Los drones de guerra, esto es, los vehículos no pilotados o pilotados remotamente, han llegado para quedarse. Asentados ya en muchas funciones de apoyo, se postulan ahora como un elemento sustitutivo de los sistemas de armas tradicionales. Bajo el paradigma del ahorro en vidas humanas (riesgo de atrición) e impulsados por la incipiente Inteligencia Artificial (IA), amenazan con reemplazar por completo a gran parte del personal que actúa en un campo de batalla.
Conceptos básicos sobre los drones de guerra
La primera distinción clara que podemos hacer en relación con los drones de guerra tiene que ver con la intervención de los humanos en su control. Por un lado, están aquellos manejados por un operador, y que cada vez con más frecuencia se emplean por parte de los diferentes ejércitos. Por otro, aquellos otros que a caballo de una nueva revolución tecnológica, están llamados a tomar decisiones por sí mismos, mediante sistemas de software avanzado conocido comúnmente por inteligencia artificial (AI).
Por lo general, lo que conocemos por drones de guerra, vehículos no tripulados o armas autónomas, ya sean aéreos, terrestres o navales, cumplen tres condiciones básicas que los distinguen de otro tipo de artefactos, que son:
- Ser reutilizables.
- Tener control humano continuado.
- Operar a distancia del operador mediante conexión remota.
Esta última distinción es importante, pues incide en la vulnerabilidad inherente al uso de vehículos de control «remoto», diferentes a los que usan mandos de control que evitan al operador compartir espacio físico con el aparato (por ejemplo un robot EOD o un vehículo desminador) pero que tienen la conexión asegurada por cableado o señal de alcance visual (Line of Sight o LOS).
Ni que decir tiene que esto excluye igualmente a las torretas remotas que se instalan en vehículos, aeronaves (especialmente helicópteros) o embarcaciones, y que son operadas de forma directa por un ser humano, si bien no toma asiento en la instalación propiamente dicha. Es curioso ver como la pujanza de estos sistemas es, especialmente en los terrestres, algo contradictoria; pues ni han reducido el volumen del afuste (pese a no acomodar tripulantes, o mejor dicho hacerlo en otra parte del vehículo) ni permiten solventar cualquier problema de funcionamiento en los automatismos (giro/elevación, alimentación, pérdida de visores, etc).
Del mismo modo, podemos afirmar que, de lograrse un funcionamiento completamente autónomo (mediante la denominada Inteligencia artificial o IA) dejaríamos de hablar de un dron, entrando ya en lo que sería un sistema de armas cibernético.
Artificial sí, pero no tal inteligencia
Sobre este asunto realmente controvertido hay mucho que discutir; especialmente en lo que se entiende por AI. En realidad hace muchos años que esta «inteligencia artificial» está con nosotros, y no parece haber supuesto ninguna revolución en los asuntos militares (RMA) sino más bien la lógica evolución que la electrónica y la informática han venido realizando durante varias décadas no solo en los ejércitos, también en nuestros trabajos y hogares.
Si entendemos la IA como sistemas autónomos que, con gran capacidad de proceso, asisten al ser humano en la toma de decisiones y en la interpretación de ingentes cantidades de datos, no hay tal revolución.
Solo por recordar el ejemplo más notorio y conocido por cualquier aficionado: la capacidad de un ordenador para «fusionar» diferentes sensores, contrastar los datos que captan, analizarlos con diferentes librerías pre-programadas y convertirlo en información útil al operador, es algo habitual en los complejos y avanzados sistemas de armas modernos, como pueda ser un cazabombardero; permitiendo así al piloto o pilotos (la posibilidad de reducir tripulantes ha sido solo uno de sus beneficios) centrarse en la toma de decisiones, ajenos a cálculos laboriosos (distancia al objetivo, velocidad, priorización de amenaza, medidas defensivas, frecuencias de comunicación, mapeado, etc) que ponen en riesgo su eficacia y limitan su concentración para ejecutar con éxito la misión.
Ahora bien, si de lo que se trata es de que una máquina sustituya al piloto en este último eslabón dentro del proceso comúnmente conocido por «misión de combate» la cosa ya cambia notablemente. La automatización de los procedimientos, algo tan simple como ejecutar programas de vuelo automático, estabilización en emergencia e incluso tomar el control de un vehículo en caso de pérdida (de control) del piloto. Esta ya forma parte no solo de los avanzados sistemas de armas, sino incluso de nuestra vida cotidiana (véanse los sistemas de ayuda a la conducción de cualquier turismo moderno); otra cuestión muy distinta es que la máquina anule nuestra capacidad de decisión, no cuando una distracción o un desmayo ponen nuestra vida en peligro, sino cuando puede ir en contra de nuestra voluntad y de nuestra capacidad de discernir el comportamiento correcto en cada ocasión.
