La gestación del programa submarino S80 ha sido, si cabe, más larga y compleja de lo que habitualmente se admite. De hecho, no comienza en 1989, como figura en la web de la Armada, sino a principios de esa década. Fue entonces cuando, entre otras opciones, se consideró muy seriamente desarrollar un submarino nuclear para el que incluso se llegó a acuñar un acrónimo: el SUBESPRON (SUBmarino ESpañol de PROpulsión Nuclear).
- Programa S-80 – Introducción
- Programa S-80 – El SUBESPRON, un submarino nuclear para España
- Programa S-80 – La ruptura con DCN
- Programa S-80 – La evolución del programa
- Programa S-80 – Los múltiples problemas del AIP
- Programa S-80 – Los problemas de sobrepeso
- Programa S-80 – El impacto industrial
- Programa S-80 – La elección del sistema de combate
- Programa S-80 – El sistema de combate (I)
A pesar de que los estudios preliminares oficiales para el submarino S80 tuvieron lugar oficialmente entre 1989 y 1991, la historia del programa se remonta algunos años atrás, pues los primeros pasos se dan coincidiendo con la entrada en servicio de la primera unidad de la clase Galerna (Agosta). A nadie debe extrañar, pues es común que cuando se pone en el agua una nueva serie de buques, se esté ya trabajando en la siguiente.
Por situar el contexto histórico, la orden de ejecución del S-71 data de mayo de 1975, cuando todavía existía el Ministerio de Marina, encabezado por el almirante Gabriel Pita da Veiga. La botadura se produjo el 5 de diciembre de 1981 y la entrega a la Armada tuvo lugar el 21 de enero de 1983, siendo entre ambas fechas cuando comienza a estudiarse cuál podría ser la mejor opción para la siguiente clase, destinada a relevar a los Delfín. Es, también, un momento de cambios drásticos en la política militar española, ya que a la muerte de Franco se inicia la Transición, que no solo supuso la aprobación de una Constitución (1978) y las primeras elecciones posteriores a la Guerra Civil, sino una reorganización completa de la Defensa.
Es en estos años cuando se unifican los tres ministerios hasta entonces existentes (Marina, Ejército y Aire) en la figura del nuevo Ministerio de Defensa y en la persona del general Manuel Gutiérrez Mellado. Además, son años tumultuosos en los que se suceden, entre 1977 y 1982, cuatro ministros diferentes (Mellado, Rodríguez Sahagún, Oliart y Serra). El periodo de inestabilidad concluye en 1982 cuando se produce la llegada del PSOE al poder y de Narcís Serra i Serra a la cartera de Defensa, mandato que se extenderá hasta 1991.
Volviendo al terreno de las plataformas, la Armada Española debía comenzar a pensar en los hipotéticos sustitutos de los S-60, submarinos estos construidos en España bajo licencia y diseñados por la francesa DCN. Los Delfín, que habían entrado en servicio entre 1973 y 1975, fueron diseñados con una vida útil estimada en torno a las tres décadas, por lo que la llegada de su reemplazo debía producirse, de forma ideal, durante la primera década del presente siglo.
Es así como se establecen en el seno de la Armada varios grupos de trabajo dedicados a distintas líneas de investigación y alguno de los cuales, como el que trataremos hoy, finalizó su trabajo antes del oficioso Plan ALTAMAR (1990). La misión de estos equipos no era otra que definir las características más básicas de la futura clase, como su propulsión, las misiones que debería acometer y el tipo y tamaño de buque necesario para ello, así como el armamento que debería portar. Para ello, se tantearía el mercado internacional, se haría labor de prospectiva, se establecerían contactos con otras empresas y países y se valorarían los pros y contras de cada opción atendiendo no solo a las capacidades del futuro submarino sino también a su coste, disponibilidad o riesgo tecnológico y a las capacidades industriales del país.
