La Armada Rusa es, todavía hoy, la tercera más poderosa del planeta. Lo que es más importante, desde Moscú son plenamente conscientes de la importancia de cuidar no solo de sus buques y submarinos sino, cada vez más, de los astilleros civiles y militares o de su flota mercante. Después del colapso soviético y del dramático declive vivido hasta aproximadamente 2001, comenzó una fase de estabilización que se extendería durante varios años y sería seguida por otra de revitalización con distintos intentos, especialmente a partir de 2008, destinados a recuperar las capacidades navales. Desde entonces, muchos de los programas en marcha avanzan a trompicones, siendo todavía numerosos los problemas a superar. Algunos proyectos, como la construcción de los destructores de la clase Líder o los hipotéticos portaaviones, quizá no lleguen a materializarse nunca. Sin embargo, puede que estas sean buenas noticias para un país que cuenta con recursos muy limitados y demasiados frentes abiertos. A lo largo del siguiente artículo trataremos de ofrecer una visión global no tanto del número y tipología de los buques en construcción o en servicio, como desde los puntos de vista estratégico e industrial. Para ello nos centraremos en los aspectos esenciales de la estrategia y la concepción naval rusa, así como en las bases del poder naval de que dispone el país y en las dificultades que ha de enfrentar en cada escenario.
La moderna Armada Rusa nace, a finales de 1991, a partir de las cenizas de la extinta Armada Roja. Esta última, bajo la firme batuta del almirante Gorshkov había alcanzado su esplendor a mediados de los años 80, planteando una amenaza a la OTAN nunca vista. Hasta el punto de, según algunos autores, haber llegado a superarla, por más que sea una opinión minoritaria y harto polémica.
Una vez se produjo la implosión de la URSS y fue arriada la bandera roja de las torres del Kremlin, Rusia, un país azotado por problemas internos de todo tipo y sin la capacidad económica de la desaparecida superpotencia, se quedó con la parte del león de los medios navales soviéticos, algo que terminó por dar lugar a imágenes dantescas. Decenas de buques de superficie y submarinos se caían literalmente a pedazos, amontonados en las agrestes bahías del norte y el extremo oriente rusos. Algunas de las principales bases navales pasaban ahora a ser parte del territorio de terceros estados, al igual que instalaciones críticas como las de Paldinsky o Crimea o que buena parte de las empresas clave del sector de la construcción naval. Un ejemplo claro está en los astilleros de Kerch, precisamente en la citada península ucraniana, o la archiconocida planta de construcción naval “61 Kommunara” de Nikolayev, también en Ucrania y en donde se estaba construyendo por entonces el primer portaaviones CATOBAR soviético, el nonato “Ulyanovsk”.
Siguiendo el ejemplo de este portaaviones nuclear, el resto de los programas navales en marcha se paralizaron casi por completo, víctimas de la escasez presupuestaria, sí, pero también de la falta de una estrategia clara y de otros problemas como la fuga de cerebros que terminó por descapitalizar los astilleros y las oficinas de diseño rusas.
Los estudios académicos que tratan lo ocurrido entre 1991 y aproximadamente 2008 han sido numerosos, mientras que las noticias aparecidas en la prensa generalista se cuentan por miles. España no es una excepción, con autores como el añorado Camil Busquets (1994) tratando el tema en las páginas de Historia y vida o cabeceras como Defensa -en sus buenos tiempos, con Vicente Talón al frente- publicando sobre ello en los 90 y la primera década del presente siglo. En estos y otros medios, y siempre que la publicidad de Rosoboronexport no fuese parte de la ecuación, lo que se nos mostraba era un panorama desolador: una situación catastrófica cuyos efectos todavía se dejan sentir en muchos aspectos, por más que el Kremlin trate de mostrar una imagen de poder, de modernidad y de operatividad máximas.
No está en nuestro ánimo hacer un repaso pormenorizado de lo que la caída soviética supuso en términos de pérdida del poder naval, sin embargo, sí que aportaremos unos pocos datos que ponen negro sobre blanco la magnitud de la tragedia. Jonathan Evitts (2019, pp. 33-34) nos dice que, en la década posterior al colapso de la URSS, el número de submarinos en servicio pasó de 264 a 96, mientras que el de buques de superficie se redujo de 272 a 149, reduciéndose la fuerza en más de un 50% en conjunto. Además, entre 1991 y 2001 se completaron únicamente 39 buques (la inmensa mayoría ya en construcción a finales de los 80) frente a los 198 de la década precedente. Mikhail Tsypkin (2002) es todavía más contundente, aportando datos concretos sobre el personal y el número de escuadrones y bases y afirmando que, para 2001 la fuerza disponible era una tercera parte respecto a la de 1991, mientras que el 90% de los buques y submarinos necesitaban reparaciones. Los datos sobre días de mar y operatividad son también demoledores. Otros autores como Richard Weitz (2015, p. 244) nos explican, hablando de una fecha tan tardía como 2008 -precisamente cuando comienzan a tomarse medidas de calado para revertir la situación- cómo un tercio de los 115 buques teóricamente en servicio activo, en realidad no estaban en situación de navegar. Por último, Tully (2001) nos habla de una Armada que pasó de 365 submarinos en servicio en 1985 a 64 en el año 2000, reduciéndose las unidades en construcción de 27 en 1991 a apenas 6 una década después.
