La irrupción de China e India como potencias con capacidades anti satélite, unida la lógica reacción de rusos y estadounidenses ante el nuevo escenario, está provocando un efecto en cadena y un auge sin precedentes, ni siquiera durante la Guerra Fría, de los desarrollos relacionados con la guerra espacial. Conscientes de la necesidad de defender sus propios activos espaciales, otros actores como Francia, el Reino Unido o Japón se están lanzando también a implementar sus propios programas, en principio de autodefensa. Sea como fuere, la aceptación del espacio como un dominio más en pie de igualdad con los tradicionales y su progresiva militarización están dando paso a una nueva era marcada por la incertidumbre.
La carrera espacial protagonizada por los Estados Unidos y la Unión Soviética desde durante la Guerra Fría fue mucho más allá de los hitos que todos conocemos, como el lanzamiento del primer satélite artificial (1957), del primer humano (1961) o la llegada del hombre a la Luna (1969). En realidad, la búsqueda de prestigio y el interés científico, aunque importantes, apenas servían para esconder los objetivos estratégicos que realmente justificaban la ingente inversión acometida por ambos bandos.
Más allá de la propaganda, lo que realmente estaba detrás de programas como Sputnik 1 o Apolo 11 era el dominio de la misilística, la navegación, la automatización, las comunicaciones o la robótica, entre otros. Todos ellos eran -y son- campos del conocimiento susceptibles de mejorar las capacidades militares, lo que ha permitido el desarrollo de los misiles balísticos, el reconocimiento por satélite o las primeras redes informáticas como OGAS o ARPANET.
Es cierto que la batalla multidominio era todavía un sueño y el foco estaba todavía puesto en imponerse en los tres dominios tradicionales. Incluso cuando se hablaba de situar armas en el espacio, generalmente se hacía con la intención de golpear los dispositivos enemigos en tierra o, cuando menos, dentro de lo que denominamos biosfera. Es decir, que únicamente contemplaban el espacio como una extensión del terreno de juego habitual y los medios allí situados como multiplicadores, pero no lo consideraban un campo de batalla en sí mismo. Pasaría mucho tiempo hasta que el espacio fuese entendido como lo que es, un dominio necesitado de sus propios medios, modos y fines.
¿Qué es el dominio espacial?
Resulta curioso que hablemos con total naturalidad del espacio, casi como algo cotidiano, pero ignorando que en realidad la distinción entre lo que se considera espacio y dominio aéreo sigue siendo motivo de debate entre los expertos.
Desde el punto de vista de la geografía, el espacio exterior y la atmósfera no tienen un límite evidente, más allá de la línea de Kármán, que la Federación Aeronáutica Internacional fija como frontera entre ambos y que se sitúa a 100 kilómetros sobre la corteza terrestre. No obstante, hay otras líneas posibles a diversas alturas entre los 80 y los 120 kilómetros.
Para el caso que nos ocupa, ocurre algo parecido a lo que sucede con las montañas. Estas, desde el punto de vista militar, no son en sí relevantes, pues lo realmente importante no son las cumbres sino los collados, verdaderos cuellos de botella con gran valor militar. En el caso del espacio, lo importante no es la mayor parte de este -virtualmente infinito e inaccesible-, sino las órbitas más comunes utilizadas por los satélites.
Así las cosas, aunque se ha hablado incluso de situar armamento en la Luna y se invierten cifras ingentes en la exploración de otros planetas como Marte, por el momento todo ello queda muy lejos de los planes de las principales potencias, mucho más realistas y austeros en la mayor parte de los casos.
Como decimos, lo más relevante desde el punto de vista militar es alcanzar la capacidad de actuar en una estrecha franja que va de los aproximadamente 200 kilómetros de altitud en que se sitúa la órbita más baja posible para un satélite (las órbitas estables más bajas se encuentran a partir de 350 kilómetros) y los 35.786 kilómetros en donde se fija la órbita geoestacionaria. Dentro de este rango, por supuesto, hay zonas más relevantes que otras, como ocurre con la órbita en la que se mueven los satélites de la red GPS (20.200 km).
Por debajo de la línea de Kármán, aunque hay mucha discusión al respecto, se entiende que la responsabilidad es de las Fuerzas Aéreas, aunque últimamente hay discusiones sobre la franja exacta que corresponde a estas y a las fuerzas espaciales en algunos estados, más por motivos presupuestarios y de mantenimiento del statu quo que por otra cosa.
