Los combatientes han recurrido a toda clase de sustancias para aumentar su rendimiento o para aliviar sus penalidades, desde el vino y el opio usados por los hoplitas griegos hasta el Dexedrine empleado por los pilotos de combate para mantenerse alerta. Algunas veces esa ha sido la vía para innovaciones farmacológicas, otras para la extensión de adicciones. Aunque el abuso de esas sustancias sigue siendo un problema en todos los ejércitos, están surgiendo nuevos fármacos para reducir la necesidad de sueño y que incluso abren la puerta a la modificación genética.
César Pintado Rodríguez
La guerra tiene una larga historia de íntima asociación con las drogas y el alcohol. A menudo han servido para preparar para el combate, como vínculo cultural y para sobrellevar el impacto físico y psicológico del servicio. La naturaleza y el impacto de esas sustancias revelan cambios y continuidades a medida que la innovación médica ha traído nuevas posibilidades[1]. La naturaleza humana, sin embargo, ofrece menos novedades y es fácil reconocer pautas desde los primeros casos conocidos.
Para empezar, cabe distinguir entre las sustancias “oficiales”, recetadas y distribuidas por las autoridades militares, y las “autorrecetadas” por los propios combatientes. No existe mucha bibliografía sobre el tema, pero recientemente obras como Las Drogas en la Guerra de Lukasz Kamienski analizan en profundidad el todo el espectro de la alteración de la consciencia con fines bélicos, desde la distribución de vino para animar a las tropas hasta los planes estadounidenses de rociar a las tropas soviéticas con LSD.
El autor destaca el uso del alcohol, usado como anestésico, estimulante, relajante y fortalecedor. No se entiende el Imperio Británico sin el ron, que se daba a los marinos y soldados, ni el ejército ruso sin el vodka. En Chechenia los soldados llegaron a canjear blindados por cajas de vodka para soportar mejor los rigores de la vida en campaña.
Su libro sigue el empleo del alcohol y las drogas de manera cronológica, hasta llegar a las guerras actuales, con el ISIS colgado de captagón (fenetilina) y los estadounidenses usando el psicoestimulante de nueva generación modafinilo, muy eficaz para combatir la fatiga y la privación del sueño[2].
Un poco de historia
En general, el recurso a determinadas sustancias por parte de los combatientes es tan antiguo como el propio combate y depende de sus condicionantes culturales y (obviamente) de las sustancias disponibles. En la antigua Grecia se enardecía a los soldados con opio y vino; los ejércitos de Aníbal usaron mandrágora (atropina) en su guerra contra las tribus africanas; las tribus siberianas y los vikingos usaban con profusión hongos alucinógenos (principalmente amanita muscaria); los guerreros incas consumían hoja de coca; los guerreros africanos usaban una amplia variedad de drogas, que iban desde la nuez de cola hasta el hachís; en Asia el opio era usado tanto por los guerreros locales como por los europeos. En el siglo XIX el uso de la morfina ya era común en los conflictos de Europa y Norteamérica, pero fue el siglo XX con su mejorada farmacología el que trajo las drogas modernas.
Sin duda, la Primera Guerra Mundial fue la guerra de la cocaína, que se podía comprar en la mayoría de las farmacias. Aquel producto sintetizado a partir de la vieja hoja de coca se distribuía a las tropas británicas, alemanas, australianas y canadienses para aumentar su rendimiento.
En los ejércitos españoles el alcohol era la sustancia prevalente. No es que a lo largo de los conflictos coloniales como el del Rif no usasen los “productos locales”. De hecho, se autorizó el consumo de kif (hachís) por los soldados marroquíes alistados en las unidades españolas. Y el consumo por parte de los militares españoles en determinadas unidades era práctica común. Pero no se siguió la tendencia a convertir los ejércitos en distribuidores de sustancias psicoactivas. En realidad, en la Guerra Civil ninguno de los bandos administró morfina, cocaína o anfetamina de forma regular para mejorar el rendimiento.
Entre los motivos cabe considerar que España no tenía una industria farmacéutica importante y que ese suministro suponía un desembolso demasiado alto. Otro argumento es que los ejércitos españoles estaban un tanto anquilosados y no se mantenían al tanto de las corrientes y novedades de la guerra moderna como el uso de drogas. Por último, ambos bandos asumieron el discurso moral contra el consumo de drogas desde comienzos del siglo XX y que asociaba las drogas con ambientes bohemios, decadencia, homosexualidad y prostitución.
La Segunda Guerra Mundial trajo la metanfetamina (principalmente bajo el nombre de Pervitin) y la anfetamina (bencedrina), sin dejar de usar todo lo anterior[3]. En la Guerra de Invierno entre Finlandia y la URSS, la distribución de fármacos a las tropas llegó a extremos casi increíbles. En diciembre de 1940, las farmacias militares finlandesas acumulaban 117.500 pastillas de 5 mg de heroína, 469.500 pastillas de 1 mg de morfina, 917 Kg de opio y 351 Kg de morfina[4]. Y aunque fue la Alemania Nazi la primera en investigar en 1938 el uso militar de las anfetaminas, a lo largo del conflicto, Gran Bretaña, Estados Unidos, Japón y Finlandia autorizaron la distribución de speed entre sus militares[5].