Son datos dramáticos, pero que no reflejan la dimensión humana de la crisis con miles de novatos víctimas de la dedovshchina[1] o, para el caso que nos ocupa, con un gran número de parados y prejubilados dentro del sector naval ruso. Tampoco nos dice demasiado sobre los astilleros que por falta de inversiones debieron cesar en su actividad ni de aquellos que, aun sobreviviendo, perdían terreno a un ritmo creciente frente a competidores extranjeros, incapaces de adoptar las últimas tecnologías de construcción naval (diseño por ordenador, construcción modular…). Menos aún sobre el know how perdido durante esos años por los marinos rusos, faltos de maniobras y días de mar o por sus bureaus de diseño. Ni siquiera acerca de cómo muchos de los buques que sí fueron completados lo fueron de forma casi artesanal, prescindiendo de la estandarización y las economías de escala y también de muchas certificaciones y elementos de seguridad comunes en Occidente. Ni siquiera nos hablan sobre la necesidad de recurrir a su antiguo enemigo, los Estados Unidos, buscando su ayuda para financiar el desmantelamiento de una flota nuclear obsoleta y sin mantenimiento, que representaba un peligro evidente para el medioambiente, para la salud y para la seguridad de muchos países por el riesgo de que el armamento o parte del combustible fuese utilizado por terroristas o cayese en poder de otros estados.
La mejor explicación del infierno vivido por la Armada Rusa, y también la más gráfica, llegó en agosto de 2001, cuando el K-141 “Kursk” de la clase Oscar II y con un desplazamiento de 24.000 toneladas, se hundió a una profundidad de 116 metros unos 250 kilómetros al este de Noruega, en el Mar de Barents (690 36,99N, 370 34,50E), llevándose consigo a sus 118 tripulantes (Bravo, 2010). El accidente dejó al descubierto demasiados problemas, desde la tradicional tendencia a la ocultación y el engaño por parte de las élites heredadas de la época soviética (de las que Putin sigue siendo un magnífico exponente) a la incapacidad de la Armada Rusa para acometer una operación de rescate complicada, pero no imposible. La tragedia, que puso en una difícil situación a un recién llegado Vladímir V. Putin, sirvió para que la población rusa -y de paso el resto del mundo- entendiesen que la otrora poderosa VMF (Voyenno–morskóy flot)estaba en realidad reventando por las costuras. El problema era que por aquel entonces y con los efectos de la crisis de 1997 todavía coleando, Moscú carecía de las herramientas necesarias para revertir esta tendencia. Estas no obrarían en su poder hasta mediados de esa misma década, cuando el ciclo alcista en los precios de los hidrocarburos estaba ya consolidado, llenando las arcas rusas de las tan necesarias divisas y se había logrado someter a las regiones, garantizando el control del Kremlin sobre el país, además de haberse pacificado Chechenia.
La llegada de Putin, como decimos, supuso un revulsivo para la nación, magnificado por la victoria en la Segunda Guerra de Chechenia, lograda sin apenas avances técnicos o doctrinales frente a los años previos, pero aprovechando una situación general más favorable respecto a la de 1994-1996. Podría hablarse así, entre 2001 y 2008 de una fase de estabilización para los ejércitos de Rusia, en la que se intentarían poner en marcha nuevos planes de adquisiciones, se daría impulso a algunos programas y, en general, se frenaría la acusada pérdida de medios y capacidades vivida durante la primera década de existencia del país. Todo a la espera de que se consolidase un nuevo ciclo alcista en el precio de las materias primas que el Kremlin aprovecharía para fortalecer las Fuerzas Armadas.
Este ciclo económico, iniciado hacia 2003-2004 se extendería, con fuertes altibajos debidos a la crisis financiera de 2008, hasta 2013-2014, coincidiendo su fin también con el momento en el que las sanciones por la invasión de Crimea comenzarían a pesar sobre la economía rusa. La buena marcha de la economía permitió poner en marcha las ambiciosas -y finalmente abortadas en gran medida- propuestas de reorganización y modernización hechas por Anatoli Serdyukov, ministro ruso de defensa entre febrero de 2007 y noviembre de 2012.
Serdyukov, como decíamos, fue el promotor de la reforma más profunda vivida por las Fuerzas Armadas rusas quizá desde la creación del Ejército Rojo[2], tal y como explican Jim Nichol (2011) o Aleksandr Golts (2018) entre otros. La buena salud de las finanzas animaría también al Kremlin, una vez analizadas las carencias detectadas durante el conflicto georgiano (ver Cohen y Hamilton, 2011), a lanzar el ambicioso plan estatal de armamento de 2010 (más conocido como SAP-2020) como sustituto del poco efectivo plan 2007-2015, descartado por razones económicas y sistémicas (Martinenko y Parkhitko, 2018). Independientemente de la implementación posterior y de las luchas internas que terminaron por frustrar su aplicación, lo verdaderamente importante fue que Rusia comenzaba a tener los medios necesarios para ir sustituyendo equipos heredados, mejorando aquellos que podían modernizarse e invirtiendo en nuevas armas, sistemas de armas y plataformas, así como en investigación y desarrollo. Es más, se aprecia un fuerte interés por todo lo relativo a la Armada en estos planes de armamento, tal y como explica Delanoë (2019, p. 4):
“Con un presupuesto global de 20,7 billones de rublos (aproximadamente 700.000 millones de dólares al tipo de cambio de 2011). Este plan, sorprendentemente para una potencia continental, daba prioridad a la Armada: recibía aproximadamente el 25% del presupuesto (5 billones de rublos (o 165.000 millones de dólares) cantidad de la cual 2,3 billones de rublos (78.000 millones de dólares) estaban destinados a la construcción de buques.”