Por otra parte, que los activos espaciales se encuentren en su mayoría en la franja que hemos indicado no quiere decir que no se pueda actuar sobre el dominio espacial de otras formas. Precisamente una de las “gracias” del concepto de multidominio radica en la posibilidad de actuar sobre cualquiera de ellos a través del resto.
De esta forma, si bien los ataques cinéticos -u otros que describiremos- son la primera opción, cabría afectar las capacidades espaciales de un hipotético enemigo mediante ataques cibernéticos sobre sus sistemas informáticos, a través de ataques superficie-superficie o aire-superficie, recurriendo a la guerra electrónica, etc.
En resumen, el dominio espacial tiene un componente físico, sí, pero como ocurre con el resto de dominios, cada vez es más vulnerable a acciones procedentes de estos y, como veremos más adelante, los primeros intentos de guerra espacial fueron precisamente mediante misiles superficie-aire.
La utilidad de los satélites militares
Normalmente tendemos a asociar las capacidades espaciales con el número de satélites de que dispone cada actor. Aunque en puridad esto no es así y la variedad de sistemas es más amplia, desde cohetes sonda a aparatos tan enigmáticos como el X-37B de la USAF, es cierto que los satélites son los más habituales y reconocibles.
En la actualidad hay más de 2.000 satélites orbitando la tierra. De estos, menos de un tercio son puramente militares, aunque son mucho más los que podrían tener llegado el caso, doble uso. El principal operador, a mucha distancia del segundo, es Estados Unidos, con casi un millar de satélites desplegados, cifra que se multiplicará incluso en uno o incluso dos órdenes de magnitud en las próximas décadas, gracias a las constelaciones de nano-satélites. Estos, como sus hermanos mayores, serán utilizados para las siguientes funciones:
- Reconocimiento: desde la identificación de objetivos hasta la detección de los efectos de las detonaciones nucleares subterráneas. En la actualidad la resolución, en el caso de los más avanzados, es inferior a los 20 centímetros, lo que permite realizar análisis de una precisión sin precedentes, igualando a la fotografía aérea en algunos casos.
- Navegación y posicionamiento: Desde la ubicación del objetivo hasta el guiado de las armas. A pesar de que los sistemas principales son el estadounidense GPS, el chino Beidou, el ruso Glonass y el europeo Galileo, cada vez son más los países que buscan su alternativa aún a escala regional, como Japón con QZSS e India con NaviC.
- Inteligencia de señales (SIGINT): con el objeto de detectar las emisiones enemigas, algo muy útil por ejemplo para prevenir operaciones militares, o bien cuando estas ya están en marcha para localizar objetivos, para labores de inteligencia, etcétera.
- Comunicaciones: Quizá el aspecto más sensible, pues como explicamos a propósito de la Network Centric Warfare y de la Guerra Electrónica en Rusia, los ejércitos modernos pierden buena parte de su operatividad si estas no son posibles o se ven degradadas.
- Alerta temprana: Los sensores infrarrojos de los satélites pueden detectar misiles mediante el rastro de sus emisiones térmicas o “plumas”.
- Meteorología: Aunque a algunos les sorprenderá que se incluyan los satélites meteorológicos dentro de este epígrafe, sin previsiones fiables sería inconcebible planificar algunas operaciones militares.
- Cartografía: Caso similar al anterior, sin datos cartográficos lo suficientemente exactos, la conducción de operaciones militares se complica. Además, en algunos casos como el fondo marino, esto tiene una importancia capital por ejemplo en la guerra submarina.
Un nuevo escenario estratégico
En los últimos años todos los equilibrios pretéritos han saltado por los años debido a la irrupción de nuevos actores con capacidades crecientes. Lo que es peor, al rearme ruso y el auge chino no sólo se unen la irrupción de India como potencia con capacidades ASAT, sino los anuncios de potencias como Japón, Francia o el Reino Unido, países todos que ya han iniciado programas de guerra espacial aunque de signo dispar.
Quizá el aspecto más destacable, más allá de los avances de cada programa -que comentaremos a continuación-, reside en las incertidumbres provocadas por el nuevo escenario y que son al menos hasta cierto punto, equivalentes a lo que vimos respecto a la Segunda Era Nuclear. De hecho, se pueden trazar interesantes paralelismos entre el escenario nuclear anterior, caracterizado por:
- El enorme tamaño de los arsenales.
- La irrelevancia de las potencias medias.
- La existencia de esferas de influencia perfectamente delimitadas.
