La mayor parte de Estados que forman eso que damos en llamar Occidente han venido aumentando su inversión en defensa desde que, en 2014, la Federación Rusa invadiese Crimea. Una tendencia que se ha profundizado notablemente desde que, el 24 de febrero de 2022, lanzase su fracasada operación, devenida en una guerra de desgaste. Una parte sustancial de este gasto tiene que ver con el desarrollo de sistemas de armas más modernos, capaces y seguros, en la convicción de que la vida humana tiene un valor insustituible y debe ser protegida, incluso aceptando un notable sobrecoste. Ahora bien, ¿y si el camino correcto pasara no por gastar más en diseños demasiado caros y construidos en cantidades limitadas, sino en preparar ejércitos y sociedades para asumir un alto número de pérdidas materiales y, posiblemente, humanas?
En la introducción de la edición española del libro «Estrategia Militar Soviética», el coronel de artillería e historiador José Manuel Martínez Bande, ya fallecido, señalaba parte de las ideas-fuerza de la obra del mariscal Sokolovsky. Algunas de estas giraban en torno a la importancia de la masa, de la moral de la nación -tanto de la sociedad como de la clase política, en relación además con el papel de la propaganda para minarla- y de la necesidad de instrucción, pero también de aleccionamiento de los uniformados. En última instancia, Martínez Bande aprovechaba para reflexionar acerca de nuestras sociedades -las occidentales-, de la noción de «libertad sin límites» que «crea generaciones para las cuales todo son derechos, exigencias y pasividades» y de cómo esa concepción, llegado el momento del sacrificio, consideraría «un atentado a esos derechos la dura vida de la guerra y la exigencia de tratar al enemigo como tal enemigo».
Lo que este militar se cuestionaba entonces (a principios de los 80, es decir, en el punto álgido de la segunda Guerra Fría) era si, en un mundo occidental que «vive demasiado pendiente del poder de la riqueza y de las cosas materiales», no estaríamos condenándonos como sociedades. La lectura de lo que veía a su alrededor no podía ser, a su juicio, más sombría: «objetores de conciencia, constantes presiones por parte de los grupos políticos para reducir el Servicio Militar, presupuestos famélicos, socavamiento ideológico de los eternos principios de la Milicia o descarados ataques de frente y a pecho descubierto, prejuicios de las clases conservadoras sobre el Servicio de armas, cuando no temor sin disimulo, etc, etc». No es de extrañar que terminase con una pregunta no del todo retórica: «¿vamos a un suicidio colectivo?»
Sin entrar a valorar la figura de Martínez Bande, tan alabada como denostada en función de la ideología de quien la analice, no deja de resultar curioso que, más de medio siglo después, parezcamos estar ante los mismos dilemas, por más que en un contexto diferente (hasta cierto punto). Se diría que, incluso, a punto de culminar el primer cuarto del siglo XXI la situación es más preocupante, en tanto después de décadas de beneficiarnos de los «dividendos de la paz» y de toda una generación crecida sin la amenaza inmediata de la destrucción nuclear y en un mundo sin telones de acero, ni industrias, ni ejércitos, ni sociedades están preparadas en Occidente para librar con garantías una guerra «de verdad». Es más, ni siquiera tenemos, en opinión de algunos, las herramientas intelectuales necesarias para defendernos en el mundo en el que nos ha tocado vivir.
Por supuesto, los que conocen a quien escribe, sabrán que está exagerando algunas ideas para resaltar así ciertas problemáticas. Las guerras son guerras, con mayor o menor destrucción, de ahí que considerar que unas guerras sean «de verdad» y otras no, tenga un punto importante de retranca y hasta de cinismo. Del mismo modo, agoreros de «la decandencia de Occidente» ha habido muchos, ya desde antes de Oswald Spengler y aquí seguimos, aunque el declive relativo sea innegable y fluctúe históricamente, como demuestra Paul Kennedy. Por otra parte, las sociedades más desarrolladas y, generalmente, con mayor calidad de vida, han sido generalmente poco favorables a enviar a sus ciudadanos a la guerra. O bien estos han hecho lo posible por evitar el servicio armado, desde la época clásica a la guerra de Vietnam; sobran los ejemplos y es ocioso detenerse en ellos.