En este último caso, si bien nadie dudaba, después de los hitos alcanzados en las décadas previas, de la capacidad de la Empresa Nacional Bazán para ensamblar los futuros submarinos, pasar de constructor (y solo parcial) a diseñador, constituía una apuesta arriesgada. No parece que fuese el plan inicial, como veremos en este y en próximos capítulos. De hecho, todo indica que la idea inicial era mantener la provechosa colaboración con Francia y la gran duda se relacionaba con el tipo de propulsión y no con el socio. Aun así, como suele hacerse, se exploraron todas las posibilidades.
Por otra parte, no debemos olvidar que la segunda mitad de los años 80 fue un periodo convulso y que a nivel global se vivió un terremoto geopolítico sin precedentes desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Efectivamente, el colapso soviético, que para muchos estudiosos era ya una obviedad a mediados de los 80, alteró por completo el panorama defensivo, trastocando todos los planes de los estados mayores occidentales y provocando un recorte generalizado del gasto bélico en los años siguientes a la caída del Muro de Berlín.
España, aunque la existencia de los PEA (a partir de 1997) ha servido para enjuagarla en parte, sufrió como sus socios una dramática reducción presupuestaria, pasando de invertir el 2,12% del PIB en Defensa en 1985 al 1,16 % solo una década después.
El cataclismo geopolítico y su consecuencia inmediata, «los dividendos de la paz» influyeron quizá más que cualquier otro factor en la decisión de dar carpetazo a la idea de dotar a la Armada Española de una pareja de submarinos de ataque de propulsión nuclear. Algo lógico, si tenemos en cuenta que los estudios preliminares oficiales -que rompen con buena parte de lo anterior- coincidieron con la caída del Muro de Berlín (1989) y la desaparición de la Unión Soviética (1991). Sin embargo, no debemos adelantar acontecimientos.
¿Necesitaba España el SUBESPRON?
Uno de los mayores problemas a la hora de elaborar una historia del programa S-80 lo más completa posible es que buena parte de los responsables de los estudios realizados a mediados de los 80 ya han fallecido. Es, por tanto, muy complicado establecer a ciencia cierta cuáles eran las distintas sensibilidades dentro de la Armada respecto a cómo deberían ser los nuevos submarinos. El lector debe entender que los oficiales que vivieron aquella época y siguen con vida, eran alféreces de fragata o de navío. En el mejor de los casos hablamos de tenientes de navío o capitanes de corbeta y, por tanto, tampoco tenían ese tipo de responsabilidad. Sin embargo, es posible delimitar dos corrientes de opinión básicas, algo muy común cada vez que surge una RMA (Revolution in Military Affairs o Revolución en los Asuntos Militares), como la que provocaron en este caso las armas nucleares y algo también, por cierto, que ocurrió con la invención del submarino:
- Rupturistas: Quienes defendían que España necesitaba de submarinos de propulsión nuclear incluso sin disponer de armamento atómico o de los vectores necesarios para utilizarlo. Hay que entender que España había ansiado la bomba desde tiempo atrás e invertido ingentes cantidades de dinero en un programa nuclear civil propio susceptible de militarizarse. Existía, por tanto, cierto componente cultural, por decirlo de alguna forma, en el seno de la Armada, siendo el máximo exponente el almirante Carrero Blanco hasta su asesinato en 1973. A partir de ahí, los defensores de contar con submarinos de propulsión nuclear e incluso armamento atómico siguieron siendo varios, aunque el empeño por hacerse con «la bomba» fue perdiendo apoyos. También es importante valorar la influencia que pudo tener para muchos la reciente experiencia de las Malvinas (1982), cuando los SSN británicos lograron, tras el hundimiento del ARA General Belgrano, alejar a la Armada Argentina de las islas. Por último, había presión por parte de Francia para compartir tecnología nuclear con España -se venía haciendo desde décadas atrás- y formar un eje dentro de la UE (España se sumaría en 1986 a la Comunidad Europea). Seguramente la intención francesa era convertir a España en un cliente más que en un socio de esta particular industria, con todas las servidumbres que ello implica, pero para muchos no dejaba de ser una idea atractiva, pues pesaba más el peso internacional que confería la posesión de esta tecnología que cualquier otro aspecto derivado de su tenencia, incluidas las trabas que pudieran poner aliados como los EE. UU.
