Las Fuerzas Armadas británicas, otrora garantes de un inmenso imperio, sufrieron desde el final de la Segunda Guerra Mundial una sucesión de recortes y reorganizaciones que terminaron minar su capacidad para defender los intereses nacionales del país. Hasta el punto de que, en las sucesivas revisiones de la estrategia de defensa, se fue confiando cada vez más en la OTAN y los Estados Unidos como garantes últimos de la seguridad británica, renunciando con ello a su “autonomía estratégica”. Ahora, en un periodo caracterizado por la competición persistente entre grandes potencias, tras la culminación del Brexit y bajo la influencia de la aguda crisis causada por la pandemia de COVID-19, el Reino Unido ha publicado sus nuevos planes para los próximos años. Documentos como la revisión de la estrategia de defensa («Defence in a competitive age) y la revisión integrada («Global Britain in a competitive age»), así como otros complementarios, caso de la «Defence and Security Industrial Strategy» o el «Integrated Operating Concept», pretenden revolucionar la estrategia de defensa británica y ofrecer a Londres las herramientas necesarias para reafirmar su categoría de actor principal en un mundo cada vez más complejo e inseguro.
Agotado el periodo de unipolaridad que siguió a la Guerra Fría, vivimos la emergencia de nuevas potencias como la República Popular de China y la relativa recuperación de otras como la Federación Rusa. Ambas tienen en común una agencia revisionista que persigue socavar el orden liberal internacional y configurar uno nuevo, multipolar y más cercano a sus intereses y valores. Como consecuencia, el mundo que viene se acercará a lo que el profesor Josep Baqués ha descrito como un “regreso de la competencia entre grandes poderes” (2021).
Un escenario de competición persistente entre grandes potencias, protagonizado por los EE. UU., China, Rusia, India o la Unión Europea y en el que las potencias medias como el Reino Unido, Francia, Alemania o España tendrán muy complicado defender sus intereses con sus propios medios. Sin embargo, este ha sido el momento elegido por el Reino Unido para abandonar el seno de la Unión Europea, en la consideración (sin pretender entrar en debates acerca del trasfondo del Brexit) de que, en solitario, sería más fácil perseguir y alcanzar sus intereses nacionales.
Efectivamente, la ciudadanía británica decidió el 23 de junio de 2016, en referéndum, la retirada del Reino Unido de la Unión Europea. Así, el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte dejó de ser Estado miembro de la UE y pasó a tener la consideración de tercer país el 31 de enero de 2020, tras la ratificación del Acuerdo sobre la Retirada del Reino Unido de la Unión Europea y de la Comunidad Europea de la Energía Atómica.
Después de un periodo de transición y un laborioso proceso de negociación culminado el 24 de diciembre de 2021 in extremis, el 1 de enero de 2021 entraban en vigor los diversos acuerdos que regulaban a partir de entonces la relación entre Londres y los 27. El Reino Unido volvía a ser libre para controlar su destino, según la narrativa defendida por el primer ministro británico, Boris Johnson. Esta libertad, por supuesto, se vería desde el principio condicionada por la irrupción del COVID-10, un “rinoceronte gris” (Chirino, 2020) que ha dejado un saldo dramático en lo humano y en lo económico y ha trastocado por completo los planes británicos para los años posteriores al Brexit.
Ahora, aceptando su situación económica poco halagüeña, lastrada tanto por la abultada factura de la pandemia, como por la salida del bloque europeo, Gran Bretaña debe encontrar el modo de alinear medios, modos y fines. Todo para garantizar una financiación adecuada de sus Fuerzas Armadas Británicas que asegure su capacidad para proveer seguridad a las islas y respaldo a sus aspiraciones e intereses nacionales. Además, habrán de hacerlo compaginando la lucha contra las amenazas convencionales más tradicionales y contra aquellas surgidas en los últimos años, como las híbridas. Deberán hacerlo, a ser posible, en ese amplio espacio que separa la paz de la guerra y que conocemos como Zona Gris.
En un intento de lograr lo anterior, el gobierno de Su Majestad publicaba hace escasas semanas el documento «Integrated Review of Security, Defence, Development and Foreign Policy«, la última revisión de la estrategia de defensa británica, en la que se pretenden fijar el escenario en el que el Reino Unido y las Fuerzas Armadas Británicas deberán moverse en las próximas décadas (con el horizonte fijado en el año 2030), aquello que deben defender, las principales amenazas a su seguridad e intereses, los recursos a disposición del país para combatirlas y las líneas de actuación a seguir.
Se trata de un documento polémico, pues viene acompañado de una serie de recortes en cuando a número de efectivos que han levantado una importante polvareda mediática. Sin embargo, no hay de qué sorprenderse, la experiencia de revisiones anteriores, que abordamos a lo largo de este artículo, no permitía augurar otra cosa. Es más, si hay una tónica que se ha mantenido desde hace más de 60 años es la de los recortes, al menos en cuanto a personal, pues no siempre ha sido así en el caso de los recursos pecuniarios pues, de hecho, en los últimos años la inversión se ha venido recuperando.
Con todo, sí se observa una disparidad permanente entre los objetivos estratégicos y los medios destinados a perseguirlos, lo que ha tenido un resultado nefasto para los intereses británicos y su papel en el mundo, situación que buscan revertir. A lo largo de las próximas líneas analizaremos el contenido de las revisiones de la estrategia de defensa británica desde 1945 hasta 2021 intentando dilucidar si han servido para alcanzar los objetivos fijados, si se han ajustado a la realidad y, en última instancia, si la situación internacional del Reino Unido y su seguridad se han visto reforzadas o debilitadas. Lo haremos centrándonos en la estrategia de defensa, aun cuando en las últimas décadas, con la publicación de las sucesivas revisiones integradas, de las que la defensa apenas es una parte, el análisis se haya complicado. Esperamos que el lector disfrute del resultado tanto como nosotros del proceso de investigación y redacción. Sin más dilación, comenzamos.
La estrategia de defensa británica tras la IIGM
Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, el Reino Unido comenzó un proceso de desmovilización masivo. El país, profundamente afectado tanto por la destrucción física y las pérdidas humanas, como por el altísimo coste económico de la contienda, necesitaba destinar recursos a reflotar su economía antes que a cualquier otra cosa. De esta forma, durante los tres años inmediatamente posteriores a la gran conflagración, el gobierno de Attlee trató de poner negro sobre blanco los intereses británicos en un mundo que había cambiado por completo desde 1939.
Recordemos que, para cuando se estaba la primera revisión de la estrategia de defensa, la «Three Pillar Strategy», que se publicaría en 1948 y al menos sobre el papel, la metrópoli londinense todavía gobernaba un Imperio de talla mundial, por más que este estuviese saltando por las costuras desde tiempo atrás. La incapacidad británica había llevado, tras la guerra de independencia de Irlanda (1919-1921) a la firma del tratado anglo-irlandés (en vigor desde diciembre de 1922) y con ello a la división de la isla. Más tarde, en 1931, se aprobaría el Estatuto de Westminster que conduciría a la independencia de numerosos dominios en los años posteriores. El mayor golpe, quizá, fue el fin del Raj británico. Efectivamente, en 1947 Londres se vería obligada a conceder, antes incluso de lo previsto, la independencia a la India, hasta entonces la “joya de la corona” del Imperio Británico.