Si un coche es incapaz de entender que acelerar en un adelantamiento mal calculado puede suponer culminar con éxito una maniobra que en caso de frenar (prudentemente) acabará en choque frontal, no podemos dejarle el control. Igualmente un cazabombardero o un misil, no puede discernir si el blanco asignado debe ser batido o no en virtud del daño que provoque a fuerzas propias o no combatientes, no puede discriminar efectos políticos y sociales, no interpreta características del comportamiento humano ni puede valorar la eficiencia en recursos (incluidos los humanos) de una acción determinada.
¿Pondrían en manos de un algoritmo la decisión de sacrificar soldados en favor de la supervivencia de una unidad superior? ¿Qué tasa de atrición es asumible en la consecución de cualquier objetivo militar? Preguntas siempre difíciles para un comandante, inasumibles para un sistema automatizado y para el poder político-militar que lo implementó.
No es de extrañar que el empleo de máquinas para asumir tareas milenariamente atribuidas al ser humano genere controversia. No es la primera vez, el uso de submarinos, armas nucleares o stand off, e incluso de tiradores selectos (francotiradores) y toda otra ventaja táctica que otorgue a un bando impunidad, se ve desde las sociedades occidentales más avanzadas como una perversión y un abuso de poder.
Esta tergiversada y errónea visión caballeresca de la guerra, que procede de la antigüedad (y que aún influía en muchos pilotos de caza de la Primera Guerra Mundial) es incompatible con la eficacia en el ejercicio de la profesión de las armas y nace de una visión política basada en argumentos más o menos discutibles sobre la opresión con la que Occidente somete a otros pueblos más atrasados (algo obvio en otras épocas de colonización masiva).
La IA representa el último paso en este proceso de deshumanización de la guerra y causa un gran impacto en los aspectos éticos y hasta jurídicos de la misma. No debemos olvidar que las guerras, justas o no, son terribles actos de violencia que generan un rastro siempre indeseable de muerte y destrucción, afectando por desgracia no solo a los profesionales de las armas, sino a los pueblos (personal no combatiente) e incluso al medioambiente (desastres ecológicos que a la postre generan más miserias a la Humanidad).
Con esta perspectiva, que los causantes de tal desatino no se dignen a «morir por su causa» y empleen nuevas tecnologías para obtener sus fines, sin la presión añadida de poner a sus ciudadanos en riesgo (una masacre como Verdún puede poner fin por sí sola a un conflicto, haciendo reflexionar a los gobiernos) puede banalizar los aspectos negativos de la guerra e impulsar políticas exteriores aún más agresivas.
La idea es francamente aterradora, por ello debemos ser prudentes a la hora considerar propuestas que rozan el concepto literario de ciencia-ficción. En cualquier caso, si se diera la tecnología necesaria la pregunta ya no sería si se puede, sino si se debe hacer algo semejante. Precisamente porque suprimir el sufrimiento humano de los acontecimientos bélicos puede acabar con la no deseable deshumanización de la guerra.
En realidad, la auténtica IA (IA fuerte), entendida como un sistema cibernético similar a nuestro cerebro, capaz de pensar por sí mismo, es aún territorio exclusivo de la citada ciencia-ficción. No sólo ya por la fantasiosa visión de un ser artificial capaz de tener «conciencia del ser» y mucho menos sentimientos; tan solo la capacidad de aprender, de construir ideas por sí mismo o resolver problemas complejos, es decir, pensar; está fuera de las capacidades de la tecnología actual.
Lógicamente, estas cuestiones no afectan a las armas que actúan según los deseos de sus tripulantes, estén o no presentes en el mismo espacio físico que el artefacto en cuestión; en realidad, dicho concepto se aplica hace mucho tiempo, y dista de ser exclusivo de los drones de guerra. Un simple misil, guiado por un radar, por una señal satélite o por un sistema «inteligente» que contrasta las imágenes que capta su sensor con una ‘visión’ preprogramada del blanco buscado, con o sin capacidad de abortar o cambiar la misión una vez empezada (hasta cierto punto, muchos sistemas actuales comparten las inquietudes que apuntábamos para la IA) es un sistema autónomo y hará el trabajo que se le ha encomendado sin exponer a su controlador al fuego enemigo. Veremos cuán difusa es la frontera entre ambos conceptos cuando tratemos el uso de municiones merodeadoras y/o drones suicidas.