- Continuistas: Este grupo abogaba por mejorar lo que ya se tenía, partiendo de un diseño válido, como los Agosta, para lograr un submarino convencional pero con capacidades oceánicas. Tampoco debemos olvidar que entre 1982 y 1984 Bazán y DCN formaron el denominado como «Proyecto Bipartito», que buscaba «un submarino muy silencioso, de unas 2.400 toneladas de desplazamiento en superficie, 76 metros de eslora, gran autonomía, capacidad de disparo de torpedos y misiles tácticos y una dotación reducida (35 hombres) gracias a una alta automatización» según se explica en «S-80, Presente de un submarino para el futuro». Los partidarios de este punto de vista, que finalmente fue el que se impuso hasta que las circunstancias provocaron un nuevo giro en el guión, entendían que el país no podía asumir el diseño de un submarino sin un socio tecnológico que aportase el know how necesario.
Por supuesto, ninguno de los dos grupos era un compartimento estanco. De hecho, dentro de cada uno de ellos había posturas muy diferentes. Con todo, la clasificación resulta útil para entender el tipo de discusiones que se dieron en los años 80 en el seno de la cúpula militar. A buen seguro, además, ganaron en intensidad cuando los ministerios dejaron de ser tres para estar encabezados por una única persona y además, a partir de Rodríguez Sahagún, civil.
Ambas posturas tenían su lógica si atendemos a la evolución en cuanto a medios navales vivida por el país en los años previos. A mediados de los 80, España contaba con una Armada puntera que pronto se vería reforzada con la entrada en servicio del portaaviones Príncipe de Asturias y la creación de los grupos ALFA y DELTA de la Flota (1988). Centrada en defender el eje Baleares-Estrecho-Canarias (que tres décadas después vuelve a ser de vital importancia), la Armada disponía de una flotilla submarina dotada entonces con 8 submarinos de propulsión convencional relativamente capaces (el S-74 Tramontana se entregó en 1985). Podemos afirmar sin ningún género de dudas que el arma submarina estaba en su mejor momento histórico.
Cumplido en lo referente a esta el PLANGENAR (PLAN GENeral de la ARmada) de 1977, que establecía la construcción del S-73 Mistral y del S-74 Tramontana para sustituir al Cosme García (S-34) y al Narciso Monturiol (S-35), de la clase Guppy, el futuro se presentaba halagüeño y permitía fantasear con disponer de submarinos con verdadera capacidad oceánica en la primera década del S. XXI.
Teniendo en cuenta las amplias zonas marítimas que debía -y debe- defender España, y también la creciente implicación en organismos y misiones internacionales (España entra en la OTAN en 1982 y en la UE en 1986), la Armada Española del futuro debería contar con una flota equilibrada y compuesta principalmente por buques de gran porte y autonomía. Dicho de otra forma, debería convertirse en una auténtica flota de «aguas azules».
Esto que ahora consideramos como algo normal no lo habían conseguido ni el Plan Naval de Carrero Blanco de 1965, ni el de Barbudo de 1971, ni el de Pita da Veiga de 1973. Por su parte, el PLANGENAR (1977), del que hemos hablado, como mucho aspiraba a una armada de «aguas verdes», pues ni los dos últimos S-70, ni los patrulleros de la clase Anaga aportaban verdaderas capacidades oceánicas, a pesar de la excelente autonomía y velocidad de los Galerna. En verdad, el reducido espacio disponible para la tripulación convertía en una odisea cualquier travesía de larga duración para sus 60 ocupantes, mientras que el escaso tiempo que podía permanecer en inmersión profunda (sin utilizar el snorkel) suponía un hándicap desde el punto de vista táctico.
