En la era de las comunicaciones, donde las redes sociales han cobrado un papel especialmente relevante en las sociedades occidentales, junto con el fenómeno de los ciberataques, se ha podido constatar una vulnerabilidad de seguridad aún más intangible: la existencia de campañas de desinformación en el ciberespacio con objeto de modificar a la opinión pública y las corrientes de pensamientos existentes en la sociedad.
No obstante, a pesar de su nuevo vector de propagación en el dominio cibernético (las redes sociales), el fenómeno de la desinformación no es una herramienta novedosa en los conflictos. Ya en el siglo V a.C. el General chino Sun Tzu apuntaba que “el arte de la guerra es el engaño”. (Sun Tzu). Y más próximo a nuestro tiempo, entre los años 1933 y 1945, podríamos apreciar todo el poder de la desinformación como arma de guerra estudiando la figura de Joseph Goebbles, ministro para la Ilustración Pública y Propaganda del Tercer Reich alemán:
“Es indispensable desmoralizar a la nación enemiga, prepararla para capitular, constreñirla moralmente a la pasividad, incluso antes de planear cualquier acción militar… No vacilaremos en fomentar revoluciones en tierra enemiga”
(Rauschining, H, 1940).
La revolución tecnológica no ha hecho más que globalizar e implementar de forma magnificada (tanto en magnitud, como en frecuencia y eficacia) un fenómeno ya existente.
Sin embargo, lo que en el pasado era una herramienta utilizada únicamente por Estados, hoy debido a su bajo coste y beneficios se ha convertido en la herramienta predilecta para erosionar y debilitar la cohesión interna de un Estado y es utilizada no solamente por actores estatales extranjeros sino también por grupos subnacionales.
Según datos de un estudio realizado por el CCN-CERT, cerca del “90 % de la población española entre 16 y 65 años puede ser potencialmente víctima de un ataque de desinformación” (CCN-CERT, 2019). Si sumamos a estos porcentajes la idea del filósofo Jürgen Habermas sobre la importancia de la deliberación racional para conseguir una democracia estable (Macnamara, 2016) tendríamos el caldo de cultivo necesario para resaltar la importancia de no dejar pasar desapercibida las consecuencias que pueden tener las operaciones de desinformación sobre la opinión pública de un Estado.
En España donde el 92% de la población española entre 16 y 65 años se informa diariamente a través de Internet y el 85 por ciento lo hace a través de las redes sociales, según datos del Observatorio Nacional de las Telecomunicaciones y la Sociedad de la Información del año 2017, no estamos exentos de los riesgos que emanan de una operación de desinformación (ONTSI, 2018).
En este escenario resulta obvio pensar que, la desinformación es un fenómeno en boga en cuanto a cuestiones de seguridad se refiere, no obstante, es necesario precisar qué entendemos exactamente por desinformación, y más concretamente, por operaciones de desinformación.
Podemos definir la desinformación como la difusión deliberada de información falsa, manipulada o sesgada con propósitos hostiles (De Pedro, 2019), y por operaciones de desinformación, las injerencias lucrativas –ya sea económicamente hablando o en términos de influencia política– de un organismo estatal o no estatal que cuenta con las capacidades técnicas suficientes como para difundir información engañosa con la intención de dañar la credibilidad o la imagen de un objetivo.
A este respecto tiene especial consideración el surgimiento de las fake-news, es decir, falsas noticias, que no dejan de ser relatos con apariencia de noticias redactados con el objetivo de conseguir una reacción emocional y alejados de la idea de transmitir información (Gómez de Ágreda, 2019).
Las fake news no tienen que ser necesariamente mentiras, sino relatos tendenciosos capaces de conseguir la difusión del contenido, es decir, una noticia real con un titular exagerado a propósito para conseguir su difusión engañosamente también sería catalogado como tal.
