A principios del Siglo XX, soñadores como Isaac Peral, Ricardo de la Cierva o el coronel Costilla fueron capaces por sí solos –con la ayuda de pequeños equipos de trabajo–, de crear asombrosas máquinas como un submarino, el autogiro o la primera dirección de tiro de costa. Un siglo después, los sistemas militares se tornan cada vez más complejos conforme las nuevas tecnologías encuentran espacio para integrarse en sistemas de sistemas hiper conectados y dotados de inteligencia artificial. En la ingeniería militar del S. XXI, el genio deja paso al equipo y el combatiente pierde protagonismo para delegar parte de su trabajo en la máquina
Los modernos sistemas militares, por citar un ejemplo, los robotizados “no tripulados” o “telecomandados”, requieren desarrollos multidisciplinares realizados por equipos heterogéneos y diversos que aplican metodologías contrastadas donde la incertidumbre es omnipresente. Los plazos se acortan, la exigencia aumenta, la complejidad y la calidad se tornan irrenunciables, y aspectos como la fiabilidad, el costo del ciclo de vida, el mantenimiento predictivo y la obsolescencia son características que hay que gestionar desde la idea al concepto, desde éste al sistema, y de él a la operación ventajosa frente a los medios del enemigo, cada vez más indefinido y sorprendente.
El ingeniero del Siglo XX y principios del actual adquiría la capacidad técnica y la facultad de ejercer la profesión al recibir un título universitario que le habilitaba para responsabilizarse de ciertos proyectos. Eso hoy ya no es suficiente; ya no se trabaja individualmente en casi ninguna de las facetas de la ingeniería. Hoy en día la pregunta no es: ¿qué eres? o, ¿qué título tienes?, sino ¿qué sabes hacer? Esta idea del trabajo en equipo antes que el individual y de la formación continua en nuevas metodologías y tecnologías, como la dirección de proyectos y la ingeniería de sistemas, es algo que los veteranos de la ingeniería hemos aprendido con el tiempo.
Es un hecho que muchos ingenieros militares, incluso los más jóvenes, se creen investidos de autoridad técnica porque en su día una Escuela les dio el título de ingeniero y con ello, la capacidad y la facultad para ejercer. Es como si continuasen anclados en el Siglo XIX y sus conocimientos les hubiesen ungido en el momento de recibir el diploma habilitante.
El ingeniero se hace con el ejercicio profesional, los errores y los aciertos. Para ello precisa de curiosidad intelectual por seguir aprendiendo, no sólo en los másteres y los cursos de especialización, sino también en la vida y en el ejemplo de sus mayores que, por cierto, demasiado a menudo son “gallos de corral” obsesionados por exhibir sus conocimientos sin darse cuenta de que su misión más trascendente es formar a sus subordinados y hacerles crecer personal y profesionalmente.
Lamentablemente, la escasez de ingenieros en el Ministerio de Defensa hace que éstos se desarrollen en nichos tecnológicos aislados, que se encasillen en ciertos sistemas y que dependan de jefes ajenos al mundo de la ingeniería y la técnica. De alguna manera, estamos formando lobos esteparios que, en cuanto tienen cierta continuidad en los destinos, se hacen los “amos”, de manera que pierden su papel como directores técnicos, que no es otro que el ser parte de la solución técnica de cada contrato, para erigirse en una especie de interventores “pasa o no pasa” acabando como parte del problema en numerosos expedientes de contratación. De esta manera afianzan su esfera de poder y control y se hacen temer por los suministradores y administrados, exigiendo más allá de lo que la lógica aconsejaría. Es más importante el pliego, el contrato o la norma que proporcionar soluciones útiles a los usuarios finales, que permanecen ajenos al proceso de adquisición y sus problemas como pacientes sufridores de estas pírricas batallas en el seno del órgano de contratación.