Por otra parte, aunque su nivel de desarrollo y bienestar no fuese comparable al de las opulentas y envejecidas sociedades de Europa occidental, el ejemplo de Ucrania demuestra -una vez más- que, cuando un país se enfrenta a la desaparición, el grado de sacrificio que está dispuesto a asumir crece exponencialmente. Dicho de otra forma, no es lo mismo pedir a la población que soporte bajas en misiones cuyo beneficio o necesidad no percibe como algo inmediato y que pueden tener lugar a miles de kilómetros de las propias fronteras, que cuando los carros enemigos ya las han cruzado, amenazando a las familias y vecinos de quienes deben combatir. Hasta aquí la parte, por decirlo de alguna manera, de las perogrulladas.
No obstante, la guerra de Ucrania nos está dejando también otras lecciones. Enseñanzas que, si bien quizá no sean extrapolables a todos los contextos, sí lo son si de lo que hablamos es de Estados con cierto nivel de desarrollo y capacidad industrial, tecnológica y humana. Es decir, que, aun no siendo aplicables a escenarios como la invasión de Granada por los Estados Unidos, sí lo serán si en los próximos años atendemos a una guerra abierta entre este país y China o, por qué no, entre Marruecos y Argelia, por no citar otros cuadros posibles que nos atañen más directamente. Algunas de ellas están relacionadas con el nivel de desgaste de los ejércitos enfrentados, la posibilidad de que el estancamiento que percibimos sea estructural, la vulnerabilidad de los carros de combate, blindados e incluso de los obuses situados a kilómetros del frente, o los problemas a la hora de asegurar niveles de producción y reclutamiento que permitan satisfacer la enorme trituradora de carne y medios en que se han convertido los combates.
La cuestión es importante. Durante décadas han proliferado títulos como «The utility of force», en este caso escrito por el general británico Rupert Smith, en los que se ha puesto el foco en cómo la guerra industrial ha dado paso a conflictos de nuevo estilo, caracterizados por presentar problemas aparentemente intratables para las fuerzas convencionales. Dado que no es este el lugar para entrar a hablar sobre las (hipotéticas) generaciones de la guerra o sobre sus distintos «apellidos», solo diremos que, en cualquier caso, los enormes ejércitos del final de la Guerra Fría han devenido en fuerzas mucho más contenidas en tamaño, más tecnológicas, más proyectables en muchos casos y dotadas de medios pensados para salvar, a toda costa, las vidas de sus ocupantes.
No es nuestra intención criticar decisiones pasadas pues, al fin y al cabo, los ministerios buscan responder a las amenazas que consideran más probables, siempre intentando hacerlo con la menor inversión posible. Simplemente constatamos el hecho de que, a principios de 2024, la mayor parte de las Fuerzas Armadas occidentales están configuradas para hacer frente a escenarios muy distintos al que plantea una guerra industrial, siguiendo el parecer de autores como Smith y tantos otros. Además, dado el énfasis conferido a la reducción de bajas, han sido dotadas con materiales que, en muchos casos, son imposibles de producir a gran escala, dado su coste. O, lo que es peor, de emplear en masa con garantías -salvo que se sean los Estados Unidos, con sus capacidades logísticas-, debido a su tamaño, peso y complejidad mecánica, por más que nos esforcemos en minimizar algunas de estas problemáticas.
Por supuesto, a efectos de este artículo hablamos en su mayor parte de la guerra terrestre. Sin embargo, la vulnerabilidad de muchos buques de guerra y de los aviones militares del tipo que sean frente a los misiles antibuque y antiaéreos respectivamente, obliga a pensar que la apuesta por números limitados de plataformas y sistemas demasiado caros y complejos, dada la necesidad de hacerlos polivalentes para compensar la escasez numérica, es también un error en los dominios marítimo y aéreo. Incluso en el espacial, si atendemos a la resiliencia que ofrecen las redes como Starlink frente a los satélites de comunicaciones ordinarios.