Por supuesto, las intenciones de un ministro que despertaba fuertes rechazos dentro de las Fuerzas Armadas por su rupturismo no llegaron a cumplirse al cien por cien y han sido muchos los problemas que Rusia ha enfrentado en lo relativo a sus planes navales. El efecto de las sanciones, con la cancelación de programas como el de los buques de desembarco helitransportado Mistral[3], de diseño francés, o el final de la venta de turbinas navales de MTU AeroEngines ha complicado y mucho el panorama[4], forzando al país a buscar soluciones. Estas no se han hecho esperar y son a su vez otra muestra de lo importante que para Moscú es la VMF. En primer lugar, el 20 de julio de 2020 dio inicio en las instalaciones de Zaliv en Kerch la construcción del “Ivan Rogov” y del “Mitrofan Moskalenko”, las dos primeras unidades del Proyecto 23900 que reemplazarán a los dos Mistral finalmente vendidos a Egipto por parte de Francia[5]. Respecto a las turbinas germanas, se trató de sustituirlas por modelos importados de China, aunque finalmente han tenido que optar por un desarrollo local[6]. No son más que unos pocos ejemplos de los muchos que podrían citarse y hablan a las claras sobre la dificultad a la hora de transformar los planes en realidades, tema sobre el que abundaremos posteriormente en un epígrafe dedicado íntegramente a esa cuestión.
Desde 2014, la situación ha seguido siendo si bien no han dejado de botarse nuevos buques, ni de recibirse aviones o vehículos terrestres, nuevos misiles, etc. El presupuesto de defensa ha sufrido altibajos hasta asentarse en una cifra más o menos cercana a los 50-55 mil millones de dólares anuales a precios constantes de dicho año (Crane, Oliker y Nichiporuk, 2019, p. 27). Eso sí, a costa de aumentar durante un tiempo el porcentaje respecto al PIB que supone el presupuesto de defensa. No obstante, dado que parece que el actual nuevo ciclo alcista de las materias primas se extenderá todavía unos años, es previsible que el país siga contando con medios suficientes para financiar nuevas adquisiciones, al menos a un lustro vista y quizá el tiempo necesario como para cumplir con el nuevo plan de armamentos.
Respecto a este, que recoge las intenciones rusas para el periodo 2018-2027 y es conocido como SAP-2027, fue aprobado con años de retraso frente a la fecha inicialmente prevista (2016). Desgraciadamente para los intereses rusos, la difícil situación posterior a la anexión de Crimea, provocada por la caída en los precios del petróleo y agravada por las sanciones, obligó a replantearse la propuesta inicial actualizándola en función del nuevo escenario. Ha de tenerse en cuenta que el proceso de planeamiento de la defensa en Rusia funciona nominalmente en base a plazos de diez años, actualizándose los objetivos cada cinco y aprobándose por la Presidencia rusa los cambios que se consideren oportunos. Sin embargo, hay un amplio margen de discrecionalidad que a la postre hace que prácticamente nunca se cumplan los plazos marcados por la ley.
Otro aspecto a tener en cuenta es el de la carga que las Fuerzas Armadas suponen para el país. Sin entrar en el efecto arrastre del sector de la defensa sobre el conjunto de la economía, pues este siempre ha tenido gran importancia en Rusia, hay que decir que el porcentaje del PIB destinado a estos efectos es mayor que en cualquier otra gran potencia. Así las cosas, frente al 3,7% estadounidense de 2020 o al dudoso 1,7% chino, la Federación Rusa dedica el 4,3% de su Producto Interior Bruto a este particular. Además, con grandes altibajos, pues la dependencia de su economía respecto del mercado de los hidrocarburos y las materias primas obliga a que en algunos ejercicios el esfuerzo a realizar, para mantener un gasto más o menos constante, sea mucho mayor. Así, según el SIPRI (2021), la serie histórica en el último lustro para estos tres actores ha sido la que se recoge en la siguiente gráfica:
Año | 2016 | 2017 | 2018 | 2019 | 2020 |
Rusia | 5,4 | 4,2 | 3,7 | 3,8 | 4,3 |
EE. UU. | 3,4 | 3,4 | 3,3 | 3,4 | 3,7 |
China | 1,8 | 1,7 | 1,7 | 1,7 | 1,7 |
Lo anterior demuestra una vez más la firma voluntad rusa por mantenerse como potencia militar, independientemente de las circunstancias. También las inercias de un aparato militar que no puede ser dejado a su suerte en los años de vacas flacas como sí ocurre en otras latitudes, sino que sigue consumiendo una enorme cantidad de recursos incluso aunque se recorte en maniobras o en horas de mar. Ambos factores, unidos a la evolución en los precios de los hidrocarburos y sin menoscabo de los efectos negativos para la economía rusa que una crisis en Ucrania o cualquier otro factor pudieran provocar, nos hace pensar que el presupuestario no va a ser el mayor de los escollos a los que deberá enfrentarse Rusia en sus planes de construcción naval de cara a los próximos años. Toca pues identificar cuáles son -y serán- los otros factores que pudieran lastrar el esfuerzo del país de cara a modernizar su Armada.
Las bases del poder naval ruso
Hace ya casi quince años, hacia el invierno de 2007, quien escribe tuvo la suerte de publicar en la desaparecida revista War Heat International, dirigida por el malogrado Fernando Cuen, un artículo dedicado al futuro de la Armada Rusa. En aquel momento había muchísima menos información de la que tenemos actualmente, pues Internet -al menos para algunas cosas- no era lo que es hoy, con una cantidad de papers, webs e información procedentes de foros, redes sociales o grupos de correo que hace difícil mantenerse al día. Es más, todavía teníamos que recurrir, además de a los grandes anuarios como Flottes de combat o Jane’s Fighting Ships, a clásicos como Norman Polmar o, en el caso español, al añorado Camil Busquets. Por supuesto, también a la información que nos llegaba con cuentagotas a través de diversas revistas, muchas de ellas adquiridas en Francia.
