Maskirovka digital: Rusia y la desinformación en la Red

El término maskirovka (маскировка), utilizado por los rusos desde siglos atrás -se codificó como doctrina militar por primera vez en 1920- para referirse a las operaciones militares de decepción o engaño, de desinformación, en definitiva, bien podría ser rescatado para describir parte de las acciones de guerra informativa que Rusia lleva a cabo en la Red. Al fin y al cabo, aunque tuvo en su origen un sentido táctico, centrado en la batalla, desde los años 70 se viene utilizando también a niveles de teatro y estratégico para engañar al enemigo en cuanto a las capacidades políticas y militares rusas o para camuflar sus verdaderas intenciones, multiplicando así los dilemas del contrario y generando lo que Clausewitz denominó «niebla». Por supuesto, y tras acumular décadas de experiencia y de desarrollo doctrinal, las acciones de desinformación rusa en la actualidad van mucho más allá del sentido original de la maskirovka, pero es evidente que todo proviene de un mismo tronco común, de ahí el guiño al famoso concepto. El problema para Occidente es que la combinación de una forma de actuar intrínseca al pensamiento ruso, de la gran experiencia acumulada y de las ventajas de que ofrece Internet, está permitiendo a Moscú lanzar operaciones con una relación coste/beneficio nunca vista.

A pesar de ser un fenómeno cuya antigüedad data de hace más de un siglo, la desinformación no solo es perfectamente actual, sino que ha venido ganando peso gracias a la combinación de las tácticas tradicionales, con la inmediatez y capacidad de difusión de Internet. Se cita en los debates políticos, se percibe con temor en muchas cancillerías occidentales y Bruselas la considera como un peligro para la estabilidad europea. El hype generado por este fenómeno ha motivado que muchos comentaristas la sitúen como uno de los puntales de la doctrina Gerasimov y la guerra híbrida que Moscú está librando contra Occidente a pesar de que estos planteamientos no existen en el pensamiento estratégico ruso. Otros la consideran como algo novedoso por la eficaz explotación de internet, peligroso porque puede explotar cualquier oportunidad – como podría ser la COVID-19 y las campañas de vacunación de muchos países[1] – y alertan de las posibilidades que se abren con el uso de la inteligencia artificial para elaborar deep fakes o chatbots con comportamientos casi-humanos.

Como hemos explicado en la entradilla y en trabajos previos[2], la desinformación rusa no es un fenómeno nuevo. Con todo, es ahora cuando ha multiplicado su alcance al beneficiarse de las infinitas posibilidades que brinda internet. Los agentes e instituciones rusos implicados en en estas acciones han adaptado sus tácticas e instrumentos al mundo digital y han adoptado los vectores y lenguajes propios del quinto dominio. Lo que es más peligroso; han sabido aprovechar las debilidades y contradicciones internas de las sociedades avanzadas para diluir la línea entre los hechos y la ficción y utilizado la libertad de expresión para introducir contenido extremista, una misión para la que la red de redes se ha presentado como el vector más adecuado.

La Federación Rusa es sin duda el actor que mejor está sabiendo explotar factores como la desafección política, la posmodernidad y el relativismo, cada vez más extendidos. Por supuesto, los intentos llevados a cabo por Moscú para moldear las opiniones entre la población de los estados rivales beben de una larga tradición. No solo de cara al exterior, sino también hacia sus propios ciudadanos, por cierto. No hay más que releer a un clásico como el mariscal Sokolovsky (1981), cuando explicaba cómo debía llevarse a cabo la preparación de la población de cara a un hipotético conflicto con el enemigo capitalista. Sea como fuere, sacando el mejor partido de un caldo de cultivo propicio a sus objetivos, Rusia está sabiendo utilizar la desafección política, el relativismo y la posmodernidad para polarizar las opiniones públicas de terceros estados y además, con una notable economía de medios en comparación con épocas pretéritas. Para ello, tal y como sucedió durante la Guerra Fría, donde la desinformación mutó en las medidas activas– que combinaban desinformación, propaganda, manipulación y falsificación documental utilizando una amplia gama de medios de propagación– Rusia ha puesto en marcha un cúmulo de medidas activas digitales, todas ellas con características propias (Global Engagement Centre, 2020) y que contribuyen a hacer más exitosas y rentables sus campañas de guerra informativa.

En otro orden de cosas, al analizar todo lo relativo al uso de nuevas tecnologías por parte de Rusia en sus campañas de desinformación, podemos encontrar interesantes paralelismos con otros ámbitos como la Guerra Híbrida o incluso la adopción de algunas de las tecnologías cardinales de la Revolución en los Asuntos Militares de la Información. En estos casos, después de observar y analizar la forma de proceder de Occidente, Rusia ha sido capaz de extraer sus propias lecciones y llevar a cabo una aproximación hasta cierto punto original, desarrollando sus propias doctrinas y equipos. En lo referente a la desinformación y al potencial de las nuevas tecnologías para influir sobre las opiniones públicas y desestabilizar gobiernos han venido analizando lo ocurrido desde los años 80. Tengamos en cuenta que, desde el punto de vista ruso, la Glasnost de Gorbachov erosionó el monopolio informativo que hasta entonces ostentaba el Kremlin, dejando así la puerta abierta a la penetración de la propaganda occidental. No es cuestión baladí, pues a la postre este error provocaría, según este mismo punto de vista, la caída de la URSS.

