El nivel operacional de la guerra es, sin duda alguna, el más misterioso y elusivo, ya que no es fácil determinar dónde empieza y dónde acaba o cuál es la mejor forma de moverse en él. Es, además, un nivel que se está viendo profundamente afectado por la aparición de nuevos dominios o ámbitos de actuación y por procesos como la aceleración de las operaciones, derivados del aumento constante en la capacidad de recolectar, procesar y transmitir datos. En las próximas líneas, a modo de ejercicio y sin demasiadas pretensiones de tener razón, esbozaremos cuáles son las tendencias que marcarán el futuro de este nivel y cómo esto podría afectar a la forma de hacer la guerra.
Al escuchar hablar de “nivel operacional”, la mayor parte de las personas tenemos dificultades innatas para entender a qué se refieren exactamente quienes emplean este término. Un problema que, aunque muchos no lo reconozcan, afecta incluso a los expertos, ya que se trata de una idea bastante elusiva por su carácter abstracto. Se entiende, de hecho, que haya quienes hablan de “ciencia operacional” y quienes por el contrario, lo catalogan de “arte”, mostrando así que hablamos de un nivel a medio camino entre algo cada vez más técnico y mecánico, en donde sí cabe hablar de ciencia, como es la táctica y algo todavía más abstracto, y más cercano a un “arte”, como es la estrategia. Además, no puede perderse de vista, como muy bien explica Pedro Valdés Guía (2021), que en la guerra se da una gramática sistémica y compleja, en la que todos sus elementos están relacionados y que, incluso aunque entendiésemos a la perfección qué es el nivel operacional y cuáles son sus características, este conocimiento no serviría demasiado si no lo integramos con otro igual de profundo de los aspectos tácticos, los estratégicos o los técnicos.
Dicho esto, y para lo que afecta a estas páginas, todos podemos entender de forma intuitiva que lo táctico se corresponde con lo físico, con el contacto y, por ello con el enfrentamiento. Del mismo modo, si bien es relativamente fácil entender que en un nivel superior debe haber una estrategia que ayude a traducir los objetivos políticos en objetivos militares, no es tan sencillo navegar en la etérea zona intermedia. Sin embargo, precisamente por constituir el nexo entre lo táctico y lo estratégico, el operacional es seguramente el más importante de los niveles de la guerra, especialmente porque es en él en donde existe un verdadero espacio para la imaginación y para el uso sorpresivo de los medios técnicos, susceptible de provocar efectos decisivos sobre el curso de un conflicto; es el nivel en el que se traducen las ideas en acciones y en el cual los éxitos tácticos pueden transformarse en éxitos estratégicos.
Las primeras referencias a la existencia de un nivel operacional -aunque este se intuía plenamente desde mucho tiempo atrás- surgen en el periodo de entreguerras tanto en la Unión Soviética como en Alemania como se explica en Krause y Philips (2022) y son la consecuencia de los intentos por evitar la repetición de un escenario como el vivido en las trincheras del oeste de Europa durante la primera conflagración mundial. Tras la “batalla por las fronteras y la carrera hacia el mar” de 1914[i] y, pese a que en el Frente Oriental la guerra de maniobras entre rusos y alemanes fue habitual[ii], la nación en armas, las líneas de trincheras, el alambre de espino, las armas automáticas, la artillería, la ausencia de sistemas de comunicación fiables e inmediatos, así como la capacidad para mover reservas a gran velocidad merced al ferrocarril, se revelaron como epitafio de guerra de movimientos. Condenando a los contendientes a una sucesión sin fin de enfrentamientos a nivel táctico[iii], cuya importancia jamás trascendía dicho nivel y, que, debido a la ausencia de acciones consecutivas, sincrónicas y en la profundidad del dispositivo enemigo, llevaron a la existencia de un frente lineal donde jamás se alcanzaban éxitos que pudieran alterar el balance de poder o estratégico. Provocando que el conflicto derivase en una guerra sin movimiento, estática y de desgaste, donde vencería aquel capaz de sostener durante más tiempo el esfuerzo bélico sin que se alterase irremediablemente el statu quo socio-político y productivo en el frente interno de la nación.