Por aquel entonces apenas pude enumerar una serie de programas, con una pequeña reseña histórica de cada uno de ellos y un breve repaso a las características de los buques y submarinos en cuestión. Proyectos como los SSBN 955 Borei, los SSN 885 Yasen, los buques de desembarco 11711 Ivan Gren, las fragatas 22350 Almirante Gorshkov o las corbetas 21630 Buyan se sucedían por aquellas páginas, aunque es cierto que también dediqué unas palabras a la estrategia naval rusa y su evolución. Hoy, por fortuna, podemos conocer casi en tiempo real la situación de algunos programas y, de hecho, el gran problema pasa por ser capaces de bregar con la sobreinformación y la desinformación, para poder así elaborar análisis más aceptables. Eso es lo que vamos a intentar, dejando un poco de lado el número y características de los buques en construcción o en desarrollo, para concentrarnos en lo importante, es decir, todo aquello que hace posible que un estado pueda contar con una armada potente y sostenible a lo largo del tiempo y no de forma puntual.
Para ello, vamos a partir de la obra más conocida de Alfred Mahan, “La influencia del poder naval en la Historia”, editada por nuestro Ministerio de Defensa en 2007. Lo hacemos a sabiendas de que Mahan es un autor polémico que ha sido cuestionado por épocas y cuya obra ha sido puesta en entredicho por autores como Corbett o Aubé, al menos en aspectos relacionados con la estrategia naval. Sin embargo, en otros como los relacionados con los elementos que conforman las bases del poder naval de un estado, se trata de un autor que todavía parece irrebatible. Tanto es así que todos los teóricos que han abordado la cuestión del poder naval desde entonces, incluso los soviéticos, no han hecho mucho más que actualizar las ideas básicas de Mahan. Así, el almirante Gorshkov recogía en “El poder naval del Estado” (1979) premisas muy parecidas a las del estadounidense al señalar la relación entre poder naval, capacidades humanas, industriales, tecnológicas, etc. Es un tema interesante, ciertamente, y del que se quejaba amargamente Coutau-Bégarie (1987) cuando denunciaba el estancamiento de la disciplina en este aspecto. En cualquier caso, y volviendo sobre el tema que nos ocupa, Mahan enumera cinco componentes de dicho poder naval, a saber:
- Situación geográfica: ser una ínsula, tener acceso a océanos o a las rutas comerciales principales, carecer de amenazas que por tierra puedan poner en peligro la propia seguridad, son algunos de los factores que condicionan la vocación naval del Estado.
- Configuración física: no es lo mismo contar con largas y seguras costas, con puertos naturales protegidos y accesibles a buques de gran calado y con salida a aguas cálidas que disponer de escasos puertos de complicado acceso y limitada capacidad con salida a aguas congeladas gran parte del año.
- Extensión territorial: relacionado con el punto siguiente, debe guardar armonía con el volumen de población.
- Número de habitantes: no sólo se ha de contar con una cantidad adecuada de habitantes, sino que una parte sustancial de estos ha de estar relacionada de una forma u otra con el mar, trabajando en empleos que tengan que ver con este: astilleros, comercio, marinería…
- El carácter nacional: la nación debe estar volcada en el comercio, lo que la obliga a abrirse al mar, pues la mayor parte de este se ha llevado siempre a cabo por vía marítima, la más económica. De esta forma, aquellos pueblos cuya vocación sea el comercio serán más propensos a contar con importantes flotas civiles y, como consecuencia, marinas capaces de garantizar la seguridad de las líneas comerciales y los buques mercantes.
No olvidemos, como advierte el propio Mahan, que
“[la táctica] depende de la clase de armas que el hombre emplea y, por lo tanto, sufrirá modificaciones de generación en generación a medida que aumente el progreso humano. A la táctica, precisa de vez en cuando alterarla y hasta cambiarla por completo, mientras que las viejas bases o fundamentos en que descansa la estrategia, por antiguos que sean, siguen, desde los tiempos más remotos, tan firmes como si fueran de piedra”.
En este sentido, la geografía ha sido cruel con Rusia, determinando su aproximación al poder naval. Si atendemos a los cinco puntos citados, tenemos que:
- Situación geográfica: Rusia adolece de unas inmensas fronteras terrestres, en algunos casos bastante complejas de asegurar, como las que lindan con los países OTAN o la frontera en el Extremo Oriente con la República Popular de China, incluso a pesar de la buena sintonía actual entre ambos países (táctica). Esto obliga a Moscú a contar en todo momento con unas enormes fuerzas terrestres que limitan los recursos que el país puede destinar al mar.
- Configuración física: Desgraciadamente para la Federación Rusa, la mayor parte de sus costas o están situadas en el lugar equivocado o carecen de puertos naturales adecuados para sostener un gran volumen de tráfico marítimo. De ahí que buscar salidas a aguas cálidas haya sido una obsesión constante desde tiempos de Pedro I.
- Extensión territorial: Como es bien sabido, Rusia, además de ser el país más extenso del mundo, es también uno de los estados con menor densidad poblacional, repartiéndose sus 145 millones de habitantes por más de 17 millones de kilómetros cuadrados. Lo que es peor, hay una desproporción enorme entre la cantidad de población asentada al oeste de los Urales y la que vive al este, con diferencia la parte del león en cuanto a superficie. Esto impone una serie de trabas al desarrollo naval puesto que, a excepción de los mares Negro y Báltico, cercanos a zonas fuertemente industrializadas y con una población importante, el resto de las fachadas marítimas -Ártico y Pacífico- adolecen de graves problemas que van desde su aislamiento al clima o de la escasa población.