En este contexto, y con un imperio en franca descomposición, tocaba determinar cuál o cuáles eran las regiones en las que la presencia británica era irrenunciable y más allá de esto, cuáles eran los ejes de actuación prioritarios para asegurar dicha presencia y la seguridad del Reino Unido. Para ello, se redactaron tres documentos, siendo el principal la «Three Pillar Strategy» (1948) a la que ya hemos hecho referencia y que serviría de base para la elaboración de los posteriores «Defence Policy Paper» (1950) y «Global Strategy Paper» (1952). En el primero de ellos fijaban tres ejes de actuación (Colom, 2014):
- La defensa del Reino Unido;
- La protección de las líneas de comunicación marítimas del Imperio y;
- La seguridad de Oriente Medio como pivote defensivo y base sobre la que proyectarse hacia la Unión Soviética.
El primero de estos objetivos, totalmente lógico, pasaba por la defensa física de Gran Bretaña e Irlanda del Norte. Defensa que ahora debía hacer frente a la Unión Soviética, no en vano ya Churchill había alertado en su célebre discurso de Fulton (Misuri) en 1946 sobre el «Telón de acero» que había caído sobre el continente europeo.
El segundo punto, tenía que ver con el papel del Reino Unido como potencia comercial y con la imposibilidad de sostener la economía de las Islas Británicas sin garantizar la libertad de navegación. Dado que en tiempos de Napoleón se habían enfrentado al bloqueo continental y, en ambas guerras mundiales había tenido que hacer frente a los submarinos alemanes, el gobierno británico estaba totalmente concienciado sobre la necesidad de defender las SLOC (Sea lines of communication o Líneas Marítimas de Comunicación). Esto estaba, a su vez, íntimamente ligado con el tercer punto, que hacía referencia a la seguridad de Oriente Medio.
En este caso, la preocupación británica iba más allá de la tradicional importancia del canal de Suez como punto de paso obligado para los buques que transitaban desde Asia (incluyendo el cada vez más importante Golfo Pérsico) a Europa y viceversa. Precisamente tenía que ver con el vital petróleo. Como explica Peter Frankopan (2016), ya en 1913 “el Primer Ministro, así como el gabinete, estaba convencido de la «necesidad vital» del petróleo en el futuro”, lo que llevaría a adquirir al año siguiente el 51 por ciento de la compañía petrolífera Anglo-Persian Oil Company (posteriormente Anglo-Iranian Oil Company), consolidando la presencia británica en el actual Irán. Tanto fue así, que el Reino Unido y la Unión Soviética llegarían a invadir el Estado Imperial de Irán en 1941, durante la operación Countenance y, posteriormente, tras la crisis de Abadán (1951) a organizar junto a los EE. UU. el golpe de estado que culminó con la salida de Mosaddeq (operación Ajax).
En cualquier caso, asumir estas tres líneas de acción, garantizando el cumplimiento de los objetivos británicos, obligaba a mantener el gasto en defensa a niveles inasumibles, en torno al 10 por 100 del Producto Interior Bruto (PIB). Estos fondos se destinarían, en primer lugar, a un programa atómico que, asistido por los EE. UU., permitiese al Reino Unido contar con una capacidad de disuasión autónoma, evitando depender exclusivamente de la disuasión extendida norteamericana para la defensa de Gran Bretaña. En segundo lugar, a acometer un proceso de rearme convencional que garantizase la capacidad británica para intervenir allí en donde fuese necesario, en defensa de los intereses tanto propios, como de sus aliados. En este sentido, la experiencia desde 1950 en Corea, que había obligado a los EE. UU. a revertir la desmovilización posterior a 1945 (Epley, 1999), había sido clave. En tercer lugar, el Reino Unido se veía en la obligación de mantener un importante contingente en Alemania y colaborar con la recién creada OTAN (1949), lo que también suponía una sangría de recursos.
Así las cosas, y a pesar de que algunos objetivos llegaron a cumplirse, como la primera prueba nuclear el 3 de octubre de 1953 en las islas de Monte Bello (actualmente pertenecientes a Australia) en el marco de la operación Hurricane, lo cierto es que el balance general fue bastante negativo. La sucesión de reveses y la imposibilidad de acometer el rearme requerido presionaron a favor de un replanteamiento completo de esta estrategia. El punto de inflexión, no obstante, sería la crisis de Suez (1956) que puso al descubierto los límites del poder británico.
La estrategia de defensa del Reino Unido tras la crisis de Suez
La guerra del Sinaí, como es sabido, culminó con la humillación franco-británica. Fue, seguramente, la mejor evidencia del cambio que se había operado a nivel global como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial, el agotamiento de los otrora imperios, completamente exangües y la eclosión de la Unión Soviética y los EE. UU. como únicas superpotencias. Como señala el profesor Colom (2017), tras la experiencia de Suez:
“[…] a diferencia de París —que concluyó que la única opción para mantener su influencia pasaba por afianzar su autonomía—, Londres llegó a la conclusión contraria, según la cual el mantenimiento de su posición global requería estrechar la «relación especial» que el país tenía con Estados Unidos”.
Más allá del bochorno, la crisis produjo víctimas entre la clase política británica, comenzando por el primer ministro, Anthony Eden, que presentó su dimisión en enero de 1957. Su puesto lo ocupó Harold McMillan, también conservador y quien daría un nuevo giro a la estrategia del Reino Unido. Ese mismo año, el Ministerio de Defensa británico publicaría un nuevo documento titulado «Defence: Outline of Future Policy«, a la sazón la primera revisión de la defensa del del país durante la Guerra Fría y una auténtica cura de humildad.
En primer lugar, el nuevo gabinete británico entendía que la propuesta recogida en los documentos anteriores era irrealizable. Ni el país estaba en condiciones de sostener un gasto en defensa tan alto, ni aun pudiendo hacerlo, constituía garantía alguna de mantenerse en la carrera tecnológica, dados los espectaculares avances que no dejaban de sucederse (armas atómicas, misilística, propulsión nuclear, cibernética…). La receta elegida para corregir esta diferencia entre medios, modos y fines fue radical:
- Poner fin al servicio militar, pues en el nuevo escenario, las Fuerzas Armadas no necesitarían el mismo volumen de hombres y, además, la presión social era cada vez más fuerte. Además, el objetivo de fuerza pasó de 690.000 a 372.000 efectivos lo que equivalía a eliminar un buen número de regimientos y en la práctica se demostró irrealizable a corto plazo.
- Reducir la presencia avanzada, abandonando numerosas bases en Oriente Medio, el Índico y Extremo Oriente, así como reduciendo el número de tropas en ultramar, en favor de una reserva central en suelo británico. Si hasta entonces el Reino Unido mantenía un total de 150.000 uniformados en el exterior (sin contar los 77.000 desplegados en Alemania Occidental), esta cantidad debería reducirse de forma sustancial mientras la descolonización seguía su curso. Posteriormente hubo que matizar el proyecto, a petición de los EE. UU., que no veían con buenos ojos una retirada británica tan apresurada de puntos clave.