Por tanto ¿Qué es un dron? Sin querer generar una definición académica, podemos decir que un simple artefacto de control remoto (fuera de la línea de visión) supervisado de forma continua por un operador humano.
Los UGV o sistemas remotos terrestres
Denominados en inglés «Unmanned Ground Vehicles», son probablemente uno de los conceptos menos evolucionados actualmente entre los diversos drones de guerra y, al mismo tiempo, sobre los que más se especula. El mayor hándicap radica en que la introducción de la IA (de cualquier tipo) en un entorno físico tan cambiante como el terrestre, en comparación con los cielos o el mar abierto, es bastante más compleja, sobre todo (o a pesar de) si tenemos en cuenta las limitaciones de los conductores de vehículos blindados para hacer su trabajo sin asistencia externa.
Por un lado esto podría hacer pensar que el puesto físico (de cuerpo presente) está en desuso; por el otro, indica las dificultades de un operador terrestre para obtener conciencia situacional exclusivamente por medios optrónicos (ya sea encerrado dentro del vehículo o ausente de él). Esta distinción ha sido muy debatida en el ejemplo citado de las torretas remotas, y se hace extensible al resto de tripulantes o funciones asumidas por los mismos, ya sea tirador, conductor o jefe (en especial este último).
Como decíamos anteriormente, la automatización de las estaciones de armas en general no han tenido consecuencias en la reducción de tripulantes (si exceptuamos el puesto de cargador, y no se ha generalizado en los calibres mayores, como los de carro de combate) aunque se han reubicado, cuestión controvertida precisamente porque ha traído más deficiencias (conciencia situacional, solución a fallos) que beneficio.
Un blindado puntero en este aspecto es el T-14 Armata, de la Federación Rusa, que ha limitado la tripulación a tres personas, aunque no supone ninguna revolución, pues los carros de diseño soviético precedentes tenían igualmente tres tripulantes frente a los cuatro usuales en Occidente. Sin embargo la artillería de campaña cada vez adopta más afustes automatizados carentes de sirvientes en el emplazamiento. Introducidos en los buques de guerra hace ya muchos años, hoy proliferan como montajes terrestres, solventando incluso la dificultad de gestionar munición desengarzada (cosa que no sucede en los cañones navales) con dos alimentadores separados para proyectil y carga de proyección.
La diferencia entre estos obuses y los vehículos acorazados está en la manera de combatir, ya que el dinamismo de la maniobra y el contacto directo imponen a los primeros unas necesidades que los artilleros desconocen, ya que combaten en estático y sin ver al enemigo. Quizá por ello los medios de combate completamente remotos aún no han entrado en servicio de forma generalizada; la carencia de un marco doctrinal de aplicación de los mismos tampoco ayuda, es decir: aún no se ha definido por qué y para qué se quieren.
Cuando se analizan las posibilidades y las limitaciones de los drones de guerra terrestres, enseguida se asume la diferencia entre las tareas de apoyo y las de combate. Igualmente se distingue entre las funciones que suponen alto riesgo de atrición en las que el sistema se considera un «consumible» o una munición y las capacidades de combate básicas, que exigen una mayor resiliencia o capacidad para sobrevivir en el campo de batalla. No hablamos de la protección balística o la resistencia mecánica que corresponde a todo sistema de armas, sino de algo aún más básico: La doctrina de empleo de las unidades militares atiende a preservar la capacidad de combate de las mismas.
Es decir, debe distinguirse entre los medios que nos podemos permitir sacrificar y los que no, que son aquellos que vertebran la capacidad de un ejército y cuya pérdida supone la derrota, hasta que llegue el momento del máximo sacrificio (parcial) en pos de un objetivo mayor, práctica dicho sea de paso casi inasumible a día de hoy, donde los conflictos se rigen por imposiciones políticas como las «cero bajas».
Un dilema táctico
Curiosamente, el hecho de dotarse de drones de guerra (que no arriesgan vidas humanas) no supone una clara diferencia a la hora de planificar las operaciones y asumir grados de atrición soportables para que la fuerza operativa pueda vencer o, al menos, continuar la lucha.