- Número de habitantes: Rusia no solo dispone de una población escasa en relación con su territorio, tal y como hemos visto, sino que además son pocos de entre ellos los que eligen el mar como forma de vida, no en vano ha sido siempre el epítome de potencia terrestre, en el sentido más amplio del término. Por dar algunos datos, la flota pesquera rusa no aparece entre las 15 más importantes del mundo ni por número de buques, ni por tonelaje mientras que el número de buques mercantes botados y su desplazamiento global se han mantenido despreciables a la espera de lo que ocurra con los nuevos astilleros de Zvezda. Con todo, especialmente en el plano militar, cuenta con algunas de las academias más afamadas del orbe, caso del instituto Pedro el Grande o las escuelas navales almirante Makarov en Vladivostok, almirante Nakhimov en Sevastopol y almirante Ushakov en Kaliningrado, en donde forman a sus oficiales navales y, especialmente, de la academia N.G. Kuznetsov de San Petersburgo, en donde se realizan los cursos de postgrado.
- El carácter nacional: Rusia nunca ha sido una nación volcada con el comercio internacional. Ni su flota mercante es de las primeras -de hecho, no aparece en el top ten del ranking global- ni cuenta con un solo puerto entre los 20 más importantes del planeta. En cuanto a exportaciones, figura en el puesto número 15, por detrás de países como Taiwán, Singapur o Bélgica. Sin embargo, todo apunta a que esto está cambiando en parte. Al albur de la renacida Ruta del Norte y el afán ruso por hacer de esta vía una arteria marítima mundial, se están desarrollando en el país interesantes proyectos. El más llamativo de todos es el de la construcción de una quincena de buques gaseros capaces de acometer con garantías dicha ruta, transportando el gas desde Sabetta, en el extremo norte, hacia Europa. Este proyecto, llevado a cabo de la mano de la surcoreana Daewoo, ha permitido de paso construir unas impresionantes instalaciones cerca de San Petersburgo, que serán el puntal de la construcción naval civil rusa en las décadas venideras. Además, al otro lado del país, en los astilleros del Báltico en San Petersburgo se ha acelerado la construcción de rompehielos nucleares del Proyecto 22220 con la intención de mantener la ruta abierta sean cuales sean las condiciones y no se están escatimando recursos para ello pese a los problemas de los últimos años.
Con estos mimbres, no deja de ser meritorio que Rusia, potencia terrestre por excelencia, mantenga todavía hoy la tercera flota más importante del orbe solo por detrás de los Estados Unidos y de la República Popular de China. Además, no se trata como creen muchos únicamente de las inercias generadas por la herencia soviética, pues la URSS cayó hace tres décadas -periodo que marca prácticamente el final de la vida útil de muchos buques-. Muy al contrario, como veremos, en este tiempo han puesto en marcha sucesivos planes de armamento, todos ellos con importantes recursos destinados a la Armada, por más que no hayan llegado a cumplirse en su totalidad y que ésta siempre ocupe un lugar secundario muy por detrás del Ejército ruso. Se diría, incluso, que Rusia cada vez mira más al mar, como si de los tiempos -salvando las distancias- de Pedro I el Grande se tratase.
Esto es algo que se plasma a la perfección en la última Doctrina Marítima de la Federación Rusa, que podemos consultar en inglés gracias a Anna Davis (2015) y en la que se habla de distintos aspectos relacionados con el poder naval, desde el comercio marítimo a la investigación oceanográfica y de las áreas de interés prioritario a la construcción naval o las actividades educativas relacionadas con la formación de futuros marinos, sea civiles o militares. Nada de esto es cuestión baladí, pues si bien algunas de las variables esbozadas por Mahan no dependen de la voluntad humana, como la posición geográfica, esto no implica la existencia de ningún determinismo. Ejemplos claros en uno y otro sentido los tenemos en España, un país que vive cada vez más de espaldas al mar pese a contar con una posición y características envidiables y en China, estado al que la geografía penaliza, pero que ha puesto toda su capacidad en perseguir su objetivo de ser una potencia naval de primer orden.
La estrategia naval rusa en su contexto
En nuestro primer especial sobre Rusia, hablábamos acerca de cómo el país es, en la actualidad, un imperio en retirada con una estrategia general asimétrica, defensiva y reactiva. Decíamos también que esta postura defensiva en el plano estratégico, derivada de la debilidad (relativa) económica, tecnológica y demográfica, no era impedimento para que a nivel operativo y táctico pudiese mostrarse agresiva y obtener victorias puntuales, como en Georgia o en Crimea. Tampoco para que, en el futuro y si las tendencias demográficas cambian o si llegaren a entrar en liza otros factores, como la formación de alianzas, la situación no se revierta. Es más, no siempre fue así.
Remontándonos décadas atrás, tras los grandiosos -y fútiles- planes de Stalin para renovar la Armada Roja una vez concluida la Segunda Guerra Mundial (ver Hauner, 2004) y que incluían la construcción de un gran número de acorazados, la Unión Soviética trató de implementar distintos programas de construcción naval que dieron por lo general escaso resultado. El choque con la realidad llegó de la mano de la crisis de los misiles cubanos, en octubre de 1962, cuando la URSS se vio incapaz de oponer nada al bloqueo efectuado por la US Navy sobre la isla caribeña (Mizokami, 2021). Aprendida la lección por parte del politburó, este dejó vía libre al almirante Gorshkov, quien había sido ascendido a tal rango apenas unos meses antes -pese a comandar la Armada Roja desde 1956- para remodelar la flota, especialmente tras la caída de Jrushchov en octubre de 1964 y la ascensión al poder de Leonid Brézhnev.
Sentó así Moscú las bases de una nueva armada que, más allá de limitarse a la guerra costera y a defender los bastiones en los que debían operar sus submarinos lanzamisiles, buscaba dotarse de unas incipientes capacidades de proyección, de ahí los sucesivos proyectos de portaaviones, el desarrollo de aviones de ala fija embarcados, tanto de ataque como de alerta temprana, etc. Pasaba así la URSS, aprovechando su crecimiento económico y su músculo industrial, a componer una flota de aguas azules con características propias, eso sí, pero susceptible de permitir reforzar su presencia en el Tercer mundo, para lo cual se negoció el uso de numerosas bases en regiones cada vez más alejadas del territorio soviético, algunas de ellas como Cam Ranh, Alejandría, Socotra o Mers el Kebir, de gran significado.
