rápidamente, se dispara la inflación y se hunden los salarios y el poder adquisitivo de los ciudadanos. Los jóvenes que pueden se exilian hasta alcanzar cifras de récord a día de hoy y la capacidad productiva se reduce drásticamente por el cierre de negocios. Entonces, la COVID-19 golpea al país y el 4 de agosto de 2020 una devastadora explosión arrasa parte de la capital, Beirut.

https://twitter.com/michaeltanchum/status/1415772144731033603?s=28

Comparativa de los precios de productos de la cesta de compra y de algunas medicinas de 2019 a 2021. Gráficos elaborados por Al Jazeera @AJLabs. Tweet del profesor del Instituto Austríaco para la Política Europea y de Seguridad Michael Tanchum. Fuente Twitter @michaeltanchum https://twitter.com/michaeltanchum/status/1415772144731033603?s=28

Asientos de primera fila para el desastre

Con la debacle en ciernes, destaca todavía más la falta de soluciones por parte de la clase política libanesa, que ante la emergencia nacional ha estado “desaparecida en combate” y cuya inactividad ha tenido dramáticas consecuencias sociales. Según el informe del Banco Mundial citado en el apartado anterior, la respuesta de la clase política libanesa a los enormes retos que enfrenta el país ha sido hasta el momento “altamente inadecuada”[9]. Ello por dos razones: primera, no ha habido consenso sobre iniciativas políticas efectivas para salir de la crisis y, segunda, sí ha habido consenso en torno a la defensa de un sistema económico ya en bancarrota que había beneficiado a unos pocos durante mucho tiempo.

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