Corea fue el escenario de un amplio uso del speed, como otros conflictos de la Guerra Fría. Pero fue Vietnam la que llegó a ser conocida como la primera guerra farmacológica por el consumo sin precedentes de sustancias, tanto legales como ilegales. Quizás lo más llamativo no era que muchos soldados desmoralizados se enganchasen a drogas de mejor relación calidad-precio y más accesibles que en su país. Lo es que gran parte de las adicciones tuviesen su causa en el suministro oficial. Desde la Segunda Guerra Mundial no se había investigado mucho sobre el efecto de las anfetaminas en el rendimiento de las tropas, así que los mandos militares norteamericanos suministraban speed con profusión. Sobre todo a las unidades que realizaban largas misiones de reconocimiento. Era común sobrepasar las dosis establecidas (unos 20 mg de dextroanfetamina para misiones de combate de 48 horas); y las anfetaminas se repartían, en palabras de un veterano, “como caramelos”.
En 1971, un informe del Comité sobre Criminalidad del Congreso reveló que entre 1966 y 1969, los militares norteamericanos habían usado 225 millones de píldoras de estimulantes, principalmente Dexedrine (dextroanfetamina), un derivado de la anfetamina casi el doble de fuerte que la Benzedrina usada en la Segunda Guerra Mundial. Los soldados que se infiltraban en Laos en misiones de cuatro días recibían un paquete médico que incluía 12 píldoras de Darvon (un calmante suave), 24 de codeína (un analgésico opiáceo) y 6 de Dexedrine. También se les inyectaban esteroides.
Aquella sustancias psicoactivas no sólo buscaban mejorar las capacidades de combate, sino también reducir los daños mentales causados por el estrés. Por primera vez en la historia militar se prescribían de forma rutinaria potentes antipsicóticos como cloropromacina (fabricada por GlaxoSmithKline como Thorazine). El uso masivo de esta nueva psicofarmacología y el numeroso despliegue de psicólogos explican en cierta medida el bajo índice de traumas de combate registrados en operaciones. Mientras que el porcentaje de crisis mentales en la Segunda Guerra Mundial había sido de un 10%, en Vietnam fue del 1,2%. Pero era un resultado engañoso. Los narcóticos y antipsicóticos sólo aliviaban los síntomas y, tomados sin la debida terapia, retrasaban un problema ya instalado en la psique. Problema que puede estallar más tarde con peores consecuencias, incluyendo el trastorno por estrés postraumático (TEPT).
El número de veteranos estadounidenses de Vietnam afectados por TEPT es imposible de conocer con exactitud, pero el Estudio Nacional de Readaptación de Veteranos de Vietnam publicado en 1990 determinó que el 15,2% de los combatientes sufrió esa enfermedad[6].
La investigación reveló que entre los militares el porcentaje de consumidores habituales de anfetaminas pasaba de un 3,2% al llegar a Vietnam al 5,2% al acabar su servicio.
En la Guerra del Golfo, muchos militares norteamericanos tomaron fármacos no aprobados como protección contra los agentes biológicos y químicos iraquíes. El congreso alegó que se les podía ordenar tomarlos sólo bajo orden directa del presidente o si éste declaraba una emergencia nacional[7]. Las consecuencias médicas entre los veteranos se extienden hasta hoy, aunque no siempre la relación entre la guerra y las drogas ha sido tan oscura, como veremos a continuación.
Otras consideraciones
No todas las drogas usadas por militares tienen una historia tan oscura, aunque no dejan de tener sus peligros. Por ejemplo, es corriente usar bebidas energéticas para mejorar el rendimiento físico o mantenerse alerta. Muchas de esas bebidas contienen tres veces más cafeína que el mismo volumen de café. El abuso de esas bebidas suele causar irritabilidad, hipertensión, pérdida de sueño y a la larga causan en el personal el efecto contrario al buscado.
Otro antiguo compañero del militar, salvo en las culturas islámicas, es el alcohol. Sea como lubricante social, coraje líquido, sustituto de anestesia, desinfectante, depresor o sencillamente bebida a falta de agua potable, el alcohol está tan imbricado en la cultura militar como la misma virilidad. Y aunque hoy la embriaguez está peor conceptuada, las bebidas alcohólicas siguen siendo el primer recurso narcótico de los ejércitos occidentales.
Los militares también están bajo presión constante para mantenerse en los índices establecidos de masa corporal. Algunos recurren a medidas extremas para perder peso, como dosis masivas de diuréticos, laxantes o activadores con alto contenido en cafeína. Un estudio en 2014 afirmaba que el 67% de los militares norteamericanos en activo tomaba algún suplemento dietético. En unidades de operaciones especiales, el porcentaje superaba el 75%[8].
Situación actual
El uso de drogas en las fuerzas armadas no es siempre responsabilidad de mandos poco escrupulosos o de soldados con problemas. Muchos servicios se realizan en condiciones muy específicas cuya solución no es nada fácil. Por ejemplo, la cabina de un avión (sobre todo de combate) es un espacio muy reducido donde las tripulaciones hacen frente a largas horas de rutina con escasa movilidad, decisiones rápidas, complejidad técnica y uso de potente armamento. Si añadimos el estrés del combate y el fuego enemigo, la fatiga que para otro es un problema puede ser, en este caso, mortal. La anfetamina se ha demostrado eficaz, pero también son evidentes los efectos en el ritmo cardíaco, la presión sanguínea y la conducta.
Completada una misión, la tripulación a menudo tiene las horas contadas para descansar y volver al aire en una zona horaria distinta y con su ritmo de sueño roto. Es una rutina que rompe el ciclo circadiano y que obliga a las tripulaciones a alternar depresores con activadores. Se puede argumentar que el ritmo de trabajo no es siempre igual de intenso, pero la verdad es que a muchas tripulaciones les gustaría tener un interruptor del sueño cuando llega la ocasión.
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