- Conformar un arsenal nuclear suficiente para compensar los recortes en cuanto a armamento convencional. Para ello, se fabricarían unos pocos misiles de lanzamiento submarino y diseño estadounidense UGM-27 Polaris, así como unas decenas de bombas de caída libre WE177. Se buscaba lograr una disuasión del débil al fuerte a imagen y semejanza de la Force de frappe francesa, pero con un coste mucho menor. En ello fue clave la ayuda estadounidense, país que compartió sus conocimientos, procesos y materiales con el Reino Unido.
- Reducir el número de aparatos en servicio con la Fuerza Aérea llevándose por el camino un buen número de programas de desarrollo de nuevas aeronaves. Se pensaba que la entrada en servicio de nuevos misiles permitiría un ahorro significativo y esto, a la postre, casi entierra a la industria aeronáutica en el país, hasta entonces puntera y conformada por un buen número de pequeños fabricantes. En 1960, los restos dicha industria servirían para crear la British Aircraft Corporation (germen de la actual BAe Systems), empresa nacida de la fusión de English Electric, Vickers-Armstrong, Bristol Aeroplane Company y Hunting Aircraft.
- La Royal Navy dejaría de confiar en los viejos acorazados, para concentrarse en la construcción de portaaviones. Al fin y al cabo, la Segunda Guerra Mundial había demostrado que estos últimos eran los verdaderos buques capitales de las armadas más poderosas y, además, se esperaba que sirviesen para proyectar el poder británico allá donde fuera necesario, si la situación lo requería.
- Reducir el despliegue en Alemania Federal, que hasta entonces incluía a 77.000 efectivos y debería pasar a ser de 50.000. Si bien el gobierno británico reconocía que era imposible confiar la disuasión únicamente al poder del átomo y que la presencia en Europa continental seguía siendo fundamental, también se quejaban amargamente del dispendio que esto suponía para las arcas británicas.
Para desgracia de los británicos, de todo lo proyectado, lo único que realmente se pudo implementar sin demasiadas complicaciones, fueron los recortes, aunque ni siquiera estos pudieron completarse. Así, para 1967, cuando ya se había publicado un nuevo libro blanco, el número de uniformados seguía siendo de 440.000, todavía lejos del objetivo inicial de 372.000 fijado una década antes.
En cualquier caso, el problema más acuciante seguía siendo el presupuestario. La economía británica no podía asumir una inversión anual en torno a los 1.600 millones de libras de la época (y eso que recibía subsidios de los EE. UU. y Alemania Occidental) y, en cualquier caso, esta cantidad era insuficiente para costear los múltiples compromisos en un tiempo en el que los nuevos sistemas multiplicaban su precio, en virtud de la 16ª Ley de Augustine (aunque no sería enunciada hasta 1984). Incluso recortar era caro, pues dar de baja navíos, enviar a la reserva o cerrar bases también entrañaba un coste.
Así las cosas, las Fuerzas Armadas, gracias a la nueva estrategia del Reino Unido, redujeron su tamaño de forma sensible y cambiaron su arquitectura, pero no por ello pasaron a estar mejor equipadas o preparadas. Caso paradigmático es el de los portaaviones. Se proyectó la clase Queen Elizabeth (CVA-01), de cuatro unidades. Eran auténticos portaaviones de flota, que podrían haber permitido al Reino Unido mantener una presencia aeronaval importante en cualquier punto del globo en donde esta fuese necesaria. Sin embargo, su construcción sería cancelada en 1966, con la siguiente revisión estratégica, mientras que el proyecto que dio origen a los futuros Invincible, que en principio debían servir a los primeros como complemento, siguió adelante. No fue la única decisión dura; para poder destinar aparatos de la RAF al bombardeo atómico fue necesario recortar el número de aparatos de transporte, lo que también tendría un impacto en la capacidad para abastecer a las tropas en ultramar, entre otros.
El gasto en defensa, pese a los recortes, se mantenía elevado, superando el 7 por 100 del PIB en estos años, pese a lo cual, lejos de garantizar su autonomía, el país fue cayendo cada vez más en la órbita estadounidense. Ni los nuevos materiales estaban a la altura, ni la industria británica era capaz de mantenerse en la carrera tecnológica.
Lo que es peor, unas Fuerzas Armadas que hasta pocos años atrás habían mantenido un imperio planetario, ahora tenían importantes problemas para librar los pequeños conflictos en los que se veían envueltos, como la rebelión Mau Mau (1952-1960), la guerra Indonesio-Malaya (1962-1966), la rebelión de Dhofar (1962-1975) o el levantamiento de Radfan (1963-1967).
La estrategia del Reino Unido de 1966 a 1975
En esta ocasión, sin mediar crisis similar a la de Suez, se produjo un vuelco significativo en la vida política británica, con la llegada al poder, después de dos décadas, de un primer ministro laborista, Harold Wilson, en octubre de 1964.
En febrero de 1966, publicaron un Libro Blanco de la Defensa que debía servir para establecer las líneas de acción de la política exterior británica y de la política de defensa durante la próxima década (Pham, 2011). Bajo el título «Statement on the Defence Estimates 1966: the Defence Review«, se recogieron una serie de decisiones drásticas que, en conjunto, supusieron un cataclismo sin precedentes y la renuncia definitiva al papel del Reino Unido como potencia mundial. La intrahistoria de este documento, tratada por autores como Dockrill (2002) o Pham (2011), es sumamente interesante e incluye desde un enfriamiento previo en las relaciones con socios como Australia o Nueva Zelanda hasta las disputas entre miembros del gabinete Wilson o el alcoholismo de alguno de sus principales componentes. Sin embargo, los factores decisivos fueron otros, más relacionados con la cada vez más reducida disponibilidad de fondos.
La presión por continuar recortando el presupuesto de defensa era enorme. Como hemos comentado anteriormente, pese a la evolución a la baja de los años previos, el gasto seguía siendo superior al 7 por 100 del PIB británico a mediados de los 60, una situación insostenible. Se esperaba poder reducir al menos un punto porcentual, aunque posteriormente, en 1968, se fijó un objetivo más ambicioso, dejando esta cantidad en el 5,5 por 100 del PIB (Colom, 2014).
Compaginar este imperativo presupuestario con unas ambiciones que seguían siendo enormes (recordemos que, pese a todo, seguían manteniendo tropas en buena parte de África, el Índico, el Pacífico y el Sudeste Asiático, además del contingente en Alemania que incluía a la Royal Air Force Germany, desplegada en cuatro bases), era una quimera. La decisión tomada -y recogida en la revisión de la estrategia de defensa- fue la más dolorosa: abandonar toda responsabilidad más allá de Suez. Hay que tener en cuenta que el coste de mantener las guarniciones de ultramar había pasado, en la década previa, de 200 a más de 500 millones de libras esterlinas, algo que el país no podía permitirse, máxime cuando ya no obtenía beneficios de su antiguo imperio colonial, como en el siglo precedente.