La profundidad y movimiento en las operaciones militares habían desaparecido y, sin éstas, quedó claro que jamás se podría vencer a una nación en armas. A raíz de ello, los teóricos del arte operacional pusieron su materia gris a trabajar en la forma de recuperar la movilidad, encontrándola en las posibilidades que abrían la motorización y, también, la llegada de un nuevo dominio -el aéreo- que abría nuevos espacios, así como en las mejoras en cuanto a comunicaciones, que permitirían una coordinación hasta entonces desconocida. Es decir, se aprovecharon las posibilidades que abría una Revolución en los Asuntos Militares relacionada con la aparición de la aviación o de medios terrestres como el carro de combate, para superar el estancamiento que había provocado una anterior, protagonizada por los avances en cuanto a armas de repetición, artillería o aplicación de los transportes al campo de batalla, gracias al ferrocarril.
Retornando a los orígenes del nivel operacional, al igual que ocurre con el estratégico, es necesario aclarar que su existencia es muy anterior al periodo de entreguerras (lo que explica que fuese intuido tiempo atrás), por más que términos y conceptos como “operacional” o “estrategia” necesitasen de miles de años de combates de todo tipo para ser acuñados. En realidad, esos niveles siempre estuvieron ahí, aunque a lo largo de la historia humana el espacio que ocupan unos y otros haya variado, solo muy tardíamente se desarrollaron los elementos técnicos necesarios para sacarles el máximo partido. De hecho, en la Antigüedad, cualquiera que haya estudiado las campañas de Alejandro Magno o la forma de hacer la guerra del Imperio Romano -muy ilustrativo, dado que hubo cambios sustanciales entre la República y el Alto Imperio y entre esta época y la del Bajo Imperio- encontrará muchos de los elementos propios de ambos términos -y no sólo en Occidente, por cierto-. Y es que los niveles de la guerra son inmutables y eternos, aunque no lo sean ni sus ámbitos de actuación -pues estos se han ampliado con el paso del tiempo-, ni la posibilidad de explotarlos -que es mayor o menor también a expensas de determinados avances técnicos-.
De esta forma, cuando analizamos la forma que Genghis Kan tenía de concebir la guerra, con auténticas campañas en las que fuerzas separadas por muchos kilómetros actuaban de forma coordinada, es difícil no extraer paralelismos con lo que ocurrió varios siglos más tarde, cuando Napoleón entendió que podía aprovechar la movilidad de sus nuevas unidades y las mejoras en cuanto a Mando y Control en teatros de decenas o cientos de kilómetros, reuniendo sus fuerzas en el momento y lugar adecuados para llegar al encuentro táctico en una situación de superioridad (lo que no deja de ser una simplificación). Lo mismo que harían los soviéticos siglo y pico más tarde, en este caso ya sobre caballos de metal propulsados por motores de explosión y en teatros un orden de magnitud mayores.
Un nivel, dos ejes
Explicado todo lo anterior, es el momento una vez más de pedir al lector un pequeño ejercicio de abstracción -y de dar un pequeño salto de fe de la mano de este autor- de forma que podamos intentar ir más allá del concepto clásico de “arte operacional” y tratar de conferirle una nueva profundidad. Para ello, debemos volver a Clausewitz y a la afirmación ya clásica de que la guerra es “un acto de violencia ilimitado”, es decir, que por naturaleza tiende hacia lo absoluto: hacia la máxima destrucción, en aplicación de la “ley del extremo”, tras la que vuelve a reaparecer la “finalidad política”. Una proposición por parte del prusiano que, lo mismo que sucede con el concepto de “arte operacional”, ha sido generalmente mal entendida o entendida solo a medias.