Cambios estructurales
El estancamiento visto en Ucrania, por más que no sea necesariamente extrapolable a todos los demás escenarios de conflicto posibles, sí parece indicarnos que hay factores profundos que lo explican y que afectarían a cualquier guerra que se librase entre naciones más o menos desarrolladas. La mayor parte de los mismos los hemos ido desgranando en algunos de los informes diarios sobre la guerra de Ucrania que publicamos cada mañana en estas páginas. Por resumir, citaremos los siguientes:
- Sensorización del campo de batalla: la irrupción de los drones comerciales para observación y reconocimiento y, posteriormente, de las municiones merodeadoras y de los drones comerciales letalizados (ambos tienen un uso dual, pues obtienen datos valiosos durante su vuelo), unidos al recurso a satélites militares y comerciales hacen casi imposible la sorpresa. De hecho, han sido rarísimos los avances en campo abierto y se han reducido prácticamente a las fases iniciales de la invasión, cuando todavía la sorpresa estratégica jugaba a favor de Rusia. De ahí en adelante, únicamente se han logrado avances significativos en contextos demasiado concretos. Así las cosas, en la lucha por Severodonetsk y Lysychansk Rusia logró una superioridad aplastante en cuanto a bocas de fuego, mientras que la ofensiva de Járkov se benefició de la falta de personal del Ejército ruso y la de Jersón de la disponibilidad de armas de precisión de largo alcance y de la presencia de un Dniéper sobre el que Rusia podía utilizar escasos puntos de cruce. En el resto de casos, a pesar de la minuciosidad con la que se han preparado algunas acciones, el resultado ha sido casi siempre el mismo: la destrucción de las tropas atacantes en cuestión de minutos. De hecho, es incluso cada vez más complicado realizar ataques artilleros a distancia, por la rapidez con la que se recibe el fuego de contrabatería. Lo mismo ocurre a la hora de desplegar sistemas antaño solo al alcance del poder aéreo, como precisamente los radares de contrabatería, los de los sistemas antiaéreos, etc.
- Disponibilidad de armamento cada vez más preciso, capaz, con mayor alcance… y barato: en varios escritos hemos insistido en el papel revolucionario que los drones aéreos están teniendo en Ucrania (apenas vislumbrado anteriormente en Nagorno Karabaj) y de las posibilidades que abre su evolución. Ahora bien, solo son una etapa más de una transición hacia la madurez de la Tercera Revolución Militar que sin duda, deparará sorpresas. De hecho, visto con perspectiva el fenómeno, a lo que asistimos es a una sucesión de avances que permiten un mayor alcance (de los bombarderos clásicos a los misiles balísticos y de crucero, tanto subsónicos y supersónicos como, cada vez más, hipersónicos), precisión y letalidad, pero también, en paralelo, a una reducción de costes que favorece por ahora al ataque frente a la defensa, provocando una parálisis en las operaciones. En este caso, hemos pasado en cuestión de meses del protagonismo absoluto de los misiles contracarro (con costes del orden de decenas de miles de euros en el mejor de los casos), al uso de drones comerciales armados con granadas de caída libre a, posteriormente, la irrupción de los FPV, ya totalmente fungibles y con un coste unitario inferior a los 500 dólares.
- Mejoras en las capacidades de Mando y Control: en Ucrania hemos visto cómo, incluso con medios muy limitados pero recurriendo a la inventiva, al trabajo de voluntarios y a medios COTS, es posible desarrollar sistemas de gestión del campo de batalla (BMS) capaces. De hecho, incluso sobresalientes en algunos aspectos. Estos sistemas, en los que trabajan todos los ejércitos que se precian de serlo, están llamados a ser, si se supera el cuello de botella que implica transferir datos en tiempo real y a tamaña escala, los elementos que diferencien a las fuerzas más avanzadas de aquellas que lleven las de perder. En cualquier caso, lo importante para lo que nos atañe es que en combinación con los dos elementos anteriores, minimiza la posibilidad de la sorpresa y ofrece a los comandantes una conciencia situacional que está a años luz de la que tenía por ejemplo Moltke el Joven en 1914, tema que trata en profundidad Corelli Barnett en «Las riendas de la guerra». Esto, en última instancia, permite responder con mayor premura y acierto a cada movimiento enemigo, forzando las «tablas» y conduciendo a una guerra de posiciones que depende más de factores económicos, diplomáticos y de la voluntad de resistencia para desatascarse que de la capacidad del mando.