En consecuencia, el Reino Unido renunció a ser una potencia global, asumiendo objetivos mucho más humildes. Es más, desde entonces la seguridad británica pasaría a depender de la OTAN y de la “especial relación” con los EE. UU. y tendría como área de actuación la región euroatlántica. Esto fue cierto hasta el punto de que una de las razones por las que los recortes presupuestarios no fueron mayores, fue porque se llegó a temer poner en peligro las capacidades de la propia OTAN y las posibilidades del Reino Unido de ser admitido en la Comunidad Económica Europea (Dockrill 2002), algo que finalmente se haría realidad en 1973.
Este fue, más allá de los nuevos recortes o la renuncia a las bases más allá de Suez, salvo Hong Kong y Brunei, el cambio más significativo. El Reino Unido dejaba de tener influencia global y lo que ahora denominamos “autonomía estratégica”, para pasar a ser una potencia de segundo orden, un colaborador principal de los EE. UU. con una gran importancia dentro del bloque occidental, pero sin apenas capacidad de perseguir sus propios intereses independientes y decidida a integrarse en las Comunidades Europeas.
Siguió así un camino diferente al de Francia que, si bien había sido el máximo impulsor de estas mismas comunidades, se negaba a renunciar a su autonomía. De hecho, este país, en 1966 abandonaría la estructura militar de la Alianza, aun sin dejar de ser miembro y posteriormente, en 1958 redactaría un memorándum mediante el cual trataría de “establecer una «organización tripartita» constituida por Francia, Estados Unidos y Gran Bretaña que adoptaría las decisiones políticas referentes a la seguridad mundial” (Cortes, 2010).
Gran Bretaña, como decimos, decidió seguir un camino diferente. Más consciente quizá de sus limitadas fuerzas y mucho menos presta que Francia a hacer de Europa un árbitro entre la URSS y los EE. UU. De esta forma, firmemente anclados a Washington, los británicos se centraron en lo posible.
La presencia militar más allá de Suez se limitó a Hong Kong, renunciando a bases hasta entonces cruciales para proyectar su poder hacia el Índico y el Pacífico como Adén o Singapur. Con ello renunciaban también a cualquier ambición imperial, aunque no se librarían de participar en algunos conflictos en sus antiguas excolonias. El Reino Unido, en plena retirada estratégica, se concentró en Chipre y Malta, en el Mediterráneo y en Alemania Occidental, con vistas a combatir en la zona euroatlántica contra la principal amenaza, la URSS, mientras dejaba que su papel en el “Gran Juego” euroasiático fuese interpretado por los EE. UU.
Tal y como hemos adelantado, proyectos como el portaaviones CVA-01 fueron cancelados, mientras las dos unidades de la clase Audacious, el HMS Ark Royal y el HMS Eagle y los cuatro de la clase Centaur agotaban su vida útil, a la espera de la llegada de los Invincible. Desde el Almirantazgo se consideraba que, para hacer frente a la Armada Roja en el Mar del Norte, el Atlántico y el Mediterráneo, era innecesario contar con buques de ese tipo, prefiriendo concentrarse en la lucha antisubmarina o la guerra de minas, antes que en la proyección del poder aeronaval. El British Army continuó evolucionando hasta convertirse en una fuerza mecanizada apta para luchar en las llanuras de Europa Central. La Royal Air Force se reorientaría hacia cometidos tácticos, como el apoyo aéreo cercano o la interdicción, etc.
No sería el último cambio en la estrategia del Reino Unido, pues nuevos factores, como la Crisis del Petróleo o el recrudecimiento de la violencia en Irlanda del Norte obligarían a replantearse la política diseñada por el Secretario de Estado de Defensa del gabinete Wilson, Denis Healey.
La revisión de la estrategia de defensa de 1975
La crisis del petróleo tuvo un impacto significativo sobre las economías de las naciones industriales. En el caso del Reino Unido, la inflación aumentó más que en los EE. UU. o en Francia, ralentizó el crecimiento económico y prácticamente dobló la tasa de desempleo en los cuatro años posteriores al embargo decretado por la OPEP (Martín, 2015).
Esto, aunque los efectos de la crisis se vieron paliados en parte por las nuevas explotaciones petrolíferas en el Mar del Norte, añadió una presión extraordinaria sobre los presupuestos públicos, lo que terminó por provocar nuevos recortes en Defensa condicionando la redacción de la nueva revisión de la estrategia de defensa del Reino Unido. Esta sería encabezada por Roy Mason, Secretario de Estado de Defensa del gobierno laborista de Harold Wilson, que había recuperado el poder en marzo de 1974 tras cuatro años de gobierno conservador bajo Edward Health.
El objetivo básico de la nueva estrategia de defensa pasaba por recortar el gasto militar hasta el 4,5% del PIB, en un momento en el que la distensión Este-Oeste parecía ofrecer una ventana de oportunidad en este sentido. Era la consecuencia de la evaluación hecha por el gobierno de Su Majestad y en la que se establecían una serie de áreas en las que el Reino Unido podía hacer una “mejor contribución” a la defensa común, tal y como se recoge en el documento de 1975, titulado «Statement on the Defence Estimates 1975«. Dichas áreas eran:
- La región central (en donde la OTAN estaba siendo claramente sobrepasada en cuanto a número en todos los parámetros).
- El Atlántico Oriental y el Canal de la Mancha (en donde se concentraría en el futuro la Royal Navy).
- La seguridad del Reino Unido y sus inmediaciones.
Concentrarse en estas áreas, por supuesto, implicaba cambios en la arquitectura de la fuerza y en su despliegue. Como explica Guillem Colom (2017) y entre otros:
“La supresión de capacidades secundarias o de refuerzo: la flota de transporte aéreo fue reducida a la mitad; la reserva estratégica del Ejército fue eliminada; las fuerzas aerotransportadas perdieron dos de sus tres brigadas; las unidades paracaidistas fueron desmanteladas y la Infantería de Marina se convirtió en una fuerza ligera de asalto.
La retirada total de las fuerzas desplegadas en el Mediterráneo, con la excepción de Gibraltar y Chipre, que experimentaron una sensible reducción.
El repliegue de las flotas británicas del Mediterráneo —asignada ésta a la Alianza Atlántica—, del lejano oeste y de las Indias Occidentales”.
Estos recortes, de por sí dramáticos, se vieron acentuados por la crisis de la libra de 1976, que culminó con una nueva devaluación de la divisa británica y la negociación de un préstamo de 4.000 millones de dólares por parte del Fondo Monetario Internacional. La crisis apresuró la salida de Wilson de Downing Street -oficialmente por motivos de edad- y propició la llegada de un nuevo gobierno, encabezado por James Callaghan, que fue el que realmente puso en práctica el plan de 1976, asestando así un potente zarpazo a las Fuerzas Armadas británicas, ya de por sí debilitadas tras tres décadas de reducciones.