El orden internacional unipolar surgido tras la Guerra Fría, por contra, podría obligar a los buques españoles a actuar muy lejos de nuestras fronteras. Esto podría darse bien formando una fuerza de tareas en torno al Príncipe de Asturias, bien integrando unidades de la Armada en grupos multinacionales (ocurrió en Cadex ’91-1 durante la Guerra del Golfo). En cualquier caso la tendencia era clara y parecía obvio que en el futuro España necesitaría submarinos muy diferentes a los operados hasta entonces, pensados más bien para operaciones en aguas restringidas.
Los futuros submarinos debían, por tanto, cumplir con las siguientes misiones que explica la armada en su página web y que ya se tenían claras mucho tiempo atrás:
- Proyección del poder naval sobre tierra.
- Protección de una fuerza desembarcada.
- Vigilancia litoral y oceánica.
- Ataque o protección de una fuerza naval.
- Disuasión de una fuerza naval hostil.
Todo ello sabiendo que deberían hacer frente, tanto en teatros oceánicos como de litoral a amenazas como:
- Campos minados.
- Buques de superficie, con sonares activos y pasivos.
- Aeronaves antisubmarinas, con radar, sonoboyas activas y pasivas y sonar por cable.
- Submarinos nucleares y convencionales de diseño avanzado.
Para lograr todo lo anterior, los S-80 debían contar, al menos, con las siguientes características, ampliadas respecto a las que recogen los documentos «S-80, Presente de un submarino para el futuro», publicado en su día por Infodefensa y «Funcionamiento AIP», publicado por la Armada Española, así como de varias entrevistas personales con oficiales que han servido en submarinos:
- Autonomía: Debían contar con una gran autonomía no solo en superficie o navegando a cota snorkel, sino también en inmersión profunda, lo que obligaba a buscar métodos que permitiesen mejorar esta capacidad respecto a los SSK operados hasta la fecha.
- Velocidad: Una velocidad de crucero elevada, que permitiese llegar allí a donde fuese necesario en un tiempo prudencial, además de seguir el ritmo de las unidades de superficie no solo españolas, sino de los aliados, era indispensable. Esto tendría incidencia no solo respecto a la propulsión, sino también respecto al diseño, que debía minimizar la resistencia hidrodinámica. Téngase en cuenta que lograr la velocidad necesaria para seguir por ejemplo a una Task Force norteamericana es harto difícil, al ser su velocidad máxima de más de 30 nudos en el caso de los cruceros clase Ticonderoga, los destructores Arleigh Burke o los portaaviones clase Nimitz. Aunque no se pretendía llegar a esos extremos, que solo están dentro de las posibilidades de los SSN, sí debían acercarse lo más posible.
- Maniobrabilidad: A pesar de ser un buque oceánico, debía ser lo suficientemente ágil como para moverse con seguridad en las aguas del Estrecho, entre las islas y en el Mediterráneo.
- Sigilo: Todas las firmas del buque (térmica, acústica, electromagnética y electrostática) debían reducirse al mínimo para limitar las posibilidades de ser descubierto y poder aprovechar, en la medida de lo posible, el complejo relieve submarino de nuestras ZEE.
- Desplazamiento: Habría de ser notablemente mayor que el de la clase Galerna (1.500 toneladas) tanto para permitir una mayor autonomía (lo que supone más combustible y espacio para baterías) como para mejorar las condiciones de vida de la dotación, permitir la estiba de más armamento y la inserción de equipos de Operaciones Especiales.
- Electrónica de última generación: Desde los sensores acústicos y electroópticos al sistema de combate que debía gestionar los datos recogidos, todos los equipos debían ser punteros, lo que llevaría a una amarga disputa con DCN, empresa que ofrecía su sistema SUBTICS, aspecto que analizaremos más adelante.