Obviamente, con todo lo anterior no queremos decir que no haya ningún tipo de solución al estancamiento estructural provocado por los avances descritos. La más lógica, como apuntaba el teniente coronel Moyano, pasa por conferir rapidez a las operaciones, impidiendo que el enemigo pueda responder reuniendo tropas y medios. Es, digamos, la solución clásica, basada en completar el ciclo OODA a mayor velocidad que el contrario, operando a un ritmo que termine por desbaratar su defensa. La otra, aunque está relacionada, pasaría por el aplastamiento en base a lograr una mayor potencia de fuego. Sin embargo, seguimos pensando que entre rivales pares, todo esto es cada vez más complicado de ejecutar con éxito, ya que rara vez se consigue acumular tantos recursos como para romper por completo una defensa en profundidad. Por último, como apuntaba el jefe de Estado Mayor ucraniano, el teniente general Zaluzhnyi, siempre queda la posibilidad de que los avances técnicos permitan superar el estancamiento de modo similar a como ocurrió al final de la Primera Guerra Mundial. Eppur non si muove, que diría el bueno de Galileo…
Un cambio de dirección…
Como decíamos, las guerras convencionales de alta intensidad imponen una presión sobre la industria de defensa y el erario público que nadie parece en condiciones de asumir. La masa vuelve a ser necesaria y, sin embargo, ejércitos como el español –que además han sufrido continuos intentos de adaptación culminados solo a medias– apenas disponen de unas pocas brigadas, teniendo muy difícil sustituir las pérdidas de personal formado y material de primera línea en plazo, en caso de necesidad. Los programas del Ministerio de Defensa, además, continúan apuntando hacia la producción en series relativamente cortas de material tecnológicamente puntero y muy caro. Ejemplos sobran, desde el FCAS al VCR y de las F-110 y S-80 al VAC.
En el caso de las fragatas, por poner un ejemplo, pese a ser seguramente las mejores de su tipo una vez en servicio, tenemos que un ataque llevado a cabo por drones FPV operando en grupo (sin nada de zarandajas relativas a inteligencia artificial y enjambres, pues hablamos exclusivamente de cuatro o seis pilotos cada uno de ellos gobernando su dron) y con un valor total de menos de 3.000 euros, podría dejarlas fuera de combate si están en puerto, únicamente atacando las antenas de los radares. Se están tomando medidas de mitigación, pero la situación ahora mismo es difícil, pues como decíamos, el escudo no avanza al mismo ritmo que la lanza.
Por si esto no fuera poco, en breve veremos cómo mediante un vehículo semisumergible (por poner un ejemplo) se transportan drones hasta las inmediaciones de un grupo de combate (al menos en mares cerrados) utilizándolos únicamente para el ataque final (de hecho, podrían haberse utilizado ya como nodriza) y aumentando así el alcance, que es por ahora su mayor limitación. Lo mismo a través de misiles de crucero o cohetes de largo alcance empleados como vectores para diseminar drones de ataque en cantidad suficiente para saturar las defensas. Parece ciencia ficción y, sin duda, son muchos los problemas prácticos, desde el guiado a la identificación de blancos, la lucha contra los sistemas de guerra electrónica navales, etc. No obstante, es de todo menos descartable.
Volviendo al dominio terrestre, lo que nos encontramos, entre otras cosas, es que se ha roto por completo la relación de costes entre los medios blindados y acorazados y aquellos que se utilizan para atacarlos, caso de los citados drones comerciales letalizados. No nos pararemos en esto, porque en alguna ocasión hemos llegado a publicar tablas que dejan negro sobre blanco el problema al que nos enfrentamos, por más que alguna lumbrera de la industria de defensa siga diciendo, a día de hoy, que «los drones no son un reto». Pero es que la cuestión va más allá y los drones ya complementan, cuando no sustituyen, de manera eficaz (y eficiente) a la artillería e incluso a los tiradores de precisión, a distancias de hasta 15 kilómetros. No hace falta enlazar los centenares de vídeos aparecidos en los últimos meses con infantes abatidos incluso dentro de posiciones reforzadas para demostrarlo.