Técnicamente hablando, el fenómeno de la desinformación se divide en dos fases: en primer lugar, se produce la creación del contenido, siendo esta parte la más importante de las dos, pues es imprescindible contar previamente con un portal web confiable y aparentemente creíble capaz de producir el contenido –como pudiesen ser inicialmente los portales rusos RT (Russia Today) o Sputnik–; y en segundo lugar, se produciría la difusión y amplificación del mismo, mediante la publicación en redes sociales (Twitter, Instagram, Facebook, etc.), propagándose por servicios de mensajería privada (Whatsapp, Telegram, Kik, etc.), y logrando, en última instancia, ser visible a través de los principales buscadores de Internet (Polyakova y Fried, 2019)[1].
Según un estudio realizado por el Massachusets Institute of Technology, la psicología humana se muestra especialmente predispuesta a favorecer la difusión de las noticias falsas. A través del estudio de más de 126.000 rumores publicados en Twitter, los autores fueron capaces de constatar que este tipo de noticias se extendían hasta 6 veces más rápido que aquellas consideradas verídicas (especialmente las relacionadas con temas políticos) y concluían que las noticias falsas son compartidas en redes sociales un 70% más que las verdaderas (Vosoughi et al, 2018).
Este fenómeno se debe principalmente a tres aspectos. Por un lado, a lo novedoso y sorpresivo de este tipo de contenidos, que atraen la atención del lector gracias al empleo de grandes titulares; por otro lado, a la implicación emocional que este tipo de noticias trata de obtener del receptor[2]; y por último, debido a que el usuario medio confiere mayor credibilidad a los mensajes que recibe si la entidad emisora del mismo posee cierto prestigio o se le atribuye confianza.
Especialmente, debido a que, en el interés de los medios de comunicación nacionales de mantenerse en la vanguardia informativa en tiempo real, esta desinformación raramente suele ser contrastada y en cierta medida éstos aceptan la “realidad” mostrada por desinformadores.
O, dicho de otro modo, además de que el usuario medio interactúa más por intuición y por la coherencia que intuye en el mensaje en correlación a sus propias creencias que por haber investigado sobre el tema, tampoco existen grandes procesos de contraste en la información emitida por parte de los más media.
Una vez el mensaje es validado por los sentimientos del receptor y es considerado verídico, éste lo difundirá nuevamente entre sus contactos, los cuales a su vez, por resultar para ellos confiables dichos emisores, continuarán aceptando la validez de la noticia y con ello contribuirán al ciclo de la redifusión fraudulenta del contenido recibido (Gómez De Ágreda, 2019)[3].
Además, dado que los individuos se comportan de manera diferente al ser partícipes del relato producido y participar de forma activa en su elaboración y difusión, las operaciones de desinformación que buscan influir en la población rara vez tratan de cambiar lo que la gente piensa respecto a un tema, sino que más bien, se intenta que el individuo confirme sus propias creencias al constituirse como parte del relato.
Un ejemplo cercano del potencial que puede llegar a tener la injerencia de la desinformación lo podemos encontrar en la difusión de numerosas fake-news e información directamente falsa entre la población española por parte de diversos grupos y Estados con objeto de erosionar la estabilidad social española, y por ende, europea, a través de la promoción del movimiento independentista catalán.
La cuestión catalana entró en juego para los medios de desinformación rusos a raíz de la anexión de Crimea por parte de Rusia en el año 2014, ya que el Kremlin buscaba legitimar la anexión de la península ucraniana, y Cataluña se convirtió en la excusa perfecta para recordar a la Unión Europea que el fenómeno de los independentismos europeos podía ser su talón de Aquiles[4].
Sin embargo, éste no resulta ser un hecho aislado en la historia reciente de Europa. La guerra de Ucrania ha permitido constatar plenamente a la Unión Europea que, efectivamente, RT y Sputnik han sido –y son– utilizados como “instrumentos de desinformación” por parte de Rusia para recabar apoyo social a la agresión militar y como medio para socavar la paz social de los estados miembros de la Unión.
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