- Capacidad de ataque a tierra: La última etapa de los estudios preliminares finalizaría coincidiendo prácticamente con la Guerra del Golfo (1991), en la que la US Navy empleó por primera vez una docena de misiles Tomahawk de lanzamiento submarino desde los USS Pittsburgh y USS Louisville de la clase Los Angeles. Resulta indudable que su efectividad y las posibilidades que permitían influyeron sobre una Armada que vio en ellos la posibilidad de multiplicar las capacidades estratégicas de los futuros submarinos españoles a un coste aceptable.
Todo lo anterior ayuda también a justificar que a mediados de los 80 se estudiase con ahínco la opción nuclear, pues al menos sobre el papel un diseño como el SSN Rubis galo (ex-Provence y entregado a la Marine Nationale en 1983), realizado sobre la base de los Agosta, era el que más cerca estaba de cumplir con todos estos requisitos.
¿Un submarino S80 nuclear para la Armada?
La primera decisión a tomar a la hora de esbozar cómo deberían ser los futuros submarinos, tenía que ver con la propulsión, característica que impondría el resto de aspectos del diseño. Dentro de lo difícil de la elección, tocaba determinar si España se unía al selecto club de operadores de submarinos de propulsión nuclear o, incluso, al todavía más reducido grupo de fabricantes de este tipo de ingenios.
Si bien centrales nucleares como José Cabrera-Zorita (inaugurada en 1969), Almaráz I (1983) y Almaráz II (1984), Ascó I (1984), Ascó II (1986) y las central de Trillo y Vandellós II (1988) cuentan con reactores de agua a presión (PWR), estos no eran de origen español. Es cierto que el país contaba -y cuenta- con un buen número de físicos e ingenieros con formación y experiencia suficiente como para replicar estas tecnologías, en el caso de las plantas nucleares civiles, pero esto no es extrapolable al terreno submarino, entre otras, por las siguientes razones:
- En primer lugar, construir un reactor apto para propulsar un submarino implica una compleja miniaturización que no está al alcance de todos, máxime si se prende integrar un reactor y sus sistemas auxiliares en un casco de medidas limitadas.
- Por otra parte, los requisitos de seguridad son muy elevados y el compartimento que aloja el reactor debe estar convenientemente protegido y dimensionado, lo que supone que en los SSN hasta una cuarta parte del desplazamiento total del buque estén relacionados con el sistema de propulsión, debido entre otras cosas a la necesidad de aislar el reactor. Esto impone unos volúmenes mínimos que afectan a la eslora, la manga, el calado y el desplazamiento. De hecho, diseños como los Rubis (apenas 2.600 toneladas en inmersión) son una excepción, lo que los hace si cabe más meritorios.
- Además del submarino, es necesario construir al menos una réplica funcional del reactor basada en tierra para formar al personal, con la consiguiente inversión, o bien desviar al personal a las instalaciones de un socio tecnológico, lo que aumenta la dependencia.
- La selección del personal se dificulta y encarece, al necesitarse titulaciones muy específicas que no son las normales del Cuerpo de Ingenieros de la Armada, como Propulsión o Arquitectura naval.
- Aunque se pueda afrontar la construcción, el coste del ciclo de vida se multiplica, al ser necesario contar con medios específicos para tratar el combustible y los residuos que se generan por el proceso de fisión. Esto habría supuesto, entre otras cosas, una reforma radical de la base de Cartagena, que hubiese dejado en nada la acometida en los últimos años (y que bastante escándalo supuso, a cuenta de los errores periodísticos).
- La propulsión nuclear obliga a funcionar con una planificación cradle-to-grave en la que el proceso de desmantelamiento esté perfectamente diseñado y presupuestado desde el primer momento. Dicho de otra forma, sería impensable que ocurriese algo como lo sucedido con el Príncipe de Asturias, adjudicado a una empresa turca (y su socio español) por apenas 2,4 millones de euros para su desguace. Muy al contrario, en lugar de ingresar una pequeña cantidad, la factura para la Armada habría sido al menos de un orden de magnitud mayor.