Y el vivido hasta ahora en la confrontación espacial en el que:
- Se recurría a armas como los pulsos EMP o los proyectiles cinéticos que limitaban el control de la escalada reduciendo también el número de posibles escenarios.
- Únicamente los EE. UU. y la URSS tenían capacidades de guerra espacial, siendo irrelevantes las capacidades civiles del resto de actores.
- Las esferas de influencia políticas en la Tierra tenían su reflejo en el espacio, dada la coordinación entre las agencias espaciales de los países que formaban parte del bloque occidental, mientras en el caso soviético todo dependía exclusivamente de la voluntad de Moscú.
La situación en los últimos años, como decíamos, ha cambiado hacia un escenario mucho más complejo e imprevisible en lo nuclear, caracterizado por:
- Reducido tamaño de los arsenales, lo que aumenta la inestabilidad.
- N jugadores
- Dificultades para el control de armamentos
Lo que una vez más tiene su reflejo en el espacio (íntimamente relacionado, por otra parte) dado que:
- Tendencia hacia armas menos letales y más versátiles y por ello más susceptibles de ser empleadas.
- N jugadores
- Dificultades para el control de armamentos, toda vez que no hay acuerdos de limitación de ningún tipo más allá del “Tratado de prohibición parcial de ensayos nucleares en la atmósfera, en el espacio exterior y bajo el agua”.
De esta forma, tendemos hacia un marco caracterizado por la imprevisibilidad y la inestabilidad, en el que la entrada de nuevos jugadores y el desarrollo de nuevas armas se está acelerando, augurando un futuro mucho más peligroso dada la posibilidad creciente de que se lleguen a producir enfrentamientos armados en el espacio, con el agravante de que estos podrían implicar no solo a dos actores, sino a múltiples.
Por otra parte, el hecho de que la variedad del armamento sea mayor y más versátil, sumado a las posibilidades derivadas de un escenario multidominio, hacen que los enfrentamientos además de más probables, sean también más fáciles de gestionar y, llegado el caso, los actores dispongan de herramientas adecuadas para iniciar una desescalada.
Medios ofensivos y defensivos
Hasta el momento, la mejor protección para los medios basados en el espacio, era consecuencia de las propias características del medio espacial. La necesidad de salvar la gravedad terrestre para lanzar cualquier ataque complicaba y encarecía sobremanera su realización. Del mismo modo, la distancia entre los satélites dentro de una constelación de estos, dificultaba atacarlos uno por uno.
El paso del tiempo, el desarrollo de nuevas tecnologías y la democratización del acceso al espacio han provocado que lo que antes era patrimonio de la Unión Soviética y los Estados Unidos, ahora esté al alcance de nuevos actores. Con todo, desde el punto de vista técnico, todas las aproximaciones continúan planteando retos formidables.
Lo que veremos en las próximas décadas será sin duda fascinante, con varios actores tratando de implementar soluciones propias, seguramente de varios tipos con la idea de dotar de cierta redundancia a sus sistemas, sean ofensivos o defensivos. Por otra parte, se buscará en todo momento limitar al máximo los daños colaterales que podría ocasionar la difusión de fragmentos, cuyos efectos se han comprobado tras pruebas de interceptores cinéticos. Así, entre las ideas que se manejan, podemos contar las siguientes:
- Microondas de alta potencia: Al igual que vimos al hablar de la Letalidad Distribuida, también en el espacio la emisión de microondas será una forma relativamente incruenta de terminar con un satélite enemigo. Eso sí, se necesitará una cantidad importante de energía para emitir radiación suficiente como para superar la protección que suelen incluir «de serie» los satélites.
- Jamming: Otra posibilidad en alza pasa por interferir los satélites enemigos o sus señales, con la ventaja añadida de que el efecto podría ser temporal y utilizarse como medio de coerción.
- Láser: Lejos de los tiempos en que se pretendía basar grandes láseres en tierra o de la SDI de Reagan, ahora sí resulta posible, gracias a la mayor eficiencia energética, situar armas láser a bordo de satélites con los que destruir o inutilizar los medios enemigos.
- Sprays químicos: Aunque parezca mentira, la guerra espacial podría consistir en algo a priori tan simple como rociar un spray sobre un satélite enemigo, impidiendo por ejemplo que sus placas solares puedan cumplir con su función o cegando sus sistemas ópticos.