Thatcher, la revisión de 1981 y la guerra de las Malvinas
Para cuando Margaret Thatcher llegó al poder en 1979, las Fuerzas Armadas británicas se habían transformado casi por completo en una fuerza pensada para luchar en el teatro europeo y sin apenas capacidad de proyección a largas distancias. Si bien su intención original pasaba por aumentar el presupuesto de defensa y modernizar tanto las fuerzas convencionales como el arsenal atómico, con la intención de contener a la URSS -complementando así los esfuerzos de la Administración Reagan- en los EE. UU., la realidad económica del país volvió a imponer una política diferente y la elaboración de una nueva revisión de la estrategia de defensa del Reino Unido, en este caso de la mano del Secretario de Estado de Defensa, John Nott.
Presentado al Parlamento en junio de 1981, el nuevo documento, «The United Kingdom Defence Programme: The Way Forward«, comenzaba fuerte, anunciando la intención de aumentar el presupuesto de defensa hasta en un 21 por cien para el ejercicio 1985/1986 en comparación con las cifras de 1978/1979. Ahora bien, en las líneas siguientes se centraba en la necesidad de implementar cambios importantes que supondrían nuevos recortes, pues ni siquiera con el incremento presupuestario se podría financiar la modernización necesaria para mantener el ritmo de los cambios tecnológicos. Además, se fijaban cuatro áreas principales de esfuerzo o de actuación básicas para las Fuerzas Armadas:
- Mantener una capacidad nuclear tanto estratégica como de teatro independiente.
- La defensa del territorio británico.
- Aportar fuerzas aéreas y terrestres en el teatro europeo.
- Contribuir al esfuerzo naval en el Canal de la Mancha y en el Atlántico Occidental.
Como es sabido, en esta época el Reino Unido -y buena parte de las economías occidentales, algo a lo que no era ajena España-, se enfrentaban a una profunda crisis industrial, que terminó por dar lugar a una reconversión radical y que, por el camino, supuso el cierre de numerosas instalaciones.
Las empresas británicas del sector de la defensa no eran inmunes a la situación. Afectadas por el proceso liberalizador y privatizador iniciado por la Premier británica, muchas de ellas terminaron por cerrar, perdiéndose un valioso tejido industrial, algo que se dejaría notar en las décadas siguientes en programas como el de los portaaviones clase Queen Elizabeth. En esta decadencia de lo que había sido una industria puntera y con una gran capacidad exportadora, tuvo mucho que ver la apertura del mercado armamentístico, con numerosos contratos concedidos a empresas extranjeras en detrimento de las antiguas compañías públicas o participadas por el Estado, con la subsiguiente pérdida de autonomía.
Por otra parte, los años 80 estuvieron, para la OTAN, marcados por el auge de la “Air-Land Battle” y por los avances surgidos gracias a la «Segunda Estrategia de Compensación» norteamericana, que daría origen a buena parte de los sistemas y armas que protagonizaron lo que se ha dado en llamar la «RMA de la Información«. Tanto la nueva doctrina, como la necesidad, para implementarla, de concentrarse en una serie de sistemas esenciales, llevó a la cancelación y redefinición de numerosos proyectos que, o bien no se consideraban imprescindibles, o bien no podían sufragarse.
En otro orden de cosas, y por motivos parecidos, se determinó que la Royal Navy se concentrara todavía más en la lucha ASW contra los submarinos soviéticos, retirando del servicio hasta una docena de buques de escolta, dos buques anfibios o la venta del Invincible a Australia, entre otros. Curiosamente, esto ocurriría cuando más necesarios se demostrarían todos estos medios, a los que el Reino Unido estaba renunciando y es que el 2 de abril de 1982, cuando no había pasado un año desde la publicación de la última revisión de la estrategia de defensa del Reino Unido, se pondría en marcha la operación Rosario, con el desembarco argentino en las Malvinas.
El resultado de la contienda es de todos conocido, no tanto sus repercusiones en el Reino Unido. Para empezar, se repensaron muchas de las conclusiones de la revisión presentada por Nott unos meses antes. En primer lugar, la venta del Invincible o la baja de los anfibios y los buques de escolta. Los debates parlamentarios fueron intensos y se centraron en la capacidad de defensa contra misiles rozaolas, en la necesidad de contar con portaaviones y cobertura aérea y en la capacidad de proyección y el número de escoltas. Parlamentarios como Lord Mayhew criticaron abiertamente las revisiones de la defensa implementadas desde 1966 y, especialmente, la falta de compromiso con la defensa de los intereses puramente británicos, centrados como estaban en aportar medios a la OTAN y en la “especial relación” con los EE. UU. De hecho, lo hizo de forma magistral en sesión parlamentaria, como se recoge en el siguiente extracto:
“Entonces, ¿Cuáles son precisamente nuestros compromisos militares en este momento? Por supuesto, el mundo sabe que haríamos frente a una agresión en la zona de la OTAN. No hay ninguna duda al respecto. Pero los ministros hablan cada vez más, y en términos peligrosamente imprecisos, de acciones militares fuera de la zona de la OTAN. La noble baronesa, Lady Young, ha dicho esta tarde que nos estamos preparando para promover los intereses occidentales, para resistir las amenazas que se ciernen sobre ellos fuera de la zona de la OTAN; para tomar medidas activas para apoyar a nuestros amigos y acudir en su ayuda. No se habla aquí de «dentro de la Carta de las Naciones Unidas». Ninguna referencia al artículo 51 de la Carta. Ninguna pista sobre dónde se llevarán a cabo estas acciones militares, en qué circunstancias y en qué lugares. Ninguna norma sobre el uso de las armas de fuego, para ser tópicos.
Se trata de una situación extraordinaria que requiere un examen minucioso. ¿Qué quieren decir exactamente los ministros? Tenemos derecho a saber mucho más. La noble baronesa ha dicho que tenemos los recursos, pero ¿de qué presupuesto disponemos para las operaciones militares fura del área de la OTAN? ¿Cuál es esta capacidad? ¿En qué consiste? No recibimos respuestas a estas preguntas. Se nos dice que podemos desempeñar las cuatro funciones de defensa que el Gobierno tiene en mente, pero no se calculan los costes, y deben ser muy caros si realmente van a desempeñar el tipo de función de la que hablaba la noble baronesa. ¿Se van a llevar a cabo estas acciones militares sin aliados? Aquí hay algo más de lo que tenemos que hablar.
Nadie supone que vayamos a ofrecer más que una resistencia simbólica en la defensa de Hong Kong. Nadie imagina que nos comprometeríamos en grandes operaciones militares en defensa de Gibraltar. Pero ¿qué grado de compromiso aceptan los ministros en relación con Belice, por poner un ejemplo? Si Belice es invadido, ¿repelemos a los invasores? ¿Es eso lo que la noble baronesa tenía en mente? Si es así, ¿tenemos la capacidad necesaria? ¿Sabemos qué reacciones habría entre los demás países latinoamericanos? Si no estamos comprometidos con la defensa de Belice, ¿se da cuenta el pueblo de Belice de ello, para que pueda ajustar sus políticas y actitudes? ¿Tenemos un entendimiento con Estados Unidos sobre Belice? ¿Nos consultaron antes de empezar a armar a Guatemala el otro día? ¿Nos consultaron al respecto? Todo es muy vago. ¿Hasta qué punto estamos comprometidos con la defensa de Omán y Brunei? Si no estamos comprometidos, ¿se da cuenta la gente de allí de ello? Si estamos comprometidos, ¿tenemos la capacidad necesaria? ¿Se ha advertido adecuadamente a los posibles adversarios?”