De entre las funciones del material «prescindible» podemos enumerar las siguientes:
- Reconocimiento avanzado, incluido mantener la posición cuando son sobrepasados por el enemigo.
- Tratamiento de explosivos, desactivación, destrucción controlada o demolición.
- Análisis de muestras y entornos potencialmente tóxicos, reconocimiento NBQ.
- Protección de instalaciones, patrulla perimetral, apertura de rutas en entorno incierto o máxima exposición.
- Medidas de decepción con señuelos tácticos y simulación; adiestramiento avanzado (OpFor).
- Transporte de suministros a extrema vanguardia, evacuación de heridos.
- Nodo/puenteo de comunicaciones para redes tácticas, sistema de enlace de comunicaciones autónomo para PUs.
Como vemos algunas de ellas emiten activamente, se exponen al fuego o incluyen la acción autodestructiva para alcanzar un fin concreto, resguardando a los seres humanos de misiones tan arriesgadas, incluso variando la metodología de estas acciones. No es necesario poner cargas de demolición y esperar a que se retiren los zapadores antes de detonarlas, ni se necesita desactivar minas dispersas en el terreno si se pueden neutralizar explosionándolas como hacen los sistemas de rodillos de presión (muy aparatosos al tener que preservar la seguridad del vehículo de arrastre).
La máxima expresión de este concepto es la munición merodeadora, si bien la mayoría de las estudiadas son artefactos voladores (de baja cota/velocidad e influencia en el dominio terrestre) por lo que hablaremos de ellos en detalle más adelante.
En este aspecto los drones de guerra terrestres tampoco son un invento nuevo, aunque sí han estado mucho tiempo «olvidados» en los libros de Historia. Ya en 1940, el ejército alemán desarrolló vehículos explosivos de demolición, como el Leichter Ladungsträger (Portador de cargas) Sd.Kfz. 302 Goliath, dirigido por cable y con entre 60 y 100 kg de explosivos. Ciertamente el modelo fue un fracaso por la vulnerabilidad del vehículo (escasa velocidad, blindaje mínimo y cableado con tendencia a romperse) pero el concepto es hoy una de las aplicaciones probables del UGV, como los ya probados de mula mecánica (un transporte que alivie de peso a las PUs que combaten a pie) o los medios que asumen la iniciativa del enemigo (vulnerabilidad) mientras patrullan una zona, perímetro o ruta conocida o previsible (de hecho pueden realizarla de forma completamente autónoma si esta se programa previamente).
Si esto fuera todo, sería una ayuda inestimable (de hecho aún está por explotarse) pero resultaría decepcionante comparado con los poderosos sistemas de armas dedicados a ganar batallas, sean carros de combate, blindados de infantería, obuses de artillería o cualquier otra «máquina de guerra» avanzada. Y es aquí, como elemento de fuego y maniobra, donde el uso de los sistemas autónomos es más conflictivo.
Poco se puede decir de unas doctrinas de uso que están por escribir, si bien se evalúan diferentes conceptos que van desde el uso combinado (plataformas tripuladas y no tripuladas) en los niveles tácticos más bajos, donde los drones son «pastoreados» por vehículos tripulados a modo de tentáculos de un sistema de armas multiplataforma que tiene como nodo a los segundos; y las unidades completamente autónomas, que ocuparan su lugar en el despliegue de la fuerza como cualquier otra. Esta es una distinción importante, ya que un sistema robótico, al igual que un carro de combate convencional, es sólo una máquina. La unidad de combate es una entidad funcional compuesta por material, personal (en mayor o menor medida), suministros y procedimientos.
Puesto que en las acciones de fuego los automatismos son ya habituales (sistemas CWIS por ejemplo) y las torres robóticas de todo tipo hacen una función básica de ‘fuego’, la verdadera cuestión con los UGV radica en el movimiento (autónomo), utilizado para obtener una posición ventajosa sobre el enemigo; la combinación de ambas, fuego y movimiento, es lo que se conoce por «maniobrar».
La selección de objetivos en sí misma es un problema que se ha solventado concediendo a los sistemas autonomía para abrir fuego indiscriminado en ciertos sectores, previo interrogador amigo/enemigo o con algoritmos (software) de discriminación, asignando prioridades según el grado de amenaza, alcance efectivo, etc.