De estas situaciones viciadas provienen las mil trabas administrativas de muchos concursos (se sobre-especifica innecesariamente), la arbitrariedad a la hora de interpretar los resultados de las pruebas y la sobre-exigencia en las licencias y trámites administrativos, la obligatoriedad innecesaria de cumplir cierta normativa u otra y el agravio comparativo que ello supone para los fabricantes españoles frente a los competidores extranjeros.
Como le dije en una ocasión a un funcionario: en España es más fácil importar que fabricar; parece que les gusta que el IVA y el IRPF lo cobren otros estados, aunque el español es el que paga vuestros sueldos.
No quiero poner ejemplos; tengo muchos. Deberíamos cambiar muchas cosas en la ingeniería militar y, por ende, en nuestra influencia sobre los procesos de contratación; no es suficiente la capacidad y la facultad. Hay que trabajar para impulsar la industria española partiendo de la exigencia y el sentido común. Si esto no lo entendemos, ¡que inventen ellos! como diría de nuevo el universal don Miguel Unamuno.
Como repito siempre que tengo ocasión, las administraciones públicas no tienen que comprar lo mejor, sino lo conveniente para España si es adecuado para satisfacer la necesidad del usuario. Dicho de otra manera: el precio de un suministro no se limita al valor económico de la oferta, también al lugar en que el suministrador paga sus impuestos, algo que supone SIEMPRE una rebaja sobre el precio final en el caso de los nacionales.
Pondré un ejemplo: se requiere un suministro de 2 M€. Hay una oferta por 1,9 M€ de una compañía extranjera y 1,98 M€ de una española. Haciendo unos pequeños números, y eliminado el IVA de la ecuación, es posible que debido a la cuantía del suministro el impuesto de sociedades pagado por la firma española se incremente en 80 K€. Sus 200 trabajadores han dedicado el 10 % de sus horas anuales a este contrato en particular, por lo que el 10 % del IRPF total y de las contribuciones a la seguridad social se elevan a unos 100 k€, es decir, el coste real para España resulta ser de:
1,98 M€ – 0,08 M€ – 0,1 M€ = 1,8 M€
Es decir, una oferta global para el Estado español de 100.000 € por debajo de la entidad extranjera. A lo que habría que unir los costos de garantía y mantenimiento posterior, mucho más ventajosos en el caso de la firma española por proximidad. No menciono los certificados que suelen acompañar a los productos extranjeros, carentes del cercano control de las autoridades españolas.
En resumen: más sentido común, más apoyo a la industria nacional (a imagen y semejanza de Francia, Alemania…) y más humildad en los responsables técnicos respecto a los cumplimientos contractuales. Los ingenieros militares debemos ser proactivos en la defensa de nuestra industria formando parte de la solución y nunca del problema, lo que requiere una cierta actitud resolutiva y el uso del conocimiento a favor del contrato y no como seña personal.
Siempre he tratado de destacar la trascendencia que para el sector industrial de Defensa y Seguridad tiene la ingeniería militar al asumir desde el inicio la responsabilidad de fijar el alcance y ciclo de vida de los sistemas. De los ingenieros depende la transformación y trazabilidad de las necesidades operativas en especificaciones técnicas, el riesgo asumido en el proceso y la bondad del resultado de las adquisiciones.
Hoy me gustaría resaltar las diez competencias o rasgos de carácter que desde mi punto de vista deberían adornar al ingeniero militar para el óptimo desarrollo de sus funciones en un mundo hiperconectado y cambiante. Esforzarse en incrementar las cualidades personales y en minimizar los rasgos negativos requiere dedicación y voluntad.
Mejorar hará que nuestro servicio a España y a nuestras Fuerzas Armadas proporcione mayor valor añadido conforme modelamos el carácter y acumulamos práctica y experiencia, más valiosa cuando provenga de los errores propios y ajenos que el ejercicio profesional conlleva. Aunque, como suelo decir, los cambios en el carácter a partir de los veinticinco años son difíciles; somos la consecuencia de lo vivido en nuestro primer cuarto de siglo.