The Falklands Campaign: The Lessons (Cmnd 8758).
Como puede extraerse del texto, la clase política británica era perfectamente consciente de las incongruencias de la estrategia de defensa del Reino Unido y de los problemas ocasionados por las sucesivas revisiones de esta, así como de la divergencia entre medios, modos y fines.
Por desgracia para el Reino Unido, la crisis económica y financiera hacía imposible adoptar cualquier medida drástica que no implicara nuevos recortes. Con todo, mientras Thatcher se mantuvo en el poder, hizo lo posible por evitar dichos recortes e incluso puso en marcha programas de renovación de capacidades críticas como la disuasión nuclear, gracias al programa Trident y la ulterior construcción de los SSBN de la clase Vanguard.
No obstante, a medida que el tiempo pasaba, la divergencia entre las necesidades, marcadas por una estrategia poco realista, y las posibilidades del país fue creciendo, hasta hacer necesario un plan de choque que llegaría en 1990, aprovechando el nuevo marco estratégico consecuencia de la caída del Muro de Berlín, la salida de Margaret Thatcher el 28 de noviembre de ese año y la llegada de John Mayor.
La revisión de 1990 y los dividendos de la paz
La caída del Muro de Berlín, a la que siguió el rápido colapso soviético dos años más tarde, permitió a las naciones occidentales cosechar lo que se dio en llamar “dividendos de la paz”. El caso británico no fue una excepción, aprovechando todo lo posible el nuevo escenario para matar dos pájaros de un tiro, como se dice vulgarmente, al reducir drásticamente tanto el tamaño de las Fuerzas Armadas, como el presupuesto de defensa y, a la vez, poder venderlo ante la opinión pública como una victoria. Así, según el por entonces Secretario de Estado de Defensa, Tom King:
“En los estudios sobre las opciones de cambio, hemos tratado de concebir una estructura para nuestras fuerzas regulares adecuada a la nueva situación de seguridad y que satisfaga nuestras necesidades operativas esenciales en tiempos de paz […]. Nuestras propuestas supondrán un ahorro y una reducción de la parte del PIB que se lleva la Defensa”.
Con estos mimbres, y teniendo en cuenta que la presión financiera era insoportable, los recortes propuestos en la revisión «Options for change» (1990) fueron en concordancia, determinándose una reducción de 56.000 efectivos para mediados de los 90, lo que afectaría a las tres ramas de las Fuerzas Armadas, aunque no en idéntica proporción. Así, entre las propuestas recogidas, destacan las siguientes:
- Mantener cuatro submarinos Trident en servicio, lo que permitiría tener al menos uno de patrulla en cualquier momento.
- Retirar del servicio dos escuadrones de F-4 Phantom II.
- Reducir el número de aparatos de patrulla marítima.
- Cancelar el programa del misil Brimstone, que posteriormente se recuperaría.
- Reducir en un 50 por 100 las fuerzas terrestres desplegadas en Alemania, pasando de cuatro a dos divisiones.
- Reducir el número de bases en Alemania de cuatro a una y poner fin a la contribución del Reino Unido a la defensa aérea alemana, aunque finalmente solo se clausuraron Wildenrath y Gutersloh.
- Mantener la capacidad anfibia británica y la contribución a la defensa aérea en la región norte de la OTAN.
- Mantener tres portaaviones en servicio.
- Reducir la fuerza de escoltas de 50 (48 según fuentes) a 40 unidades y la flota de submarinos de ataque hasta dejarlos en 12 SSN y 4 SS.
- Recuperar la reserva estratégica, que tendría una entidad equivalente a una división.
- Reducir los efectivos en torno al 18 por 100 en un plazo de 5 años, lo que supondría pasar en el caso del British Army de 160.000 a 120.000 uniformados, mientras que la Royal Navy y Royal Air Force pasarían a alistar 60.000 y 75.000 efectivos respectivamente.
La premura con la que se propusieron cambios tan radicales provocó una tibia acogida entre militares y políticos. Hay que tener en cuenta que, en realidad, ni la Unión Soviética se había desintegrado pese a la caída del Muro de Berlín, ni el sistema internacional era un remanso de paz toda vez que, en agosto de ese año, apenas un mes después de la presentación de «Options for change», comenzaría la Guerra del Golfo, con la invasión de Kuwait por el Irak de Saddam Hussein.
El estudio de los costes de la defensa de 1994
Si la revisión anterior supuso importantes recortes en el tamaño de la fuerza y estuvo condicionada por las circunstancias económicas, la revisión de los costes llevada a cabo en 1994, titulada «Front Line First: The Defence Costs Study«, daría una nueva vuelta de tuerca. Efectivamente, los decisores británicos se aprovecharon de algunas ideas que por entonces estaban en auge en los EE. UU. como la Revolución en los Asuntos de Negocios, lanzada para financiar lo que se daría en llamar RMA de la Información. Así, pretendieron recortar en un buen número de partidas presupuestarias a cargo del Ministerio de Defensa, que no se consideraban imprescindibles para el sostenimiento de la fuerza. Es decir, que buscaron la forma de mantener la capacidad combativa de las Fuerzas Armadas británicas y, aun así, ahorrar una importante suma anual.
Para empezar, se propuso racionalizar las estructuras de gestión y mando del Ministerio de Defensa, que no habían sufrido recortes en cuanto a tamaño al mismo ritmo que la fuerza en las décadas precedentes. Además, se consideró que era el momento de subcontratar determinados servicios en el sector privado, una práctica a la que no solo se sumaron los británicos. Por último, convencidos de que las operaciones futuras serían, cada vez más, operaciones conjuntas, encontraron un filón del que extraer ahorros. Al fin y al cabo, muchos organismos y puestos que hasta entonces cada rama de las Fuerzas Armadas consideraba vital, ahora se consideraban redundantes y, como consecuencia, un derroche.
Como en revisiones anteriores, los recortes no eran gratis, sino que las Fuerzas Armadas terminaban por pagar un precio que se medía en operatividad. Si bien algunos cambios, como la creación de una Escuela de Pilotos única para los pilotos de helicópteros de las tres ramas de las FAS tenían su lógica, otras como las que afectaron a los servicios médicos, en algunos casos subcontratados, no fueron del agrado de los uniformados. Tengamos en cuenta que cada vez que se eliminaba una vacante de un oficial médico, se perdía en caso de combate un valioso activo, con una formación y especialización que no tenían los médicos civiles.
La puesta en marcha de las reformas recogidas en «Front Line First» supuso un recorte total de 18.700 puestos de trabajo, de los que 7.100 eran civiles, entre 1994 y 2000. La rama más afectada con diferencia fue la Royal Air Force, que vio cómo su plantilla se reducía en 7.100 personas en ese periodo.
Por lo demás, como había ocurrido con la revisión de 1990, no se anunciaba ningún cambio respecto a la estrategia británica, manteniéndose las líneas de acción marcadas en la revisión Nott (1981).