Ahora bien, todo esto son «modos de fuego», pero no una manera de combatir por sí misma. Existen otros condicionantes, desde las burbujas de fuegos (determinadas en función de la zona de responsabilidad asignada a la unidad) a la superposición de los mismos (plan de fuegos), las reservas de munición o la misión asignada (como puede ser mantenerse en reserva, esperar el momento oportuno para influir en el combate, preservar la munición de valor añadido, como misiles, para blancos de alto valor, etc) por no hablar de mantener el sigilo, ya que no siempre batir el primer blanco potencial es lo más inteligente (provocar una respuesta que no se puede asumir, arruinar una emboscada por fuego prematuro, eficacia limitada a un alcance dado, etc). Todas estas decisiones forman la esencia de la táctica militar y están a años luz de las capacidades actuales o futuras de la IA.
Si el fuego es un elemento controvertido, la maniobra táctica (incluye el primero como parte de su acción, pero nos centraremos en el movimiento) resulta aún más delicada. El primer problema evidente para actuar sobre el terreno, utilizarlo en beneficio propio, arrebatárselo al enemigo o transitar a través de él para alcanzar ciertos objetivos (físicos) es precisamente la necesidad de interpretarlo. Más allá de la inteligencia centrada en la más básica de las capacidades, como es detectar la presencia del enemigo, está la interpretación de la situación táctica, del terreno, la meteorología y el «despliegue» o maniobra de dicho enemigo (que como las fuerzas propias, estará en continuo movimiento).
Esto se conoce en conjunto como «conciencia situacional» y cuando hablamos de drones de guerra o de sistemas parcialmente robotizados (como las torretas robóticas de blindados tripulados) y la dependencia de sistemas optrónicos y la inteligencia de imágenes (en tiempo real), surgen serias dudas sobre la eficacia de una fuerza que no tenga alternativas a estos sistemas.
Como apoyo al elemento básico de la decisión, que es el cerebro humano, y sus sensores biológicos (ojos y oídos), son una ayuda inestimable; revolucionando el combate nocturno, la identificación a diferentes espectros y frecuencias (visible, infrarroja, ultravioleta, imagen radar, detección por sonido, etc) o ayudando a conformar una visión general del campo de batalla, como sistemas digitales de mapeo, posicionamiento, seguimiento de trazas, etc. De hecho, cuanto más alto es el nivel donde se aplica esta capacidad de procesado de datos, mayor es el beneficio en comparación con un órgano de decisión humano formado por múltiples miembros (como un Estado Mayor) que han de coordinarse e intercambiar información (nuevamente con la ayuda de la tecnología).
Pero todo tiene un límite, especialmente en los escalones más bajos, hasta llegar al combatiente, sea este un modesto fusilero o un piloto de combate cuya preparación lleva años lograr. El operador remoto de un drone de guerra terrestre a nivel individual o el jefe de un vehículo dotado con un sistema de armas robotizado solo tiene sus sensores optrónicos para hacer una valoración de la situación, y en esto la tecnología aún no ha compensado la flexibilidad y capacidad de adaptación de nuestro mecanismo biológico.
El problema de la conciencia situacional
Dejemos por un momento la IA, así como la electrónica, óptica o emisión radioeléctrica y hablemos de ese maravilloso «sistema de sistemas» que es el cuerpo humano y cómo interactúa con el mundo que le rodea.
Como en cualquier animal superior, nuestro cuerpo tiene unos «sensores» y una central de proceso, que interpreta las señales recibidas y las convierte en información útil, llamado cerebro. Es curioso ver por un lado lo fácil que es engañar al cerebro con trucos ópticos o sonoros, incluso que pierda la orientación espacial; y por otro su tremenda capacidad de aprendizaje para interpretar la información recibida mediante la experiencia (a la postre esa es la base para burlarlo). Así, pese a que la evolución nos dotó de visión binocular, somos capaces de medir distancias o ver en profundidad con un solo ojo. Igualmente, pese a no tener referencias externas nuestro oído interno es un «horizonte artificial» que nos indica donde está el origen de nuestra gravedad (el suelo); en todo ello la capacidad del cerebro (subconscientemente) para aprender de la experiencia y realizar una interpretación de lo que ve es realmente notable. Aun así, en ocasiones la falta de referencias produce desorientación, siendo necesario asistirnos con algún mecanismo externo (los buceadores y sus socorridas hileras de burbujas sabrán de qué estamos hablando) que es ese apoyo, en este caso tecnológico, tan útil y que no pretendemos subestimar; el problema es cuando dejamos que sea este sistema nuestra única «referencia situacional».