Es así, porque lo que Clausewitz explicaba no era que hubiese que aplicar, necesariamente, el máximo grado posible de violencia para poner fin -“dejar al enemigo indefenso […] el verdadero objetivo de la acción bélica”- a un conflicto -visión que tiene oscuras derivadas- sino que la naturaleza de la guerra fuerza una escalada incontrolada -“la violencia se arma con los inventos de las artes y las ciencias para salir al paso de la violencia”-. Es más, hasta tal punto la tendencia al absoluto es real -“la guerra es un acto de violencia, y no hay límites en la aplicación de la misma; cada uno marca la ley al otro, surge una relación mutua que, por su concepto, tiene que conducir al extremo”– capaz de alejar la acción militar de los objetivos políticos a los que debería responder… salvo que una dirección política consciente del problema y capaz de forzar la implementación de la estrategia que se haya decidido, imponga una serie de límites. Es decir, que excepto que se dispusiesen los mecanismos necesarios para adecuar los medios y los modos a los fines, la inercia natural una vez disparada la primera bala lleva a los militares a emplear cualquier medio a su disposición para derrotar al enemigo, poniendo así fin al enfrentamiento.
Lo que Clausewitz no terminaba de explicar es que la violencia -entendida en un sentido muy amplio- no solo tiende al absoluto en un eje, digamos, vertical, en el que la potencia destructiva -cinética- empleada no deja de crecer, sino que también lo hace en otro eje que podríamos denominar horizontal. En este caso, la tendencia al absoluto de la violencia implica que esta termina por ir siempre que se le permite más allá del campo de batalla y de la violencia física -cinética-, moviéndose más allá del espectro más oscuro de los conflictos hacia lo que ahora llamamos “zona gris”. Por supuesto, no podemos culpar a Clausewitz de no ver esto, pues su figura es anterior a la aparición de conceptos como, precisamente, el de “zona gris”. Además, aunque inconmensurable por su profundidad, su obra está limitada en algunos aspectos por el hecho de que únicamente se conociesen dos dominios y, además, el prusiano fuese militar de tierra, por lo que habla de “masa”, de “alas” e incluso ofrece una definición del “centro de gravedad” que en muchas ocasiones es material, aunque se desprende de su obra que no tiene por qué serlo, adelantándose en muchos aspectos a su tiempo:
“Alejandro, Gustavo Adolfo, Carlos XII, Federico el Grande, tenían su centro de gravedad en su ejército; si éste hubiera sido destruido, mal hubieran podido representar su papel; en los Estados desgarrados por disputas internas, suele estar en la capital; en Estados más pequeños que se apoyan en otros poderosos, reside en el ejército de esos aliados; en el caso de alianzas está en la unidad del interés; en el caso de sublevaciones populares, en la persona del líder principal y en la opinión pública”.
Sospechamos por tanto, volviendo al tema de la existencia de un eje horizontal en relación con la violencia que, a pesar de sus corsés decimonónicos, Clausewitz estaría de acuerdo con nosotros cuando afirmamos que el enfrentamiento siempre tiende a librarse, a la par que en el campo de batalla, en otras esferas como pueden ser la economía, a través de la propaganda, etc.