La apuesta sin embargo continúa pasando por medios como el VCR 8×8 o el VAC. Son, a tenor de los datos que se conocen, plataformas más que capaces, con sistemas a la altura y que nada tendrán que envidiar a otros modelos producidos en el exterior. Son, también, proyectos que implican una enorme inversión. Por ejemplo, en el caso del VAC hablamos de alrededor de cinco millones de euros por unidad, superando así por ejemplo al Bradley estadounidense. Esto obliga a producirlos en cantidades limitadas -y por fases- y a considerarlos de todo menos material fungible, en un tiempo en el que incluso los drones han pasado a serlo y en el que países como Rusia recurren a los MT-LB, precisamente porque su pérdida (y la de sus tripulaciones, en realidad), es totalmente aceptable. Curiosamente lo contrario de lo que ocurre con el material occidental enviado a Ucrania, especialmente el más puntero, pues su recuperación, reparación y devolución al servicio en condiciones adversas está demostrándose complicada, pese a los esfuerzos y méritos de este país y de sus aliados.
Volviendo sobre la guerra actual y la resistencia al cambio, tenemos que, además del de Ucrania, se han producido otros conflictos recientes de alta intensidad como el de Armenia y Azerbaiyán (con una importante victoria azerí) o, todavía en marcha, el de Israel y Hamás. En este caso sus Merkava, Namer y demás ingenios están demostrando un buen rendimiento en Gaza, por lo que se podría concluir que esta es la vía correcta, siempre que se cuenten con los apoyos adecuados y se disponga de una doctrina acorde. Ahora bien, si el de Ucrania es un caso difícil de extrapolar a otros escenarios, mucho más parece serlo el de la lucha contra Hamás.
Por el contrario, si la evaluación que hacemos sobre los cambios que conducen al estancamiento son ciertos, sea cual sea el escenario y siempre que se trate de un enemigo con ciertas capacidades, el resultado será el mismo: poco movimiento y un gran desgaste. En este contexto, a pesar de que los vehículos en servicio lograsen salvar la vida de sus tripulaciones (lo hemos visto en Ucrania a propósito de Leopard, Bradley, etc), no podrían ser sustituidos adecuadamente, dejando a los ejércitos en una situación precaria. Sin embargo, disponer de un parque de vehículos mayor, ejércitos mejor dimensionados y la posibilidad de producir en masa, permitiría responder a las exigencias del campo de batalla de forma más adecuada, aun a costa de asumir más pérdidas materiales y humanas, con todo lo que esto último conlleva.
Obviamente, y por más que diseños como los vetustos M-113 continúen jugando un papel importante en Ucrania, países como España no pueden apostarlo todo a los modelos «legacy». La industria debe seguir innovando y fabricando armas, sistemas y plataformas mejores. El asunto es si «mejor» es sinónimo en todos los casos de más complejo y caro o si hay otros equilibrios posibles más adecuados a las necesidades que plantea el campo de batalla. Equilibrios que incluyan no solo estas últimas, sino también la obligación de salvaguardar un tejido industrial que es clave. Hablamos de vehículos blindados 6×6, de barcazas más baratas que las del VAC, de blindados ligeros, de muchos drones COTS, de producción distribuida, etc.
Pese a todo, y en última instancia, no podemos esquivar la gran cuestión, terriblemente espinosa y que se relaciona con el grado de bajas que, como sociedades, estamos dispuestos a asumir. Ahora bien, llegados a este punto conviene tener la mente abierta y plantearse si lo que consideramos una economía de medios y vidas (recurriendo a diseños excelentemente protegidos, pero muy caros en cantidades limitadas) no terminará por traducirse, muy a nuestro pesar, en una falsa economía bien porque la guerra se prolongue, bien porque concluya en una derrota.
… en todos los sentidos
La parte material es relativamente fácil de solventar, siempre que puedan vencerse tanto las resistencia ejercida por la industria, como la cultural dentro del propio Ministerio de Defensa (de ahí el «relativamente»). Más difícil parece, a día de hoy, establecer los mecanismos adecuados tanto para ir cambiando la mentalidad de la población en lo relativo a asumir sacrificios, como para, llegado el caso, controlar sus reacciones si no queda otro remedio.