Conviene no perder de vista en ningún caso que, si estos planes se llevaron a efecto, fue porque la situación económica acompañaba, algo que comenzó a cambiar a principios de los 80, cuando el estancamiento se hizo cada vez más evidente. La intervención en Afganistán, por supuesto, no ayudó ni a la economía ni a la cohesión de la Unión Soviética. El país, no obstante, seguía empeñado en competir con los Estados Unidos de forma totalmente simétrica en esos años, lo que llevó a dedicar un porcentaje cada vez mayor del PIB a defensa, algo que a la postre dejó a la sociedad y a la economía soviéticas exangües.
El colapso terminó con una armada totalmente inoperativa a la que llevó años retomar las patrullas, al menos de cierta entidad y con regularidad, volver a botar un número aceptable de buques o poner en servicio diseños nuevos. Es más, obligó a replantear toda la estrategia naval rusa, que durante unos años pretendió ser una mera reedición de la soviética y, además, a hacerlo sobre nuevas bases. Así, de la Armada en franca expansión y con vocación oceánica de los 80 se pasó a otra muy diferente.
Como consecuencia de lo anterior, en la actualidad Rusia apuesta por la negación y la defensa costera, siendo su armada además un componente clave de la burbuja A2/AD que están implementando en lugares como el Báltico o el Mar Negro (Villanueva, 2020). Es así como se explica la apuesta rusa por construir una gran cantidad de buques de entidad corbeta a la par que la renuncia (oficialmente se trata de retrasos) a la construcción de cruceros o de un nuevo portaaviones que sustituya al Almirante Kuznetsov, además del gran énfasis puesto en la “Kalibrización” de la Armada Rusa que explican autores como Delanoe (2018), Evitts (2020) o Sobrero (2019), y a la que previsiblemente siga una creciente “Tsirkonización” (Lee, 2019).
Este último es un aspecto importante que merece ser tratado con cierto detenimiento. La inclusión de sistemas como el Kalibr, con misiles cuyos alcances van desde los 660 a los 2.500 kilómetros (a la espera de que se complete el desarrollo de una variante con 4.500 kilómetros de alcance), respalda por completo las suposiciones sobre la postura estratégicamente defensiva del país, por más que pueda parecer una paradoja. Es así, en tanto estas armas difícilmente van a inclinar la balanza en un conflicto contra la OTAN o incluso China, pero sí que resultarían determinantes en cualquier otro escenario, dotando a unidades por lo demás prácticamente irrelevantes para la lucha antibuque y el control positivo del mar, en vectores de teatro y estratégicos. Además, juegan un papel fundamental en la disuasión estratégica rusa (Pulido, 2019). Dicho de otra forma, apostar por una “flota mosquito” con potente armamento antibuque pero sin capacidad de encaje, enfocada hacia la defensa costera y la lucha en aguas restringidas y que forma parte de su burbuja A2/AD, es indicativo de la renuncia rusa a pelear por el control del mar con las grandes potencias navales (lo que apoya el argumento de la retirada estratégica). Al mismo tiempo, la inclusión de armamento de largo alcance y gran precisión, como se ha demostrado por ejemplo en Siria, es muy útil para seguir logrando éxitos en escenarios puntuales y, llegado el caso, puede servir como herramienta de disuasión e, incluso, coerción.
Conviene además ser cautos respecto a otro tópico generalizado sobre la “flota mosquito” rusa; la supuesta vigencia de la doctrina de la “guerra de la primera salva”. Este concepto, que encaja mejor con una postura estratégica agresiva, hacía referencia en su origen a la intención soviética durante los años 70 y 80 de atacar los grupos de combate de superficie estadounidenses con todas las armas disponibles durante los primeros compases de un enfrentamiento. De ahí el énfasis en armar los submarinos clase Oscar o los cruceros clase Slava y Kirov con misiles antibuque supersónicos de gran alcance, velocidad y poder destructivo como los P-500 Bazalt y los P-700 Granit. Misiles que, para más inri, eran capaces de atacar en salvas de varias unidades en las que uno de ellos volaba a mayor altura, utilizando su buscador activo y transmitiendo los datos sobre el objetivo al resto, que se mantenían en vuelo rozaolas. No solo esto, sino que como explicara Yevyenii V. Semenov a propósito de unas maniobras de la 5ª Eskadra soviética -citado por Golstein y Zhukov (2004)- en 1973:
“Los grupos de ataque deben utilizar todo el armamento disponible para golpear a los grupos de combate: misiles, artillería, torpedos, cohetes de propulsión a chorro, ¡todo! ya que es poco probable que algo quede a flote después de un ataque aéreo. Somos kamikazes.”
Sin necesidad de llegar a tal extremo, sí era cierto que los soviéticos, conscientes de la necesidad de neutralizar el poder aeronaval estadounidense, hubieran buscado asestar un golpe demoledor al principio de un hipotético conflicto. Al fin y al cabo, los portaaviones y portaaeronaves de la US Navy -y el resto de los aliados europeos con tales medios-, así como sus alas aéreas eran claves clave tanto por sus capacidades de ataque a tierra y antibuque como, especialmente, por su capacidad antisubmarina (ASW). Este último aspecto era crucial, pues sin capacidades ASW, los miembros de la OTAN perderían casi cualquier posibilidad de hacer frente a la enorme flota de submarinos de ataque de la Armada Roja, en su tarea de interrumpir la llegada de refuerzos y suministros al teatro europeo. Así, de tendrían manos libres para llevar a cabo una guerra submarina a ultranza en el Atlántico norte contra los convoyes que tratasen de alcanzar las costas del Viejo Continente, generándose un escenario en el que las divisiones acorazadas y motorizadas del Pacto de Varsovia tendrían vía libre para avanzar por las llanuras de Asia Central.
