El arte de la guerra

Sun-Tzu

El arte de la guerra
El arte de la guerra

«El arte de la guerra» es, junto con “De la guerra”, de Clausewitz, quizá el tratado militar más conocido de cuantos se han escrito nunca. Eso sí, a riesgo de que nos crucifiquen por ello, hemos de añadir que es también -y en eso se diferencia del tratado del alemán-, la obra más sobrevalorada de cuantas se conocen en este ámbito. Son muchos los que han visto entre sus páginas la solución a problemas estratégicos, tácticos y logísticos de todo tipo, lo que no deja de ser meritorio y un notable ejercicio de imaginación o de interpretación, a tenor del texto del libro.

“El arte de la guerra” consta de trece capítulos en los que Sun Zi, su autor, intenta explicar todo lo necesario para imponerse en un conflicto bélico y, de ser posible, sin llegar a entablar combate, lo que constituye, dicho sea de paso, la aspiración máxima de la estrategia. Hasta aquí nada que objetar.

El problema de «El arte de la guerra» no radica en el contenido de la obra -que ciertamente poca gente ha leído- o en la validez o no de los principios (fundamentalmente se circunscribe a la táctica) esbozados por su autor. El problema es que los intérpretes modernos han querido ir mucho más allá de lo que del texto puede colegirse, en muchos casos atribuyéndole una genialidad o una comprensión del fenómeno guerra en toda su complejidad que es absolutamente irreal. Lo que es peor, en las últimas décadas han sido publicados numerosos títulos y adaptaciones que tratan de adaptar los principios esbozados por el bueno de Sun Zi a sectores a campos tan diversos como el deporte, la empresa, la mujer o incluso el amor, lo que supone, por decirlo suavemente, un auténtico despropósito y lo que, además, nos da una pista sobre lo vago del contenido de un libro que, lejos de explicar nada acerca de la guerra, se limita a dar una serie de consejos, ejemplos y principios en muchos casos inconexos.

Ahora bien, no podemos culpar a Sun Zi de lo que cualquier demente haya podido hacer posteriormente con sus escritos, aunque quizá sí sería interesante estudiar de dónde nace esta atracción por una obra por lo demás, en poco destacable. Quizá sea cosa de su origen oriental o de la atracción por las culturas asiáticas propia de los siglos XVIII y XIX, cuando el texto llegó a Europa primero y a los Estados Unidos después. Quién sabe.

Para ser justos con el autor, en cualquier caso, hemos de reconocer que «El arte de la guerra» tiene el mérito de ser el primer escrito en el que se habla de la guerra como de un conflicto dialéctico en el que a cada acción de uno de los oponentes, se enfrenta otra por parte de un rival que siempre tratará de buscar el punto débil del primero. Precisamente, el énfasis en la búsqueda de las debilidades del otro es el centro de gravedad de una obra que, por lo demás, necesita de tantas interpretaciones, debido a lo oscuro de su lenguaje que, por fuerza, queda desvirtuada. Quizá ese es el secreto de su éxito que, dicho sea de paso, es el mismo que el de cualquier obra de Paulo Coelho o cualquier charlatán que se quiera: la vaguedad. Esto es, decir cosas que parecen profundas, pero que en realidad no lo son, por más que el lenguaje adornado parezca indicar lo contrario.

Por otra parte, en los tiempos en que fue escrita -el periodo de los Reinos combatientes (siglos V a III a. C.)-, a pesar de que en lo que ahora es China se había alcanzado un notable refinamiento en el arte militar, lo cierto es que prácticamente todo se reducía a la táctica, como ocurría también en la Antigua Grecia. Se puede alegar que se tenían nociones sobre logística, estrategia o que estaban en desarrollo campos como la poliorcética, algo lógico dado que había asedios, era necesario abastecer fuerzas crecientes y con el aumento en el tamaño de los ejércitos y la complejidad de su armamento, nacían nuevas ramas del saber militar. Se puede señalar también que, por fuerza, los gobernantes debían atender a los problemas estratégicos, por más que el propio concepto de estrategia no existiese todavía. En cualquier caso todo quedaba eclipsado por la táctica y este hecho está presente en cada página de la obra pues, no en vano, todo gira alrededor de la batalla, de la elección del lugar idóneo, de la sorpresa táctica, de la forma de guiar a los hombres a la misma o del empleo del engaño para iniciarla en las condiciones más ventajosas.

Puede decirse, sin temor al equívoco, que aquello que Sun Zi busca -ofrecer una serie de principios universales- y que en un libro tan famoso debería ser, por tanto, su mayor virtud, es también su peor defecto. En realidad, aunque durante muchos siglos algunos de estos principios fuesen de obligada aplicación y que incluso hoy en día puedan rescatarse algunos de ellos en depende qué situaciones, lo cierto es que no son más que una serie de vaguedades y generalidades que no han superado el paso del tiempo y la mayor prueba de ello es, precisamente, la fama de que goza un texto prostituido hasta el absurdo.

Ahora bien, si alguien quiere creer que sentencias archiconocidas como: “Toda guerra se basa en el engaño”, “Conoce al enemigo y a ti mismo y en cien batallas nunca estarás en peligro” o, mejor aún: “Que la velocidad sea la del viento y el ser compacto como lo es un bosque” son la cima del pensamiento militar, está en su derecho. En nuestra humilde opinión, autores grecolatinos mucho menos conocidos y de los que hablaremos en próximas entregas llegaron mucho más lejos.

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