Este es un punto crítico del que se habla muy poco ya que tiene, lógicamente, muy mala prensa, además de implicaciones mucho más profundas para los regímenes democráticos que para los iliberales y dictatoriales. Es, por otra parte, un asunto que puede ser -y, de hecho, es- empleado siempre por estos últimos para hacer mella en sus enemigos a través de la propaganda y la guerra política. Y, sin embargo, se acepten o no las bajas, estas llegarán igualmente en caso de conflicto, lo que obliga a los gobiernos occidentales a llevar a cabo una labor de preparación que no se está realizando de la forma debida.
Además de la labor didáctica, necesaria para que las sociedades entiendan y acepten la nueva situación y de la coercitiva, para asegurar el reclutamiento y la estabilidad en caso de guerra, es necesario ser proactivos a la hora de combatir las carencias de personal que ya se están experimentando en distintas fuerzas armadas occidentales. El caso más reciente -y uno de los más flagrantes- es el británico, con una Royal Navy que se ve obligada a dar de baja dos fragatas Tipo 23 por la falta de marinos que experimenta. Bajas a las que se sumarán al parecer también las de los buques de asalto anfibio HMS «Albion» y HMS «Bulwark». Y es que quien más, quien menos, no hay ejército occidental que no esté experimentando algún tipo de crisis relacionada con el personal, bien sea porque no es capaz de reclutar el necesario, bien porque las condiciones que se ofrecen no pueden competir con las del mercado laboral civil.
No es de extrañar que varios estados se estén planteando muy seriamente la posibilidad de restablecer algún tipo de servicio militar, aunque sea más limitado en cuanto al número de llamados a filas que los que conocimos en la segunda mitad del siglo XX. Otra posibilidad, aunque debería ser complementaria, pasaría por una reforma completa de la Reserva Voluntaria, de la que no hablaremos aquí, pero que tiene importantes carencias en el caso de la española y serviría de poco en los escenarios que planteamos, pues sirve para cubrir algunos puestos concretos de cara a que la institución pueda asegurar su actividad ordinaria, pero ni aporta masa, ni está pensada para un escenario de guerra a gran escala.
El del servicio militar, como todo lo que sea ir más allá de los ejércitos profesionales de reducido tamaño e intensa formación, así como equipación de última tecnología, es un asunto controvertido. Por una parte, ningún ejército moderno que se precie (ni el ruso lo hace), puede renunciar a un núcleo más o menos amplio de personal profesional. Además, a pesar de la necesidad de masa, tanto material como humana, hemos de ser conscientes de que toca conjugar esta exigencia con el hecho de que, cada vez más, hasta el último infante debe tener una formación muy superior a la que tenía su homólogo de la Primera Guerra Mundial, que es el conflicto con el que tiende a compararse la guerra de Ucrania. No en vano, además de ser un atleta y un buen tirador (dentro de lo que cabe), todo integrante debe tener ciertos conocimientos de transmisiones, autoprotección (lo que incluye las OPSECs), uso de dispositivos electrónicos y, en breve, manejo de drones, sea como piloto o como parte de un equipo que los despliegue.
Para el caso de la Unión Europea, en relación con esto, sobre el papel parecería factible unificar las veintisiete fuerzas armadas (aunque, en puridad, no todos los Estados miembros cuenten con unas) creando un ejército europeo, como pedía hace poco el ministro de Asuntos Exteriores italiano, Antonio Tajani. Sin embargo, por el momento parece francamente imposible, salvo que las amenazas lleguen a un nivel que provoquen la superación de las enormes trabas estructurales que existen y que Ejércitos ha tratado incluso mediante una reciente obra escrita por el profesor Josep Baqués.