Ahora bien, 2021 no es 1988. En la actualidad la flota submarina rusa, pese a mantener su importancia, no es en absoluto comparable a la de entonces ni por número, ni por calidad relativa, en tanto no ha podido en las últimas décadas mantener el ritmo de avance tecnológico de otras armadas. Si en los 80 llegó a alcanzar la paridad tecnológica y se acariciaba ya la “revolución silenciosa” de la que hablaban autores como Breemer (1989), lo cierto es que los 90 y la primera década del presente siglo han sido años perdidos. Pese a las bondades de diseños como los Yasen (2) o las variantes más modernas de los Kilo, o incluso pese a mantener en servicio todavía un buen puñado de SSGN Oscar II (8), SSN Akula (10), Sierra II (2) y Victor III (2) y SS/SSK Kilo (21) y Lada (1), la cifra total es de apenas 46 unidades, algunas en un estado dudoso. Cuesta pensar que con estos mimbres pudiesen llegar a poner en verdaderos apuros a la OTAN, por más que algunos de sus miembros hayan descuidado sus capacidades antisubmarinas en los últimos tiempos.
La incapacidad rusa a la hora de mantener el ritmo de avance y el número de plataformas no ha hecho sino obligar al país a apostar por la asimetría. Para un estado con las aspiraciones de Rusia, pero sin capacidad económica, tecnológica o humana como para competir en cada apartado de la guerra moderna contra las dos superpotencias, la única forma de seguir al pie del cañón pasa por destinar recursos a todos aquellos nichos en los que o bien tenga todavía cierta ventaja tecnológica, o bien hayan sido descuidados por el rival, permitiendo plantear una amenaza a un coste aceptable. El desarrollo de las armas hipersónicas es uno de estos nichos, aunque la ventana de oportunidad para Rusia será limitada. El uso de submarinos de cometidos especiales, con un desarrollo sin parangón gracias a los aparatos de la 29º Brigada de la Flota del Norte, es otro ejemplo. Lo mismo podría decirse en el caso de armas de tercer ataque como el torpedo autónomo Status-6. En el caso concreto de la Armada rusa, dejando de lado las corbetas y el sistema Kalibr, la gran baza son los submarinos.
Precisamente, el futuro del arma submarina y lo que, en relación con la estrategia naval rusa se desprende de ello, nos habla una vez más de la retirada estratégica rusa y el abandono de los océanos en favor de las aguas costeras y restringidas. Dejando de lado los submarinos de misiles balísticos, que siguen otros derroteros, la apuesta por los Yasen y Yasen-M no debe hacernos perder de vista que el grueso de la flota estará compuesto en pocos años -según se vayan dando de baja los SSN Akula y Victor III y los SSGN Oscar II en servicio- por una mayoría de submarinos convencionales de la clase Kilo. Sin duda, en su última evolución (Proyecto 636.3) son buques modernos y capaces, pero con evidentes limitaciones para operar en aguas azules. No parece que Rusia, pese a haber estabilizado sus presupuestos, tenga otro remedio que seguir apostando por los 636.3, pues los Lada han resultado un fiasco. Todo ello a la espera de lo que pueda ocurrir con la hipotética clase Husky, submarinos nucleares de ataque de coste inferior a los Yasen-M y en los que se viene trabajando desde hace años como futuro reemplazo de los Akula y Sierra (Sutton, 2019).
Volviendo sobre la idea de la retirada estratégica, hay que aclarar que esta no es en absoluto incompatible con avances y tomas de posición puntuales. El ejemplo más claro lo tenemos en torno a Crimea, el Mar Negro y el Mediterráneo. En este escenario, Rusia no podía permitir que la península, auténtico portaaviones natural en mitad del Mar Negro, cayese en la órbita de la OTAN, lo que en última instancia sirvió de acicate a la invasión de 2014. Desde entonces, la actividad rusa en dicho mar, así como en el Mediterráneo, se ha multiplicado, buscando por una parte ganar profundidad estratégica con un despliegue permanente apoyado en instalaciones como Tartus, en Siria. Además, ha tejido una densa red A2/AD consistente en misiles antibuque basados en tierra Bastion y Bal, sistemas antiaéreos S-300 y S-400 y en los submarinos y corbetas de la Flota del Mar Negro y la Flotilla del Caspio, además de la aviación y los equipos de guerra electrónica.
Otro caso claro que ilustra la retirada rusa es el de las unidades anfibias, a pesar de la construcción de dos modernos LHD en Kerch. Como nos explicaba Robert Waring Herrick (1968, p. 141) citando a V’iunenko, los soviéticos apenas concebían dos tipos de operaciones anfibias: 1) las destinadas a asediar y tomar puertos y bases navales enemigas para uso de las tropas soviéticas y; 2) las concebidas para superar la resistencia enemiga flanqueando y sobrepasando su despliegue, especialmente en zonas como estuarios y canales. Se trata de una idea que confirma un autor más moderno, Kokoshin (1998 p. 78) cuando, citando a I. M. Ludri -quien habla del conjunto de la Armada Roja-, sostiene que “no hay que olvidar nunca que la marina no tiene misiones propias e independientes dentro del Ejército Rojo. La flota puede y debe cumplir operaciones independientes, pero dentro del rango de tareas establecido por el mando del Ejército”. Como consecuencia, estas unidades siempre tuvieron un papel de comparsa, pensadas como estaban para servir de apoyo a las operaciones terrestres y disponiendo de buques de escasa entidad para nuestros estándares (Ropucha, Alligator…). Una flota, además, baqueteada y envejecida, pues salvo el problemático Ivan Gren, destinado a la Flota del Norte, no ha encontrado repuesto hasta el momento.
