Los riesgos de las democracias digitales

Las democracias digitales, entendidas no únicamente como aquellas que están digitalizando el proceso de voto, sino también como aquellas en las que la ciudadanía tiene un amplio acceso a Internet, corren el doble riesgo de verse atacadas tanto durante la celebración de las propias elecciones, mediante ciberataques, como a través de campañas de desinformación. Dado que la digitalización -al menos en algunos aspectos- no parece reversible, tendrán que establecerse medidas de protección para evitar que se repita lo ocurrido en campañas electorales como la estadounidense de 2016 o las elecciones de mayo de 2019 al Parlamento Europeo.

Prácticamente, la totalidad de los sistemas electorales de los países democráticos son anteriores a Internet y las redes sociales, por lo que, obviamente no estaban diseñados originariamente para prevenir posibles injerencias externas. 

Hasta hace solamente una década era impensable que un Estado pudiese desplegar una operación de influencia en el electorado de un tercer estado con el objetivo de perturbar sus comicios electorales. 

Sin embargo, en los últimos años, no resulta extraño observar como las agencias de inteligencia de los estados democráticos vienen alertando sobre la existencia de intentos de manipulación electoral en los meses próximos a las elecciones por parte de estados extranjeros con el objetivo de situar gobiernos afines en el poder. Y, de hecho, la existencia de este riesgo para las democracias digitales se viene reflejando año tras año en los informes sobre libertad digital que la organización Freedom House publica anualmente.

Si bien Estados Unidos y Estonia son los principales estados que han sufrido ataques constatables de este tipo, existen decenas de ejemplos: las elecciones a la Presidencia estadounidense en 2016, las elecciones generales holandesas de 2017, las elecciones de mayo de 2019 al Parlamento Europeo, o las elecciones italianas de 2018[1]; son solamente algunos de los eventos que nos permiten incrementar la especulación sobre la fragilidad digital de los sistemas electorales (Arteaga, 2018).  

No obstante, pese a la existencia constatada por los servicios de información de campañas orientadas a influir en el electorado de los países democráticos, lo cierto es que, en última instancia no es posible cuantificar (especialmente en el caso de las operaciones de desinformación) la capacidad que tienen estos ataques de impedir a la ciudadanía el hecho de acudir a las urnas o de alterar el resultado de éstas (NIC, 2020). 

En el presente Focus trataremos de observar hasta qué punto la digitalización de las elecciones en países democráticos puede suponer una problemática de difícil solución, o si por el contrario, este riesgo se está sobredimensionando. 

La guerra informativa –donde se encuadrarían las operaciones de desinformación– y los ciberataques puramente ofensivos son los principales vectores de ataque a los sistemas electorales de las democracias occidentales.  

Hasta el momento, únicamente Estonia y Suiza han planteado seriamente la transición hacia un voto digital sin respaldo físico[2], ya que, en líneas generales, en la inmensa mayoría de los estados democráticos el proceso de digitalización del voto se ha limitado únicamente a la aplicación de las fórmulas necesarias para acelerar el avance de los resultados electorales, pero no de los procesos de votación y contabilización –que siguen regidos en su inmensa mayoría por procedimientos analógicos (Ramos, 2019).

En este sentido, salvo en los dos estados mencionados –cuya aspiración a la digitalización completa del proceso electoral les haría seriamente vulnerables a ciberataques de recopilación de datos censales por una parte, y por otra, de alteración de resultados electorales– en el resto de estados democráticos el poder “hackear” unas elecciones empleando únicamente medios informáticos se antoja prácticamente imposible. 

No obstante, que no se puedan alterar los resultados finales de forma telemática, al existir un soporte físico de contraste, no significa que el proceso sea ajeno a los riesgos del ciberespacio y que no se pueda golpear de alguna forma la credibilidad del proceso electoral. 

Así pues, si hipotéticamente mediante un ciberataque a las empresas encargadas de la gestión informática de los adelantos electorales se consiguiera publicar unos resultados electorales iniciales, en los que se diese como ganador de las elecciones a un partido político, y posteriormente, el recuento manual arrojase un resultado completamente distinto otorgando la victoria al partido de la oposición, sin duda se generaría una situación de caos y desconfianza hacia el proceso electoral, tanto por parte de la población civil, como de los representantes y partidos políticos.  

En este sentido, cualquier intromisión en el proceso electoral, aunque sea únicamente modificando unos resultados provisionales, tendría un impacto caótico en la credibilidad posterior de los resultados obtenidos. 

Igualmente, tampoco parecen ser “intocables” las plataformas digitales de los partidos políticos (vulnerables a un sinfín de vectores de ataque que podrían entorpecer seriamente la gestión de las campañas electorales) ni los propios candidatos electorales (tal y como el escándalo de los correos filtrados de Hilary Clinton ya demostró).

Sin embargo, pese a la existencia de estas amenazas y los riesgos que ellas entrañan, lo cierto es que, en el contexto tecnológico y jurídico actual, el principal de estos riesgos subyace en la propia mente de los ciudadanos de los estados democráticos.

Una de las tesis principales de la teoría electoral es que las elecciones no se ganan, sino que se pierden cuando no se consigue movilizar al electorado. Y, es evidente que, los sentimientos y las emociones de los votantes resultan más fácilmente manipulables que el software de las empresas dedicadas a la gestión de las elecciones[3].  

La opinión pública de un Estado se encuentra formada por las ideas individuales de los ciudadanos de éste, las cuales se encuentra directamente ligadas a la forma en que los individuos acceden a la información sobre los candidatos electorales, sobre la campaña electoral y sobre el clima político en general. O, dicho de otro modo, si externamente se aporta información falsa sobre alguno de estos condicionantes se podría –en mayor o menor medida– llegar a alterar la opinión del votante respecto al sentido de su voto.

Ello es posible porque se dan dos poderosas circunstancias. En primer lugar, porque –lejos de lo que se suele pensar, y tal y como la teoría prospectiva de Kahneman y Tversky demuestra– los seres humanos no somos seres racionales capaces de adoptar  la mejor decisión posible considerando todos los posibles aspectos de una cuestión de manera equitativa al basarnos en una cuidadosa evaluación de la información disponible. La intuición, la falta de información y la existencia de sesgos cognitivos y creencias previas desmienten el racionalismo de las decisiones humanas (Kahneman, 2015). Y, en segundo lugar, porque existen agentes externos (medios de comunicación, políticos, estados, etc.) que influyen en el pensamiento individual con el fin de establecer una agenda propia y favorable a sus intereses.      

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