No es cuestión baladí. Parte del proceso al que atendemos se explica -y a la vez, retroalimentará- otro proceso al que venimos asistiendo desde hace décadas y que es cada vez más evidente: la pérdida de poder por parte de las potencias medias, agravada en los últimos años por una competición estratégica entre grandes poderes que, para llevarse a cabo, necesita de la movilización de enormes recursos, imposibles de reunir salvo por estados cuasi-continentales como los EE. UU., China, India, Rusia… Los casos de Francia, potencia «menguante» donde las haya, o del Reino Unido, a pesar de sus esfuerzos, son paradigmáticos; los problemas de España, aunque estemos en un momento dulce en cuanto a gasto, también son evidentes, reflejándose en la sobrecarga de trabajo de muchos de nuestros militares o en los problemas para cubrir determinados puestos, aunque no sean siempre los más «operativos».
Suele decirse que, quien mucho abarca, poco aprieta. En un escenario de Revolución Militar, como el que vivimos, prácticamente nadie puede atender a todos los desafíos que mantenerse en cabeza en cuanto a innovación e implementación de los avances técnicos implica. Curiosamente, y aunque a primera vista la multiplicación de drones baratos parecería ir en contra de las Leyes de Augustine, un estudio más profundo del caso parece decirnos exactamente lo contrario. Para entenderlo, hay que atender al estadio de desarrollo de estos ingenios, todavía en pañales, además de muy exigente en términos de horas/hombre, ya que se integran a mano.
Cuando esta fase se supere y la producción en masa sea una realidad -a cifras mucho mayores que las enormes que estamos viendo-, lejos de relajarse, el ritmo de iteración posiblemente se incremente. Lo que es peor, la mayor parte de la inversión no se la llevarán los sistemas en términos individuales, ni su producción, sino la integración de forma que puedan actuar como un todo y dentro de un marco. Serán la computación, la IA y las redes de comunicaciones necesarias para sacarles todo el partido, así como la guerra electrónica para intentar evitarlo, los aspectos verdaderamente demandantes en cuanto a recursos. Una presión añadida para las potencias medias, que irán perdiendo comba progresivamente frente a las grandes potencias, salvo que consigan establecer mecanismos efectivos para compartir esfuerzos.
Sea como fuere, todo se complica y, si bien los ejércitos profesionales cada vez más esqueléticos, en los que la inversión se destina a adquisiciones de material costoso y puntero a costa de reducir día a día el tamaño de las plantillas, parecen llamados a desaparecer en los próximos años, la masa en sí misma tampoco es la panacea (desde luego, no en el caso de las democracias), si no viene acompañada de la calidad, aportada por la formación, el compromiso y los materiales adecuados (también en cantidad).
Consideraciones finales
Este artículo bien podría haber sido subido a la web como parte de la sección de opinión, pues no pretendía llegar a ninguna conclusión sólida, ni es «científico» en su forma, sino más bien un ensayo, escrito una vez más para dar qué pensar; para motivar un debate. Por supuesto, muchas de las ideas que en él se recogen, terminarán demostrándose erróneas; Eso es lo más interesante de los momentos de transición, como el actual. Aun así, creemos que hay tendencias que son ya una evidencia y que hemos de tener en cuenta por nuestro propio bien.
Las relativas a la importancia que la masa tiene ya y tendrá en los próximos conflictos, son claras. Sin embargo, hay que tener en cuenta que las masas físicas (drones, consumo de municiones) o digitales (en cuanto a volumen de datos recolectados, procesados y transmitidos) no van a implicar en todos los casos un volumen de masa humana semejante al que vemos en Ucrania. Pero sí más masa humana, exigencia a la que hay que responder establecimiento mecanismos que permitan conjugar un aumento en las plantillas -necesario como mínimo para atender a un incremento en el número de plataformas y sistemas-, con el mantenimiento del nivel de formación y competencia, que no puede reducirse en ningún caso.
De hecho, seguirá incrementándose. Incluso un rápido vistazo al futuro que plantea el uso de drones a medio plazo obliga a pensar que el conocimiento necesario para bregar con ellos será mayor y no menor, con lo que lejos de simplificarse la recluta y el adiestramiento, se complicarán. No en vano, serán parte de redes LoRa, se diseminarán como sensores por el terreno, retransmitiendo durante días o semanas, se utilizarán como sistemas SEAD dirigiéndose automáticamente a las fuentes de emisión… Todo lo cual, necesitará de operadores a la altura y en buen número.