- En un caso como el español, que depende de terceros para la adquisición de Uranio-235 (aunque por entonces todavía estaba abierta la mina de Saelices el Chico, en Salamanca, que cerró en 2001), este es otro factor a tener en cuenta. España, efectivamente podía producir uranio, pero no enriquecerlo a los niveles de 3-5% propios de una central nuclear civil y mucho menos al 20% necesario para un reactor PWR naval típico.
- Por último, y como apunte (aunque no era un tema especialmente relevante a la hora de tomar la decisión de dotarse -o no- de SSN) y respecto a los residuos, existía también una importante -y cara- problemática: Una pequeña parte de los generados por nuestras centrales nucleares están en el extranjero (algo de Zorita y Garoña en el Reino Unido y 19 m3 procedentes de Vandellós I en Francia), mientras que el resto del combustible usado de los 7 reactores actualmente en servicio está en sus respectivas piscinas y ATIs (Almacén Temporal Centralizado) a la espera de una solución. Es la consecuencia de carecer de un almacén nuclear propio, pese a las decenas de millones que se llevan invertidas en el proyecto de Villar de Cañas (Cuenca).
Una vez visto lo problemático que resulta implementar un programa de submarinos de propulsión nuclear podemos volver a la historia submarino nuclear español que nunca fue.
En el número 250 de la Revista General de Marina, Albert Campanera i Rovira nos explica, en un artículo titulado «Los submarinos que pudieron ser españoles (1918-1985)», cómo llegados al ecuador de la década de los 80 comenzaron a difundirse, en la prensa española, noticias sobre la posibilidad de que la Armada llegase a contar con submarinos de propulsión nuclear. De esta forma, y según este autor, la clase Agosta, era:
«[…] la puerta de acceso natural para la realización de un submarino de propulsión nuclear, siguiendo los mismos pasos que la Marine Nationale Française había efectuado con excelentes resultados. Este buque, al igual que los dos tipos precedentes de patente francesa, debería ser el Améthyste (acrónimo de Ameliorament Tactique, Hidrodynamique, Silence, Transmisión, Écoute) quinto de la clase Rubis, que encabezaba la segunda serie de submarinos nucleares de ataque (SNA) compuesta por dos unidades».
Esto, aunque desconocido para el gran público, es algo sabido por la mayor parte de expertos y marinos españoles. Es, además, un extremo que tuvimos ocasión de confirmar hace dos años gracias al general de división Guillermo Velarde, uno de los mayores expertos en energía nuclear que ha alumbrado nuestro país. El general Velarde no solo nos habló de los estudios que se llegaron a realizar en España encaminados a valorar a posibilidad de desarrollar un genuino SSN patrio, sino que nos remitió a Carolina Ahnert, quien tomó parte en los mismos.
La profesora Ahnert, Catedrática de Ingeniería Nuclear de la Universidad Politécnica de Madrid y Doctora en Ciencias Físicas por la Universidad Complutense, tuvo a bien explicarnos que la razón última por la que la Armada y el Ministerio de Defensa renunciaron a este tipo de propulsión no fue técnica, sino presupuestaria, ya que el coste de implantar esta tecnología en España hubiese ido mucho más allá de lo que Defensa estaba en condiciones de asumir.
En concreto, fue en 1983 cuando la Junta de Energía Nuclear (organismo creado en 1951 y antecesor inmediato el actual CIEMAT) reunió un comité de expertos, entre los que se encontraba la profesora Ahnert. En este grupo de trabajo también tomarían parte varios civiles más, así como personal de la Armada Española, caso del doctor y contraalmirante (por entonces teniente de fragata) ya fallecido Guillermo Leira Rey, ingeniero de armas navales que participó en todo lo relativo al SUBESPRON o SUBmarino ESpañol de PROpulsión Nuclear (no hemos podido confirmar que la Armada llegase a utilizar este acrónimo de forma oficial).
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