- Ataques cinéticos: Más allá de los misiles lanzados desde la tierra o desde aviones al objeto de golpear los satélites enemigos, podrían llegar a situarse interceptores cinéticos en el propio espacio, una solución cada vez más barata aunque requiere de bastante precisión para cumplir su función. Por otra parte, como veremos, países como Francia se plantean situar armas convencionales a bordo de sus satélites como medio defensivo, una solución que ya probó la Unión Soviética tiempo atrás.
- Mecanismos robóticos: Solución propia de Goldfinger, consistiría en capturar un satélite enemigo mediante uno propio no con la intención de devolverlo a la tierra, sino de que la otra potencia pierda el control sobre el mismo o bien que este se aparte de su órbita.
Por supuesto, hay otro tipo de ataques como la anulación física de los centros de control enemigos, el jamming desde estaciones terrestres, los láseres basados en tierra o los ciberataques (tanto para negar el control de la red de satélites como para secuestrarla) que también se contemplan y ante los que se toman contramedidas.
Y hablando de medidas, toca hacer una referencia a la defensa frente a las armas espaciales. Lo cierto es que dejando de lado la protección de las estructuras en tierra, la ciberdefensa y la guerra electrónica, defenderse de un ataque ya en marcha sobre un satélite propio es harto difícil, aunque se están estudiando diversas soluciones:
- Algunos actores están planteando soluciones como situar nanosatélites capaces de defender a los satélites principales por ejemplo «sacrificándose» al actuar como interceptores cinéticos.
- Otra posibilidad pasa por situar cañones en los satélites propios, lo que permitiría disparar contra los objetos que se aproximen a distancias cortas.
- También la guerra electrónica tiene aquí su lugar, por ejemplo mediante el uso de contramedidas electrónicas que inutilicen los satélites enemigos si estos se aproximan a los propios.
- La instalación de chaffs y bengalas para confundir los medios de detección enemigos también está en estudio.
No obstante, la posibilidad más prometedora de cara al futuro, para por la distribución de la actual red de satélites, compuesta de un número limitado de objetivos de alto valor, en una constelación mucho más amplia, formada quizá por decenas de miles de mini-satélites o nano-satélites. Todo ello con las ventajas que se derivan en cuando a resiliencia del conjunto, pues aunque se dañasen decenas o incluso cientos de satélites (para lo que harían falta armas de destrucción masiva), la constelación podría seguir operando.
Un poco de historia
Durante los primeros años de la Guerra Fría las dos superpotencias hicieron diversos esfuerzos por situar armas en el espacio, generalmente sin conocer todavía a fondo las posibilidades reales de cada iniciativa, ni si eran totalmente factibles desde el punto de vista técnico. Hay que entender que hablamos de un dominio que por entonces era terra ignota y que buena parte de los programas relacionados con su exploración y uso militar o civil se movían en arenas movedizas dada su complejidad.
Esto es, ni más ni menos, lo que ocurrió con iniciativas como Starfish Prime (1962), cuando un cohete Thor envió una cabeza nuclear W49 al espacio con la intención de detonarla y comprobar los efectos del pulso electromagnético generado por la explosión. Estos, hasta entonces desconocidos aunque previstos por los científicos, resultaron ser mayores de lo esperado, destruyendo aparatos eléctricos a distancias de 1.300 kilómetros, además de afectar a diversos satélites, abriendo una prometedora vía de investigación.
No fue la única prueba, por supuesto. En realidad sólo fue una más de una larga lista que para entonces incluía ya varios experimentos desde que en 1958, en el marco de la operación Hardtack, se produjese la prueba Yucca de 1,7 kilotones. Es más, con el tiempo los EE. UU. llegaron a adaptar los conocidos misiles Nike Zeus para misiones ASAT, relevados a mediados de los 60 por una adaptación de los IRBMs PGM-17 Thor.
El gran problema de este tipo de armamento radica en su utilidad casi nula fuera de una guerra nuclear, pues en su mayor parte obliga a juegos de suma cero, limitando por completo las opciones de quienes disponen de él en sus inventarios. Dicho de otra forma, al ser armas de destrucción masiva, las posibilidades de utilizarlas de forma limitada o selectiva eran inexistentes, lo que obligó a buscar soluciones más versátiles.
Algunas pasaban por diseñar y construir vehículos orbitales tripulados, como en los proyectos Blue Gemini (EE. UU.) o Almaz (URSS). En este último caso, por ejemplo, la estación fue equipada con un cañón de 23mm similar al utilizado por los artilleros de los Tu-22, lo que permitía tanto la autodefensa, como inutilizar por ejemplo satélites enemigos.