Así las cosas, y en términos muy generales, tenemos que encontrar la forma de bregar por un lado la necesidad de aumentar el número de sistemas y plataformas en servicio, algo que es incompatible con la apuesta por sistemas extremadamente complejos y caros y, por otro, de incrementar las plantillas sin perder la calidad media, en términos de formación y conocimiento.
En cuanto a lo primero, hemos de plantearnos si seguir confiando en diseños como los actuales y en cantidades mínimas es o no un error y una falsa economía. La elección no es entre salvar la vida de los hombres y mujeres que forman la tripulación a cualquier precio, sino que va de lograr un equilibrio entre vidas perdidas y guerras ganadas. Dicho de otra forma, lo que los factores estructurales de los que hemos hablado nos obligan en este momento histórico concreto es a elegir entre aumentar el número de sistemas y plataformas baratos, aunque relativamente capaces, o vernos obligados a compensar la apuesta por muy pocos vehículos muy caros aumentando el número total de infantes movilizados a lo largo de un conflicto y asumiendo seguramente a la larga más bajas.
En lo relativo a lo segundo, hay que entender que no vale con reclutar carne de cañón -de ahí el título-, sino que hemos de destinar un volumen creciente de los recursos disponibles a mejorar las condiciones, en todos los sentidos, de nuestros uniformados, haciendo la profesión mucho más atractiva de lo que lo es en la actualidad. Por cierto, que hay una derivada de todo esto, que tiene que ver con el liderazgo y la cultura institucional, que daría no para uno sino para varios artículos, aunque omitiremos hablar de ello en esta ocasión. Diremos, eso sí, que las Fuerzas Armadas están haciendo un importante –y convincente– esfuerzo de adaptación a los nuevos tiempos, aunque por el momento no tienen todas las respuestas a los nuevos desafíos, algo lógico.
Dicho esto, y teniendo en cuenta que nuestro Ministerio de Defensa se ha embarcado en el mayor plan de adquisiciones de los tiempos modernos, con una cifra global de varias decenas de miles de millones de euros, quizá convendría comenzar a compensar la inversión en nuevos equipos (muy necesaria), con la inversión en personal (sin la cual no se generan verdaderas capacidades), a la vez que se reorientan algunas de las compras para cumplir con la necesidad de una mayor masa. Todo al tiempo que se mentaliza a la sociedad de cara a reasumir la responsabilidad que le corresponde de cara a su propia defensa, pues esta, después de unas décadas bastante inusuales, vuelve a exigir de la ciudadanía una alta implicación y, llegado el caso, sacrificio. Sacrificio también humano que, una vez más, cuanto más dispuestos estemos a asumir (lo que enlaza con las falsas economías), tanto más improbable es que debamos hacerlo…
De forma escueta, yo veo dos vertientes. La relevancia de la masa en Ucrania, es sólo un medio para desgastar la voluntad de lucha de Occidente, que es el centro de gravedad al que Rusia realmente ataca. En Gaza el mismo centro de gravedad fue atacado a través del raid contra civiles israelíes y sigue con los rehenes, no con la masa. Si Occidente no está dispuesto a invertir el capital económico, social y político de tener unas FAS (y una sociedad) preparadas y motivadas al punto de preferir dar de bajas buques como los mencionados, apostando tan sólo por el servicio militar (es decir, intentar conseguir personal a la fuerza, sin invertir en él) sólo conseguiría masa de calidad baja y no estará reforzando su centro de gravedad, sino alimentando un espejismo autojustificándose en un ahorro económico que a la larga puede salir muy caro, simplemente a la espera de que la Selección Natural acabe actuando o no.
Mejorar el atractivo de la carrera militar supone también una forma de invertir en personal para general capacidades, además de ampliar el personal operativo. Está claro que una Rusia dictatorial ahora mismo es una amenaza para toda Europa y es necesario un cambio de mentalidad en las sociedades de los países europeos para garantizarse una seguridad que resulte disuasoria.
La masa sin preparación ni medida del coste/beneficio no gana una guerra, sino que la estanca. A largo plazo provoca problemas de contestación social.