- La fuerza del equipo. Las individualidades funcionan mal ante los retos tecnológicos que hoy se plantean en la ingeniería militar. Como afirmé en la anterior entrega, la atomización y dispersión de los ingenieros militares dificultan el trabajo grupal; además, desde primaria al final de la carrera hemos dado cuenta de nuestro progreso de manera individual, fueran exámenes o exposiciones. La fuerza de un equipo es muy superior a la capacidad individual. La diversidad dentro de los grupos enriquece: hombres y mujeres, ciencias y letras, operativos y técnicos, jóvenes y mayores, soldados, sargentos y comandantes… proporcionan puntos de vista enriquecedores ya que cada uno ve el complejo poliedro de los sistemas y los procesos de obtención desde su propia perspectiva. Vale la pena formarse en la gestión de equipos multidisciplinares y diversos para dominar las técnicas adecuadas y potenciar las destrezas de cada uno puestas en común.
- Imaginación. Decía Einstein que es difícil cambiar las cosas si siempre haces lo mismo. La creatividad, la reflexión y la voluntad de mejorar son fundamentales para aprovechar las oportunidades que la vida nos ofrece y esquivar los riesgos que se nos presentan. Pensar antes de actuar y plantear alternativas es la base de la contribución del ingeniero; por algo el nombre de la profesión deriva de “ingenio”.
- Elasticidad. La mejor forma para que las cosas no funcionen es aplicar la norma al pie de la letra. El problema de las reglas y procedimientos establecidos es que alguien las escribió con un propósito determinado y su aplicación no siempre –casi nunca– se adapta al 100 % a los casos reales. La flexibilidad ayuda; la rigidez dificulta. Cuanto más inseguro es un ingeniero, más se refugia en la normativa. Por cierto, las normas se pueden cambiar o, al menos, interpretar buscando el buen fin.
- Orden y organización. Las mesas llenas de papeles y planos, los ordenadores con mil carpetas en el escritorio, la gestión por crisis son la antítesis del buen ingeniero militar. Sobre la mesa deben estar los asuntos pendientes (unos pocos; hay que cerrar asuntos), en el ordenador lo que estemos trabajando (para eso están los backups, la nube y las carpetas corporativas) y la actitud proactiva ante los asuntos nos permitirán abordar los temas por importancia y urgencia; nunca por orden de llegada. Los profesionales agobiados por el trabajo suelen estar mal organizados y gestionar mal su tiempo.
- Prioridades y tiempos. Nada es más urgente que lo que ayer ya lo era. Pero ¿es importante? A menudo nos distraemos con “ladrones de tiempo”: el correo electrónico, el whatsapp, las redes sociales, el teléfono, las reuniones, las conversaciones… sin darnos cuenta de que las pérdidas de tiempo juegan en nuestra contra. En la vida, lo más importante somos nosotros mismos por lo que nuestro tiempo de descanso y ocio es tan importante o más que el dedicado al trabajo. No seremos mejores trabajando si no tenemos suficiente tiempo para dedicarlo a aquello que nos satisface: leer, ir al cine, caminar… e incorporarnos a la oficina relajados y satisfechos de nuestra vida, lo cual incluye el derecho a la desconexión digital: el teléfono corporativo y la mensajería oficial no debería alterar nuestro tiempo libre salvo en casos extraordinarios. Delegar es a veces la mejor herramienta para manejar la agenda y el día a día.
- Actitud resolutiva. Frente al conflicto, para la toma de decisiones, para enfrentarse a las dificultades. No tomar una decisión es dejar que los temas se enquisten y permanezcan larvados… el tiempo dirá… pero cuando el tiempo lo dice suele ser tarde y puede que el resultado no nos guste… o que un tercero haya tomado partido en la cuestión por incomparecencia de quien debía decidir. Ser resolutivo no es sinónimo de precipitado; a veces hay que contar hasta diez, escuchar a unos y otros… para resolver con la información disponible (que siempre es insuficiente). Una buena decisión no tiene porqué dar un buen resultado; pero hay que decidir oportuna y proporcionadamente. Ser resolutivo no implica ser impulsivo.
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