La revisión de 1998: cambios de calado
La estrategia del Reino Unido, pese a los recortes, había permanecido prácticamente sin cambios durante década y media, a pesar de los “dividendos de la paz”, la caída de la Unión Soviética y la emergencia de nuevos tipos de conflictos. Los cambios -en general recortes-, como hemos visto, venían provocados más por necesidades económicas, que por una evaluación de los entornos operativos y estratégicos a los que el Reino Unido y sus Fuerzas Armadas debían enfrentarse.
En mayo de 1997, tras la llegada al poder de un gobierno laborista encabezado por Tony Blair, quien logró capitalizar en las urnas su “Tercera vía”, se inician los trabajos para una nueva revisión de la estrategia de defensa del Reino Unido. A diferencia de intentos previos, marcados por necesidades inmediatas (presupuestarias), en este caso se intenta estudiar a fondo cuál será el entorno operativo futuro, con la vista puesta en el Horizonte 2015 y cómo deberían estructurarse las Fuerzas Armadas británicas para defender los intereses nacionales en un ambiente post-Guerra Fría. Finalmente, el 8 de julio de 1998 se publicó el Libro Blanco de la Revisión Estratégica de la Defensa o «Command Paper 3999«.
Como es habitual en el sistema británico, en el que los debates políticos sobre defensa están a la orden del día, la Cámara de los Comunes encargó un profundo análisis del Libro Blanco y sus conclusiones, destacando «The Strategic Defence Review» (HC 138 1997-1998), publicado el 3 de septiembre por la Comisión de Defensa del Parlamento Británico. Este sirvió de base para que los parlamentarios tuviesen cuanta más información, mejor, tanto sobre el proceso de elaboración, como sobre los contenidos. Posteriormente se llevarían a cabo una serie de debates parlamentarios en octubre de 1998, previos a su aprobación, algo que el gobierno laborista logró sacar adelante sin mayor problema.
Más allá del notable ejercicio de prospectiva necesario para adelantar un escenario tan lejano en el tiempo (Horizonte 2015), lo fundamental de esta revisión era que, por primera vez en décadas, había un espacio real para perseguir los intereses nacionales individuales, al margen de la defensa colectiva. Sin dejar de conceder una importancia crucial a la OTAN, la caída de la Unión Soviética y la debilidad rusa (eran los años de la crisis financiera), ofrecían una ventana de oportunidad que el Reino Unido pretendía aprovechar para recuperar espacios de poder allí en donde antes los había tenido.
Como cabía esperar, algunas de las conclusiones no distaban demasiado de aquellas a las que poco antes habían llegado en los EE. UU. en su Bottom-Up Review y la posterior Estrategia de Seguridad Nacional de 1994 o la Joint Vision 2010. De esta forma, se ponía el énfasis tanto en la necesidad de desplegar fuerzas expedicionarias capaces de hacer frente a un amplio espectro de amenazas y en la conjuntez, buscando la forma de coordinar las actuaciones de las tres ramas de las Fuerzas Armadas británicas para lograr la máxima eficacia y eficiencia en las operaciones.
Para ello, entre otras cosas, se propuso la creación de las estructuras de apoyo a la fuerza necesarias para desplegar una -y de ser necesario, incluso dos- Fuerzas de Reacción Rápida (Joint Rapid Reaction Forces), las cuales debían estar operativas, a más tardar, en 2001. También se creó la Joint Force 2000, combinando aparatos de la Royal Air Force y la Royal Air Navy, se estableció un mando conjunto para los helicópteros (Joint Helicopter Command) y se fusionaron todas las unidades logísticas en un único servicio común a las tres ramas.
El programa estrella, no obstante, era el de los dos nuevos portaaviones. En el documento de 1998, a la vez que se asumían las evidentes limitaciones de la clase Invincible, se expresaba la necesidad de dotar a la Royal Navy de unos nuevos portaaviones, mayores y más capaces, con los que sustituir a los anteriores a partir de 2012. Para ello se lanzó el programa Carrier Strike, que incluía a su vez los subprogramas:
- Carrier Vessel Future como núcleo central, destinado al diseño y construcción de los nuevos buques. Se esperaba que estuviesen dotados con catapultas EMALS, tuviesen capacidad para operar hasta 50 aeronaves, contasen con un desplazamiento de 40.000 toneladas y una autonomía de hasta 10.000 millas náuticas.
- Joint Combat Aircraft, destinado a obtener los aviones de combate que equiparían a los nuevos buques. Aunque la opción más viable era uno de los derivados del programa Joint Strike Fighter que daría lugar al F-35, lo cierto es que se llegó a valorar incluso una actualización de los Sea Harrier e incluso una variante naval del EF-2000.
- Maritime Airborne Surveillance and Control, para dotar a los nuevos portaaviones de helicópteros -e incluso se esperaba que aviones de ala fija- de alerta temprana.
- Military Afloat Reach Sustainability, con el que se pretendía construir los buques auxiliares que debían acompañar a los Queen Elizabeth en sus despliegues.
Al programa de portaaviones se sumarían otras iniciativas, importantes para la Royal Navy y su capacidad de proyección, como la adquisición de cuatro buques de transporte de carga rodada, la incorporación del portahelicópteros HMS Ocean y la construcción de los nuevos HMS Albion y HMS Bulwark. En cuanto a la Royal Fleet Auxiliary, se esperaba acometer la compra de un nuevo buque hospital y dos nuevos petroleros de flota. Curiosamente, al mismo tiempo se reduciría el número de escoltas o buques de guerra de minas, pues se consideraba que la amenaza para las aguas del Canal y del Mar del Norte se había reducido significativamente. Los submarinos de ataque se reducirían de 12 a 10, todos ellos de propulsión nuclear, y serían dotados en todos los casos con misiles de crucero Tomahawk en su variante de lanzamiento submarino. Este último es un punto importante, pues con esta revisión de la estrategia del Reino Unido se pretendía también implementar todas las nuevas tecnologías desarrolladas al albur de la «RMA de la Información». Tecnologías que además se creían claves para mejorar esa capacidad expedicionaria de la que hablamos y para llevar a cabo la guerra litoral, para la que se necesitaban capacidades C4ISR (Command, Control, Communications, Computers, Intelligence, Surveillance, Reconnaissance) y de ataque a tierra.
La Royal Navy era el vector principal del cambio. Sin embargo, intervenir a miles de kilómetros de las Islas Británicas no sería posible con un British Army pensado para luchar una guerra de alta intensidad en las llanuras de Europa Central. Se necesitaban fuerzas más ligeras y desplegables, para lo que había que mejorar la movilidad tanto estratégica como táctica, lo que implicaba cambios orgánicos y en cuanto al material.