Explicado de forma muy gráfica, debemos imaginar el fenómeno guerra como una serie de líneas y puntos en un sencillo gráfico de dos ejes. El primero de estos ejes, el vertical, se relaciona con el nivel de violencia a emplear, entendido en un sentido amplio. Es decir, que no se trata únicamente de poner en el campo de batalla más unidades, de dar permiso a los hombres sobre el terreno para aplicar la violencia con más libertad o de equiparlos con calibres mayores. Por el contrario, este eje se relaciona con la tendencia a encontrar nuevas formas de aumentar la capacidad destructiva de una Fuerza y, en su caso, de aplicarla sin cortapisas -algo que, como hemos dicho, el control político debe encargarse de limitar para adecuar el grado de destrucción propia y ajena a los objetivos de la guerra, que siempre implican un cálculo de costes y beneficios-. Es, además, un recorrido que se hace en buena medida de forma inconsciente, adquiriendo su propia inercia una vez las fuerzas del Estado se ponen en marcha en el marco de un conflicto, pues cada sujeto e institución intenta dar lo mejor de sí para dotar a la Fuerza de los medios más contundentes, con la intención de poner así fin al enfrentamiento en el menor tiempo posible. Se manifiesta permanentemente, por tanto, una pulsión hacia lo absoluto en este eje, lo que lo hace muy difícil de someter al control político[iv] y provoca no pocos enfrentamientos entre la dirección política y la militar. La llegada de las armas nucleares, eso sí, ha servido dadas sus particularidades, para establecer un claro límite o diferenciación -al menos en los países occidentales- entre la guerra nuclear y la no nuclear. Una situación que, por otra parte, podría ser temporal ya que con el advenimiento de la Segunda Era Nuclear algunas de sus premisas básicas están quedando progresivamente en entredicho. Una situación muy parecida a la que se vive en el dominio espacial, en donde a pesar de que durante mucho tiempo las operaciones habían sido testimoniales gracias a los diversos acuerdos firmados entre las grandes potencias, con el paso a la Segunda Era Espacial podría cambiar de forma drástica. Todo lo cual no hace sino confirmar esa pulsión de la que hablábamos, dicho sea de paso.
El segundo eje, el horizontal, se relaciona por el contrario no con el nivel de violencia, sino con las franjas del espectro de los conflictos en los que dicha violencia se ejerce. Un eje en el que nos encontramos, en su base, al estado de paz -estado ideal, pero prácticamente inexistente, por cierto- tal y como puede verse en la gráfica que acompaña este texto. Más allá del mismo, y según nos alejamos de la paz, aparecen tanto la competición como las zonas grises y, finalmente, lo que serían las zonas calientes -la propia guerra-, culminando en la guerra total -que, en puridad, es también un estado ideal, aunque durante la Segunda Guerra Mundial el Ser Humano mostró ser capaz de acercarse mucho a ella-. El problema, en este caso, es la ya mencionada pulsión que tiende a que el conflicto se dirima al mismo tiempo y cada vez con mayor intensidad en las zonas más frías del espectro, tanto en el marco de cada conflicto en particular, como de la historia de la guerra en general: un fenómeno de “corrimiento al blanco” que tiene un impacto significativo incluso en el propio concepto de lo que es guerra en oposición a otros tipos de interacción entre actores como pueda ser la competición, al tiempo que dificulta establecer cuándo se habla de verdadera paz y cuándo de un estado de ausencia de conflicto. Fenómeno que, además, es consecuencia de la innovación tecnológica y de la forma en que esta permite conquistar nuevos espacios para las operaciones militares, por más que estas se lleven a cabo en coordinación con otros departamentos, precisamente porque cada vez más el ámbito de lo militar excede el campo de batalla.
El “corrimiento al blanco”
Denominamos “corrimiento al blanco”[v] al desplazamiento progresivo de los enfrentamientos hacia zonas del espectro de los conflictos más cercanos a la paz. Como es habitual, no se trata de un fenómeno lineal sino plagado de altibajos. No obstante, en términos históricos la tendencia es clara y, además, se estaría acelerando. Y es que todo indica que, a medida que somos capaces de recolectar, procesar y transmitir un volumen mayor de información –ver artículo sobre Tercera Revolución Militar– también aumenta nuestra capacidad de prever los efectos de nuestras propias acciones sobre sistemas complejos -entre otras cosas, al aminorarse los efectos del “rozamiento” y de la “niebla”-. Con ello, en paralelo, también lo hacen nuestros incentivos a la hora de extender el enfrentamiento más allá de los estrechos límites que impone un espacio operacional ceñido a los dominios tradicionales.
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