¡La logística, estúpido!

Instalación aprovechada por las Fuerzas Armadas ucranianas para la reparación de sus blindados al noroeste de Járkov. Autor - Heidi Levine.
Instalación aprovechada por las Fuerzas Armadas ucranianas para la reparación de sus blindados al noroeste de Járkov. Autor - Heidi Levine.

La guerra de Ucrania nos ha situado ante un escenario que muy pocos creían posible: una guerra convencional y de alta intensidad. Para más inri, en suelo europeo. Más allá de la tragedia humana que supone, el devenir de los combates nos está dejando valiosas lecciones, especialmente útiles para las fuerzas armadas de las naciones occidentales. Una de ellas tiene que ver con la logística, verdadero talón de Aquiles de los ejércitos modernos y que, con la experiencia ucraniana en la mano, tenemos la obligación de replantearnos por completo.

Quien más, quien menos conoce la frase «the economy, stupid» (la economía, estúpido), popularizada durante la campaña electoral estadounidense de 1992 que llevó a Bill Clinton al poder frente al George H. W. Bush. Acuñada por James Carville, el principal estratega político del equipo de Clinton, ha servido en innumerables ocasiones para recordarnos que hay temas cuya importancia, por obvia que sea, no se tiene tan en cuenta como se debería. Es ni más ni menos lo que ocurre con la logística, el elemento fundamental detrás de cualquier ejército que se precie, máxime en un momento tan particular como el actual.

En estas páginas hemos hablado en más de una ocasión de varios fenómenos que están viendo su eclosión -solo en parte, que nadie se lleve a engaño, pues lo que vemos en Ucrania es un conflicto con algunas características no extrapolables a otros escenarios- en la guerra de Ucrania. Por una parte, la preeminencia de la defensiva sobre la ofensiva motivada por: 1) multiplicación de armas de precisión de bajo coste (sean ATGM, granadas lanzadas por drones, etc); 2) sensorización del campo de batalla; 3) aparición de redes de mando y control distribuidas y resilientes.

Todo lo anterior hace muy complicado lograr victorias decisivas, bien sea: decapitando a las fuerzas armadas enemigas al destruir su red de mando y control, o; logrando penetraciones en profundidad que permitan envolver a las grandes unidades enemigas dislocando su defensa en los niveles operacional y estratégico. Dicho de otra forma, la guerra queda estancada, reducida a una sucesión de enfrentamientos a nivel táctico sin apenas explotación posible, pero muy exigentes en términos de vidas y materiales: la temida guerra de desgaste.

El problema, llegados a este punto, es que aunque la experiencia ucraniana no sea exactamente extrapolable a otros escenarios -por ejemplo debido a los problemas y carencias de la Fuerza Aérea o la Armada rusas-, la tendencia al estancamiento y a la guerra de desgaste parece consecuencia de una serie de cambios de gran calado, relacionados con la Revolución Militar en ciernes; no con las carencias o virtudes de un servicio concreto dentro de unas fuerzas armadas.

Esto obliga a pensar que, de producirse una guerra que implicase a otras naciones, incluyendo las occidentales, los problemas a afrontar, sino idénticos, serían parecidos. Todo cuando no estamos en absoluto preparados para una guerra convencional con una alta tasa de desgaste, pues después de décadas de cobrarnos los «dividendos de la paz» y de apostar por la polivalencia en detrimento del número y la especialización, no hay fuerza armada en Occidente que tenga en su haber el número de sistemas y plataformas requeridos para un enfrentamiento de este tipo.

Pensemos, por tomar un ejemplo cercano, en España. Nuestro Ejército dispone de 219 carros de combate Leopardo 2E, además de contar con unas decenas de Leopard 2A4 en servicio. También, como sabemos, queda cierto número de estos almacenado en Zaragoza, a la espera de que se concreten futuras donaciones a Ucrania pero que, en cualquier caso, están en un estado bastante malo. Tanto que devolverlos al servicio está ocupando meses y no semanas, como era de esperar.

Pensemos también en nuestra Armada, dotada con una decena de fragatas, número del que no va a pasar en el futuro, pues son cinco las F-110 contratadas. Cuando entren en servicio, en el mejor de los casos, llegaremos a disponer de cuatro submarinos clase S-80, mientras que en cuanto a cubiertas, apenas contamos con el BPE «Juan Carlos I», sin que por el momento se esté moviendo nada al respecto, ni siquiera ante la previsible llegada de los F-35B en el futuro próximo.