Posteriormente –y es un tema que ya se ha tratado en estas páginas-, el periodo de libertad informativa que se vivió en el país entre 1991 y 2000 hizo a la población vulnerable a la manipulación y a las promesas de prosperidad económica. Lo que fue peor, para los intereses del Gobierno ruso del momento: aprendieron amargamente cómo Internet podía usarse para desestabilizar el país y desmoralizar a la población. El ejemplo más claro se vivió a propósito de Chechenia, cuando un adversario militarmente más débil pero informativamente más capaz y dispuesto a aprovechar elementos como la presencia de periodistas independientes, condicionó el desenlace de una operación militar.

Asimismo, muchos pensadores militares añadieron –interpretando los debates estadounidenses sobre la Revolución en los Asuntos Militares– que estas tecnologías permitirían desestabilizar un país en pocos días o derrotar un oponente militarmente más poderoso sin la necesidad de combatir. Tal y como apuntó Gareev (1998), hacia la década de 1990 y a la par que en los EEUU se debatía sobre el potencial revolucionario de las plataformas furtivas, los sensores avanzados y las armas inteligentes en los conflictos futuros, los teóricos militares rusos centraban sus esfuerzos en intercambiar escritos sobre los efectos disruptivos de la informatización sobre las fuerzas armadas. Transcurrida una década, mientras Washington aprovechaba su supremacía tecnológica para desarrollar sus propias cibercapacidades, Moscú ya había madurado la guerra informativa y la había probado en Estonia y Georgia -recordemos los ciberataques de 2007 sobre el primer país y al año siguiente sobre el segundo-, extrayendo lecciones e identificando vectores que aplicaría posteriormente en Crimea, Ucrania o Siria, en sucesivas campañas.

Estos factores motivaron la elaboración de la primera Doctrina de Seguridad de la Información y la ejecución de una amplia batería de medidas encaminadas a blindar el espacio informativo ruso frente a cualquier amenaza interna e injerencia externa (Tarín, A. et al., 2018). Esto último se plasmaría en el control de las licencias de radiotelevisión y los servicios de telefonía e internet, la vigilancia de la actividad de asociaciones y organizaciones extranjeras en territorio ruso, la promoción del desarrollo de hardware y software nacional o la creación de una muralla digital aparentemente inexpugnable para proteger la moral, cultura y estabilidad social rusa frente a cualquier amenaza interna o externa. También en el desarrollo de la guerra informativa (Colom, 2019), relevante para la configuración de las “guerras de nueva generación” y uno de los fundamentos de los conflictos futuros.

Desinformación: agentes y vectores empleados por Rusia

Sea como fuere, desde aproximadamente el cambio de siglo –se tiende a situar el ascenso de Putin al poder como punto de inflexión– la desinformación ha ido adaptando progresivamente instrumentos como los medios de comunicación, los agentes de influencia o los colaboradores, caso de los proxies y las organizaciones pantalla (Polyakova, A y Boyer, S., 2018) a estas tareas. Eso sí, conviene ser cautos, pues como explican estos autores, es imposible concluir que todos estos agentes y cada iniciativa relacionada sea un vector de las medidas activas destinado a diseminar desinformaciones, falsificaciones, manipulaciones o datos personales obtenidos de forma ilegal (por ejemplo, mediante phishing) para debilitar a sus adversarios políticos tanto en el mundo digital como en el físico.

Sumado a lo anterior, Rusia también está explotando otros vectores y lenguajes característicos del entorno virtual, no escatimando esfuerzos en aprovechar cada resquicio que la evolución de Internet ofrece. Así, si bien los medios de comunicación continúan siendo fundamentales, las tácticas han ido evolucionando y su alcance creciendo. Como sabemos, Moscú dispone hoy en día de medios y plataformas multilingües con fuerte presencia en línea y segmentadas en función de sus audiencias tipo (así podemos diferenciar medios como la agencia TASS o Russia Beyond de otros como Sputnik o RT). Pensados en inicio como una herramienta más de poder blando destinada a promover la imagen de Rusia en el extranjero, a la vez que servían para erosionar el monopolio informativo occidental, son utilizados por el Kremlin para difundir propaganda gubernamental y actuar como altavoz de otras actividades en blogs o redes sociales. Sus narrativas muestran distintos niveles de sofisticación y pueden usar una amplia gama de expertos y comentaristas para otorgar credibilidad a la desinformación (Abrams, 2016).