Otras iniciativas, más conocidas, se centraban en la utilización de misiles anti-satélite como los recientemente empleados por la República Popular China o India. No debemos obviar, no obstante, que hay una diferencia de 60 años entre la primera prueba realizada por los EE. UU. y la última, llevada a cabo por India. Al fin y al cabo, el temor de los estadounidenses y soviéticos a que sus rivales basaran armas en el espacio fue real desde la puesta en órbita del Sputnik 1, por lo que no es de extrañar que se esforzasen en encontrar algún tipo de medio defensivo, tirando de lo que tenían a mano.
Concretamente fue en septiembre de 1959 cuando fue lanzado un primer misil High Virgo desde un Convair B-58 contra un satélite Explorer. Sin embargo, no tuvo éxito, según un documento presentado por Anatoly Zak en el Instituto de las Naciones Unidas de Investigación sobre el Desarme. Es cierto que la primera tentativa terminó en fracaso, pero apenas un mes después un misil Bold Orion lanzado desde un aeronave B-47 logró pasar a menos de cuatro kilómetros del satélite Explorer-6 a una altitud de 251 kilómetros, demostrando que era posible derribar satélites mediante el empleo de misiles. Mientras tanto, al otro lado del telón de acero los científicos soviético se afanaban en desarrollar su propio misil, llevando a cabo siete pruebas entre los años 1963 y 1971, lo que sirvió para afinar un modelo que se declaró operativo en 1973. Este sería posteriormente sustituido por el misil 79M6, base del sistema 30P6 Kontakt lanzado desde una variante ad hoc del MiG-31D Foxhound.
Otra de las soluciones puestas sobre la mesa durante la Guerra Fría consistió en utilizar potentes láseres, como el ruso Terra-3 (5N76), instalado en su día en el polígono de Sary Shagan y cuya función principal era la defensa antimisil, aunque protagonizó episodios curiosos. El más llamativo de todos fue quizá, en 1984, el incidente que envolvió al transbordador espacial estadounidense Challenger mientras volaba a casi 600 kilómetros de altitud y es que, al parecer, fue detectado por el láser LE-1 (5N26) y atacado, pasando algunos instrumentos a dejar de funcionar. El incidente no fue a mayores y el sistema dormiría el sueño de los justos hasta ser desmantelado por completo a mediados de la pasada década, quedando para el recuerdo.
La situación se complicó sobremanera en los años 80 especialmente tras el lanzamiento, por parte de la Administración Reagan de la Iniciativa de Defensa Estratégica (1983), más conocida entre el gran público como “Guerra de las Galaxias”. En este caso concreto, la idea detrás de invertir decenas (más bien centenares) de miles de millones de dólares en el desarrollo de sistemas de detección y armas cinéticas y láseres que actuarían desde el espacio, pasaba por anular la efectividad de los misiles balísticos soviéticos. Una vez más, incluso en el punto álgido desde el punto de vista del enfrentamiento tecnológico en el espacio entre las superpotencias, las armas espaciales no buscaban dominar el espacio como tal, sino que eran un apéndice de la guerra nuclear.
Si en los 60, 70 u 80 la situación, pese a la creciente ventaja estadounidense, era bastante pareja, con el colapso soviético el equilibrio cambió radicalmente, hasta el punto de que el USPACECOM (Mando Espacial de los Estados Unidos), creado inicialmente en 1985, fue disuelto en 2002 al considerarse innecesario y priorizarse otras partidas de gasto. El espacio, como el océano, era un “lago” estadounidense.
No solo la NASA contaba con un presupuesto mayor que cualquier otro de sus competidores (algo que se mantiene), sino que a este había que sumarle las partidas dedicadas al espacio que tenían las tres ramas tradicionales de sus Fuerzas Armadas o la inversión ingente de agencias como la NRO, la NGA, la propia CIA, etc. Por supuesto, el número de satélites en órbita de origen estadounidense hacía -y hace- palidecer los esfuerzos de agencias como la ESA. Además, la red GPS alcanzó su capacidad total en 1993 y en 2008 el satélite de reconocimiento USA-193 fue derribado por un misil SM-3 lanzado por el USS Lake Erie, demostrando que ya no hacían falta lanzamientos desde F-15 para alcanzar satélites en órbita. La superioridad, en definitiva, era abrumadora.
Y sin embargo, fue en esta época de liderazgo indiscutible cuando todo cambió, precisamente por la importancia creciente que fueron ganando los satélites, tanto de la red GPS, como de observación y reconocimiento, en relación a la RMA de la Información.