Si bien es cierto que se mantuvo una estructura compuesta de dos divisiones, a nivel de las brigadas y su composición, los cambios fueron importantes. Por ejemplo, se convirtió la 5º Brigada Aerotransportada en una brigada mecanizada más, en la asunción de que no volverían a asumir operaciones con unidades paracaidistas de entidad superior a un batallón. Además, se implementaría un nuevo ciclo de preparación trianual, en virtud del cual cada brigada consumiría un año para su entrenamiento, se mantendría otro año como parte de la Fuerza Conjunta de Reacción Rápida (Joint Rapid Reaction Forces) y un último año destinado a la preparación, el despliegue en operaciones de apoyo a la paz (durante un máximo de seis meses) o la recuperación tras este. Recordemos que más o menos por la misma época se estaban definiendo las misiones Petersberg que serían incluidas en el Tratado de Ámsterdam, firmado en octubre de 1997 y en vigor desde mayo de 1999.
Se implementarían también cambios en las funciones de algunas unidades, por ejemplo, creando un nuevo regimiento de reconocimiento blindado y un regimiento NBQ a partir de dos de los ocho regimientos pesados anteriores, manteniendo seis tal y como estaban. Además, se crearían nuevas unidades de ingenieros, imprescindibles para el apoyo a la fuerza en operaciones en el extranjero.
La artillería, por su parte, mantendría 15 regimientos, aunque uno de ellos pasaría a estar dotado con los por entonces novísimos obuses autopropulsados AS-90, en sustitución de los L118 remolcados de 105 mm en servicio desde los 70.
Incluso se aprobaron cambios en la forma en que se gestionaban las flotas de vehículos acorazados y blindados, de modo que, dentro de cada regimiento de carros, de los 58 tanques en plantilla serían utilizados 30 para el entrenamiento, mientras que los otros 28 permanecerían en reserva o mantenimiento, en espera de necesitarse para ser desplegados.
Los programas de desarrollo de nuevos vehículos y sistemas también tendrían su espacio en la revisión estratégica, pues se recogía la intención de colaborar con los EE. UU. y Francia en el desarrollo de nuevos vehículos de combate, misiles contracarro o municiones de precisión para los lanzacohetes y obuses autopropulsados.
Respecto a la Royal Air Force, el documento pretendía amoldarla a los nuevos escenarios, dotándola de capacidades más allá de las tradicionales de interdicción, bombardeo, abastecimiento o superioridad aérea, con la vista puesta en las Military operations other than war (MOOTW), acrónimo nacido en los 90 en los EE. UU. que hacía referencia por ejemplo a operaciones de imposición de la paz, ayuda humanitaria, construcción nacional, etc.
Por supuesto, los planificadores británicos entendían que más allá de lo que la RAF pudiese aportar a las operaciones conjuntas, tenía un papel que cumplir por sí misma, relacionado con la defensa aérea. Por ello, el programa más importante de los que estaban en marcha, esto es, la adquisición de 232 cazabombarderos EF-2000, se mantuvo. De estos, 140 actuarían como aparatos de primera línea, mientras que los 92 restantes permanecerían en reserva o serían empleados para tareas de entrenamiento. Por otra parte, de los aparatos de ataque en servicio, principalmente SEPECAT Jaguar y Tornado, serían dados de baja 2 y 9 respectivamente, desactivándose el escuadrón de ataque basado en Bruggen y moviéndose otras unidades a nuevas localizaciones en los años siguientes. La fuerza de defensa aérea también vería recortado el número de aparatos, pasando de 100 a 87 y sufriendo la disolución del 29º escuadrón, basado en Coningby.
Esta rama de las Fuerzas Armadas británicas, no obstante, no perdió personal. Parte de este, como algunos aparatos de ala rotatoria (Chinooks y Merlin), fueron transferidos al nuevo Mando Conjunto de Helicópteros, que hemos citado antes. Además, incluso se mejoraron las capacidades de evacuación médica (MEDEVAC).
Lo que sí vivió mejoras fue la aviación de transporte. Si hacemos memoria, hemos visto cómo en reformas pasadas esta había sufrido recortes. Al fin y al cabo, para un imperio que se deshacía e iba acortando paulatinamente las distancias a las que debía operar, no era un elemento tan necesario como lo había sido anteriormente. Ahora bien, en el nuevo escenario, en el que se volvería a operar a miles de kilómetros de las bases principales, se necesitaba capacidad de carga. Y no solo para abastecer a las tropas, también para entregar ayuda humanitaria, entre otras cosas. Así, se continuó adelante con los planes de 1994 para hacerse con hasta 25 Hercules (10 C-130J y 10 C-130J-30), aunque el número final se quedaría en 22, mientras se ponía en marcha un programa para dotarse con 4 C-17 Globemaster. Finalmente, esto último se llevaría a cabo tras firmar en el año 2000 un acuerdo de leasing con Boeing y la USAF.
Más allá de las tres ramas de las Fuerzas Armadas británicas, la revisión de la estrategia del Reino Unido propuso cambios en la reserva, mínimos en el caso de la Royal Naval Reserva y la Reserve Air Force, pero contundentes en el caso del Royal Army, que pasaría de 57.000 a alrededor de 40.000 efectivos, con la mayor parte de las pérdidas para las unidades de infantería y caballería.
Por último, se proponían cambios en la política de adquisiciones y mantenimiento, tras detectarse sobrecostes de entre el 7,5 y el 8,5 por 100 en los 25 principales proyectos armamentísticos en marcha.
2002: Un nuevo capítulo en la estrategia de defensa británica
A pesar de que, como hemos visto, la reforma buscaba unas fuerzas más móviles, adaptadas al escenario unipolar posterior a la caída del muro de Berlín, en el que la lucha contra insurgencias y los despliegues a grandes distancias de las Islas Británicas parecían ser el objetivo principal, la revisión de la estrategia de defensa del Reino Unido de 1998 tuvo una vida relativamente corta.
Los efectos de los ataques terroristas del 11-S y las posteriores operaciones en suelo afgano habrían de provocar intensos debates en el Parlamento británico. Codificados en el Sexto Informe de la Cámara de los Comunes, tuvieron como respuesta por parte del Gobierno británico, ya en julio de 2002, el documento “A New Chapter to the Strategic Defence Review” centrado, precisamente, en el impacto de los atentados terroristas de Washington y Nueva York y las implicaciones para la seguridad británica (en línea con el auge de la Homeland Security en los EE. UU.) y la lucha contra el terrorismo internacional.
Tengamos en cuenta que, hasta entonces, y a pesar de que ya en los años 90 los atentados producidos por islamistas radicales habían crecido en importancia, con ataques al World Trace Center en 1993 o los que costaron la vida a 224 en los atentados en las embajadas de Kenia y Tanzania de agosto de 1998, los británicos pensaban mayoritariamente en términos de conflictos asimétricos, operaciones de apoyo a la paz, interposición, etc. Efectivamente, habían podido evaluar, para la revisión de la estrategia del Reino Unido de 1998, la experiencia de sus propios militares en operaciones de apoyo a la paz como Grapple (1992-1995), parte de la United Nations Protection Force (UNPROFOR) en Bosnia y Croacia. Además, por esas mismas fechas (octubre de 1993), tendría lugar la batalla de Mogadiscio, que costaría a los estadounidenses la vida de 19 uniformados y la Federación Rusa estaba inmersa en la primera guerra de Chechenia (1994-1996).
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