La negación plausible y la dificultad en la atribución son siempre máximas a perseguir en este tipo de acciones. De ahí que Rusia recurra a medios clandestinos para difundir propaganda gris o negra, en tanto su coste es muy reducido, son fáciles de replicar de ser necesario y resulta complicado demostrar fehacientemente quién está detrás. Para ello suelen confiar en plataformas de periodismo alternativo susceptibles de difundir bulos o falsificaciones con origen en otras webs o blogs (Jeangène, J. et al., 2019). Dentro de este grupo podrían incluirse aquellas plataformas que publican material reunido a partir de medios o procedimientos ilícitos como DCleaks – creada por la inteligencia rusa para apoyar el hack&leak del partido demócrata estadounidense – o la archiconocida Wikileaks, cuya historia ha desgranado recientemente Tomas Rid (2021). Aunque no existen vinculaciones concluyentes entre esta última plataforma y el Kremlin, algo en lo que incide este autor, sí que diseminó documentación obtenida ilegalmente por el Directorado Central de Inteligencia (GRU) para influir en los comicios presidenciales estadounidenses de 2016 del Departamento de Justicia de los EEUU publicado en 2019.

En relación con lo anterior, Rusia está demostrando también una importante capacidad a la hora de aprovecharse de todos aquellos medios afines susceptibles de dar difusión, en muchas ocasiones de forma involuntaria y por mera afinidad ideológica, a las narrativas rusas. En este sentido, la crisis del periodismo tradicional, la necesidad de obtener ingresos a toda costa estableciendo para ello nuevos modelos de negocio y la difusión de contenidos sin verificar para mantener el ciclo informativo, visibilizar el medio, maximizar el tráfico u obtener clickbait son todo un filón. Lo mismo que los cada vez más bajos estándares éticos o la incapacidad para cotejar cada noticia o contenido, algo que Rusia aprovecha, generalmente a través de proxies, para implantar desinformación y falsificaciones en estos medios neutrales (Helmus, T. et al., 2018).

No son los únicos vectores utilizados por Rusia. También los agentes de influencia y los colaboradores típicos de la Guerra Fría se han adaptado a los nuevos tiempos y cada vez son más las personas con proyección pública o autoridad en su disciplina que difunden las narrativas pro-rusas y que aprovechan la gran visibilidad que les ofrecen medios como la televisión o la Web. Ello no significa que cualquier actor que explique, relativice o contextualice las actividades rusas pueda desacreditarse acusándole de colaborador. Ciertamente, algo similar podría decirse de los actores que diseminan voluntaria o involuntariamente narrativa antirusa. Sin embargo, en muchos casos sí que buscan diseminar información sesgada, además en un contexto en el que ya no hay una distinción tan clara como durante la Guerra Fría, cuando los relatos eran perfectamente identificables. En cualquier caso, como antaño, los agentes de influencia continúan llevando a cabo su tarea colaborando en medios de comunicación y con una activa participación en redes sociales gracias a la cual diseminan propaganda revestida de aparente objetividad e interactúan con sus seguidores para modelar el debate e influir en la opinión pública.

Otro grupo de actores que sirven a los intereses rusos y a su maskirovka digital son los hackers. Como sabemos, desde Rusia se están utilizando herramientas del mundo virtual para incrementar los efectos de sus campañas de medidas activas y dificultar la atribución de responsabilidades. Grupos de hackers tan conocidos como Fancy Bear o Cozy Bear han sido relacionados en numerosas ocasiones con la Agencia Federal de Seguridad (FSB), el Servicio de Inteligencia Extranjera (SVR) y el GRU y son utilizados por estos organismos para, entre otras cosas, obtener información sensible (Villalón, 2016). El uso que posteriormente se hace de esta información también es interesante, pues no siempre se trata del clásico espionaje, en el que la opción de datos sobre tal o cual personaje o actividad es un fin en sí mismo, sino que también se emplea dicha información para extorsionar o difamar a la víctima. Una vez más, no es algo totalmente nuevo; un ejemplo de libro de un hack&leak físico podría ser el intento de infiltración de la KGB en el partido republicano para obtener información que pudiera comprometer a Ronald Reagan e influir en los comicios presidenciales de 1984. Una operación que se habría llevado a cabo, además, junto con la popularización del eslogan “Reagan means war”, la difusión de bulos sobre sus supuestas actividades ilícitas y simpatías con macartismo o la crítica a su política exterior, responsabilizándole de la carrera de armamentos y las tensiones con los aliados o su apoyo a regímenes autoritarios. A día de hoy, en un entorno digital, esta técnica entraña el acceso y filtración de los datos obtenidos en foros, agregadores de noticias, plataformas específicas o medios de comunicación y su posterior amplificación mediante campañas en redes sociales. En tiempos en los que la información se disemina con total inmediatez y posteriormente es muy difícil de hacer desaparecer, resulta muy tentador amenazar mediante este tipo de tretas a objetivos sensibles y también muy rentable.

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