Ahora, con la construcción, como decíamos, de dos nuevos LHDs en Crimea, buscan dotarse de una capacidad de proyección similar a la de naciones europeas como Francia o Italia, con la vista puesta en el Mediterráneo e incluso el Ártico (Newdick, 2021). Es algo que vienen persiguiendo desde principios de siglo y, de hecho, en su día llegaron a firmar con Francia la venta de dos buques de la clase Mistral que finalmente, a consecuencia de la invasión de Crimea, tuvieron como destino Egipto. Por supuesto, los planes rusos para estos buques no pasan por utilizarlos en una guerra contra la OTAN, ni reflejan una postura general más agresiva. A diferencia de buques de antaño como los cruceros pesados de la clase Kiev, en la actualidad no hay nada parecido a los aviones Yak-38. Ni siquiera un número adecuado de helicópteros Ka-27/Ka-31 que sirvan para la guerra ASW y la alerta temprana, lo que dice mucho sobre la vocación de los nuevos buques. Sin embargo, sí que permitirán al Kremlin defender sus intereses con un abanico de herramientas más amplio en zonas como el Mediterráneo Oriental, Oriente Medio o el Índico. Aplazada sine die la construcción de un relevo para el Kuznetsov (Trevithick, 2017), estos buques de desembarco helitransportado ofrecen una alternativa más versátil, económica y adecuada a los nuevos tiempos. Podrá así Rusia insertar unidades Spetsnaz, realizar operaciones de extracción de rehenes, diplomacia naval incluso amenazando con el uso de la fuerza, desembarcar llegado el caso y, en resumen, todas las tareas que se encomiendan en otras armadas a los buques de este tipo.
Hablar de proyección, aunque sea limitada, nos obliga a tocar otro aspecto fundamental en el que Rusia no ha hecho los avances necesarios: la logística. La Armada Rusa carece de buques de reabastecimiento comparables a los que encontramos en armadas como la estadounidense, las europeas o la china, sin demérito de lo logrado con el “expreso sirio” durante las operaciones rusas en Siria. En cualquier caso, la mayor parte de petroleros y buques de reabastecimiento datan de los años 70 y 80 (Boris Chilikin, Dubna, Kaliningradneft, Altay…), cuando no de los 60 (Olekma, Khobi). Están por tanto al límite de su vida útil o bien la han sobrepasado ampliamente. Además, en su mayoría se trata de buques civiles reconvertidos y con desplazamientos reducidos en comparación con sus homólogos. En los últimos años ha invertido en los nuevos petroleros clase Académico Pashin, de los que esperan contar con hasta seis unidades (hay dos en construcción actualmente en los astilleros Nevsky de San Petersburgo) y de una versión mejorada, supuestamente con otras dos unidades en grada en Zaliv. Con todo, no es el tipo de esfuerzo que se espera de una marina que realmente aspire a salir a aguas azules.
Antes de terminar con este pequeño repaso a la estrategia naval rusa desde 1991, hemos de detenernos en dos actores clave: el FSB y Atomflot. En el primer caso, la institución heredera de la antigua KGB, el actual Servicio Federal de Seguridad, cumple con un papel parecido al de los servicios de guardacostas en otras latitudes, aunque con unas atribuciones, un presupuesto y un poder para los que hay pocos ejemplos comparables. También hay que tener en cuenta el contexto: la Guardia de Fronteras de la Federación Rusa, encuadrada dentro del FSB, debe proteger más de 60.000 kilómetros de líneas fronterizas, incluyendo casi 38.000 kilómetros de costas y una Zona Económica Exclusiva de más de 7,5 millones de kilómetros cuadrados que incluye zonas en disputa como las Kuriles. Para bregar con tamaña responsabilidad, en los últimos años han venido dotando al servicio de buques modernos -en su mayoría botados a partir de 2008- de los que hay además un buen número en construcción. Es el caso de los patrulleros de la clase Okean (Proyecto 22100) tienen un desplazamiento de 2.700 toneladas y van armados con un montaje AK-176M de 76 mm y dos estaciones MTPU de 14,5 mm además de un helicóptero Ka-27. Lo mismo podría aplicarse a los Purga, Komendor o Rubin, todos armados, aunque con instalaciones más acordes a patrulleros (30mm, 14,5mm…). Además, no se trata de una flota compuesta únicamente por patrulleros y lanchas guardacostas, ni mucho menos. Cuenta con sus propios petroleros, con buques de transporte e, incluso, con algún remolcador. Así, aunque no tengan una función clara en tiempo de guerra, los medios la Guardia de Fronteras se configuran como una interesante herramienta para la Zona Gris, en la protección de sus importantes recursos pesqueros y, relacionado con lo anterior, en la defensa del Ártico.
Por último, enlazando precisamente con el Ártico, que es una de las zonas de atención preferente de la estrategia naval rusa, es obligado hablar de la flota de rompehielos nucleares. Después de numerosos contratiempos, el Proyecto 22220 ya ha comenzado a dar pasos en firme. La primera unidad, el “Arktika”, fue aceptada para el servicio en octubre de 2020 pese a los problemas de propulsión, que han ido solucionando. En la actualidad se están llevando a cabo las pruebas de mar de la segunda unidad, el “Sibir”. Además, tanto el “Ural” como el “Yakutia” están en construcción en los Astilleros del Báltico de San Petersburgo (Nilsen, 2021). La intención pasa por dotarse con entre 5 y 7 unidades, según las fuentes. Si realmente logran llevar a cabo sus propósitos y máxime si buques como el Proyecto 10510 se completan, Rusia contará con una ventaja decisiva -una más- en esta importante región, al ser la única potencia capaz de abrir pasillos no solo al tráfico mercante, sino también a los grandes buques de guerra de superficie.
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