En el espacio de unos pocos años, durante la década anterior e inmediatamente posterior al cambio de siglo, los ejércitos más avanzados, casi todos ellos encuadrados en la OTAN, pasaron a depender en sus operaciones de sistemas que hasta entonces se habían demostrado útiles, pero no imprescindibles. Las comunicaciones o el mando y control ya no giraban en torno a la radio, del mismo modo que la búsqueda de objetivos ya no dependía tan sólo de las patrullas de reconocimiento o los medios aéreos. Según el proceso de transformación militar se ponía en marcha, todas y cada una de las actividades, desde la logística al lanzamiento de misiles, quedaba a merced de la disponibilidad de satélites, bien fuese para completar el ciclo de Boyd o para seguir un envío de papel higiénico o munición en tiempo real.
Como es evidente, esta dependencia fue rápidamente identificada por los rivales de los EE. UU., que pronto comenzaron a implementar programas cada vez más ambiciosos, conscientes de que las armas antisatélite aportaban una capacidad de disuasión y coacción mucho mayor que en tiempos pasados.
Podría decirse, sin miedo a equívoco, que los competidores de los EE. UU. identificaron a la perfección el enorme cuello de botella en que se habían convertido las comunicaciones, pues la información, la «materia prima» más valiosa para los militares, debía pasar forzosamente por una serie de nodos que podían ser anulados, interferidos, degradados, etc. La misma razón por la que los rusos han desarrollado grandes capacidades relativas a la Guerra Electrónica está detrás del auge de las armas antisatélite…
Los protagonistas de la militarización del espacio
Llegados a este punto, toca hablar de aquellos países que están protagonizando esta nueva competición. Lo primero que conviene dejar claro es que hay importantes diferencias entre todos ellos, por lo que hemos decidido dejar muchos actores de lado, para centrarnos en los ejemplos más ilustrativos, clasificados en dos grupos:
- Aquellos que cuentan con capacidades de guerra espacial completas, tanto ofensivas como defensivas, grupo encabezado por los EE. UU., pero en el que también se incluyen la Federación Rusa, la República Popular de China y la República de la India.
- Aquellos que únicamente aspiran (por motivos económicos, técnicos o políticos) a implementar capacidades defensivas que permitan o al menos ayuden a la supervivencia de sus activos espaciales. Es el caso de Japón o Francia, aunque en puridad el grupo es muchísimo más amplio. Sin embargo nos hemos centrado en estos dos países para ilustrar las dificultades que implica acometer proyectos de semejante envergadura, incluso cuando se cuenta con las capacidades técnicas y los recursos necesarios.
Actores que persiguen dotarse de capacidades completas (ofensivas y defensivas)
En este caso es obligado comenzar por los Estados Unidos, país que después de casi dos décadas ha recuperado recientemente su Mando de Guerra Espacial y que lo ha hecho además con energías renovadas, sabedor de que su supremacía militar descansa sobre el dominio positivo del espacio. Por esto mismo, y a diferencia de otros jugadores sobre los que también hablaremos, los EE. UU. se están dotando de un espectro completo de capacidades, tanto ofensivas como defensivas, a la vez que enmarcan todo lo referente a la guerra en el espacio dentro del concepto más amplio de batalla multidominio.
Este país, de hecho, ha publicado recientemente la versión pública de su Estrategia de Defensa Espacial (junio de 2020), un resumen muy breve en el que se apuntan algunas ideas sobre las que ya hemos incidido y que son aplicables al resto de grandes potencias, como:
- El espacio es vital para la seguridad, prosperidad y desarrollo científico de los EE. UU.
- Las capacidades basadas en el espacio son críticas para la vida moderna y son un componente fundamental del poder militar norteamericano.
- El auge de estos sistemas da lugar a nuevos desafíos relacionados con el mantenimiento de su seguridad.
- El espacio es a día de hoy un dominio independiente que necesita de sus propias políticas, estrategias, expertos o capacidades.
En otro orden de cosas, y lejos de acometer todos los esfuerzos en solitario, los EE. UU. son conscientes de la necesidad de estrechar lazos con sus aliados. Así, recientemente han llegado a un acuerdo para comenzar a compartir datos técnicos con el Reino Unido como parte de la operación Olympic Defender, lo que permitirá mejorar la conciencia situacional conjunta, al incrementar la capacidad de seguir objetos en el espacio y determinar sus trayectorias. Además, ya están negociando la posibilidad de que nuevos socios se sumen al proyecto, aportando también sus capacidades para mejorar las del conjunto.
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