El Ejército del Aire, es cierto, va mejor servido en muchos aspectos. Disponemos de un buen número de cazabombarderos, muchos de ellos muy modernos y capaces, a los que se añadirán en el futuro los que se adquieran en el marco de los programas Halcón 1 y 2. Sin embargo, en todos los casos, se trate de los F-18, de los Typhoon o más si cabe, si llegan, de F-35, son aparatos muy complejos y con un mantenimiento caro -y ese no suele ser el mayor problema-, que no puede ofrecerse de cualquier forma.

Precisamente esto último, que es aplicable a casi cualquier sistema de armas moderno, nos ha llevado a confiar de forma creciente en los cuartos escalones, esto es, en las fábricas, para llevar a cabo el mantenimiento. Hay sistemas, incluso, que se adquieren mediante contratos que son más parecidos al leasing que a una compra, en los que el fabricante es el responsable último de hacer que estén en servicio, algo muy útil en tiempos de paz, pero ciertamente cuestionable si vienen mal dadas.

También nos ha llevado importar de la industria civil -concretamente de la del automóvil, en donde tiene su origen- modelos logísticos just-in-time (JIT) que abaratan los costes, entre otras cosas, a costa de renunciar a tener grandes inventarios. Más bien al contrario, el epítome de este sistema pasa por no tener stocks en absoluto, recibiendo aquella pieza o componente que se necesite únicamente cuando se solicite desde el escalón correspondiente.

Este último es, sin ir más lejos, el caso de Estados Unidos con los cazabombarderos de quinta generación Lockheed Martin F-35 Lightning II. Aparatos cuya logística se ha optimizado hasta tal punto, pensando en los ahorros de costes, que ya hay quien considera el sistema demasiado arriesgado si se pretenden mantener los ratios de disponibilidad que una guerra «de verdad» requiere.

Lo mismo podría decirse del mantenimiento predictivo, que en condiciones normales ayuda a racionalizar la logística y a abaratarla, pero que si es entendido únicamente como una forma de ahorro, se convierte en un cuello de botella. Imaginemos esas fantásticas F-110 en misión sin recambios para sus motores, porque el ordenador dice que, a tenor de los datos, las averías son poco probables…

Así las cosas, en un escenario de alta intensidad, en el que cada aparato se vería obligado a realizar varias salidas diarias, hasta que no se alcancen hitos críticos que obliguen a llevar el aparato a tercer o cuarto escalón, las reparaciones deberían poder hacerse, en su mayor parte, a pie de pista o en los hangares de los portaaviones y portaaeronaves. Sin embargo para eso hacen falta recambios que cuestan dinero (tanto a la hora de su adquisición, como de su traslado) y ocupan un espacio valioso a bordo. Y quien dice cazabombarderos, que pueden estar entre los sistemas más exigentes con el mantenimiento, dice también carros de combate, helicópteros o «simples» VLTT.

Sin embargo no hay otra opción. Porque en muchos casos se cree que en Ucrania las reparaciones de «fortuna» han permitido mantener una alta operatividad tanto de los sistemas de los que ya disponían los ucranianos, y es cierto: los operarios de las Fuerzas Armadas de este país han conseguido un gran resultado con mucho ingenio, y obviando de paso cualquier tipo de certificación o estándar de seguridad laboral, aunque eso es perfectamente comprensible.

Lo que no suele decirse es que si todo eso ha sido -y sigue siendo- posible es porque a Ucrania han afluido ingentes cantidades de recambios de los orígenes más insospechados. Tampoco que el mantenimiento más comprometido ha debido efectuarse en Polonia o Alemania, por ejemplo, pues las instalaciones del país o habían sido destruidas, o se veían afectadas por los problemas de suministro eléctrico o directamente eran incapaces de bregar con las exigencias de los CAESAR, M-109 o M142 HIMARS y tantos otros.

Una situación que se complicará más si cabe con la llegada de los Leopard 2, Abrams y Challenger 2, hasta el punto de que se teme que se conviertan en sistemas «de un solo uso», como ha ocurrido con algunos CAESAR, que una vez desgastados algunos componentes quedaban fuera de combate ante la imposibilidad de devolverlos al servicio.

Y eso que hablamos de un país que tenía un amplio parque de vehículos blindados y acorazados, así como gran cantidad de artillería heredados de la época soviética. También de una relativamente potente industria de defensa, que tras años de guerra en el Donbás y pese a la corrupción generalizada, había venido apoyando el esfuerzo bélico y tenía, por decirlo en plata, «rodaje».

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