Pongamos el ejemplo más básico: un corresponsal de prensa (o un cineasta de éxito) con una cámara de TV/video graba una escena a la carrera. Para él, pese al fragor del momento, la información visual es nítida, dispone del sistema de estabilización de imagen de su cerebro para no perder el enfoque y sus manos para intentar mantener la cámara horizontal. Ahora bien, la imagen de televisión no tiene la misma suerte, y el espectador en su casa ve los saltos de la cámara como una vorágine de imágenes movidas de las que apenas se consigue otra cosa que sufrir mareos y confusión.
Esto se soluciona con un sistema de estabilización que aisle la cámara del portador, de tal manera que pese a que el vehículo donde se asienta el sensor esté dando tumbos sobre el terreno, la imagen llega a la pantalla sin sobresaltos y centrada en el objetivo que se está observando. Cuando es la pantalla y su observador los que están dentro del vehículo, moviéndose constantemente, este hecho no ayuda a que nuestro cerebro tome «conciencia situacional» de su posición frente al objetivo, por lo que las tripulaciones de blindados de combate prefieren tener la opción de salir de la torre y usar su propio criterio para obtener conciencia real de la situación.
Si hablamos de un drone de guerra, el operador está situado cómodamente fuera de la zona de la acción, viendo lo que capta el presentador completamente ajeno a la posición relativa del UGV respecto al terreno; más estable pero sin posibilidad alguna de obtener referencias, igualmente la visión perimetral es un conjunto de imágenes inconexas mostradas en diferentes pantallas, que solo en el caso de la capacidad panorámica de los simuladores o las gafas de realidad virtual (ambas con un sistema de digitalización de la realidad) nos puede sumergir en el mundo que estamos captando con los sensores.
Captar objetivos no es pues el principal problema, ya que se puede centrar en un cometido concreto (y la tecnología aquí ha avanzado considerablemente), sino mantener información perimetral y analizar constantemente el entorno en 360º. Situaciones como niebla, lluvias o similares no hacen sino empeorar la situación, sin que el terreno circundante, al contrario que el enemigo, emita en frecuencias infrarrojas que sustituyan al espectro visual de nuestra optrónica, seriamente mermado.
Algo tan simple como el vaho, enemigo no solo de las gafas de protección balística, también de cualquier ciudadano que lleve lentes graduadas y mascarilla contra el letal virus que nos asola, sabrá que perder la visión es muy frecuente; qué decir del vadeo profundo en aguas marrones o barrizales, la proyección de tierra ante explosiones cercanas o el hollín, arena del desierto, nieve… un mal que se convierte en un serio problema sin un mal operador que limpie las ópticas periódicamente.
Tampoco tendrá un UGV la posibilidad de colocarse correctamente en una posición de tiro a resguardo en una arboleda sin sirvientes que enmascaren el vehículo o, más importante, mantengan despejadas las líneas de visión de los sensores a través de la hojarasca bajo la que nos queremos ocultar (la linde de las zonas boscosas son idóneas para dominar los claros adyacentes, con campos de tiro amplios y a resguardo del enemigo). De hecho, una dependencia excesiva del concepto UAV aéreo de observación choca con estas mismas realidades: fuertes vientos, lluvia persistente, zonas boscosas, etc.
Por último, la acción del enemigo puede, sin llegar a ser letal para los sistemas de armas, dificultar la observación: el fuego graneado (indiscriminado) o zonal (esquirlas y metralla) especialmente de los fuegos indirectos de apoyo (artillería y morteros) puede dañar los sensores o la electrónica, razón por la cual todos los vehículos conservan el alza de combate o usan métodos anticuados en plena era digital, pero sumamente eficaces, como ametralladoras coaxiales con munición trazadora (permite ver y corregir el punto de impacto).
Estos sensores son también objetivos prioritarios de un equipo de combate específico, el tirador selecto, que tiene en su arma de precisión (especialmente en calibres mayores como el 12,70 mm) un arma incapacitante, y como tal se refleja en sus manuales de empleo; igualmente las municiones de humo o los iluminantes son efectivos para anular los más sofisticados equipos de detección.
Al respecto hay una anécdota sucedida hace muchos años en la sierra del retín, en unas maniobras que enfrentaban a los M60 del USMC con los ALVIS Scorpion de nuestra Infantería de Marina; en una práctica nocturna, los emboscados Scorpion optaron por encender simultáneamente sus reflectores (sobre el mantelete del cañón), dejando cegados a los carristas americanos, que llevaban activos sus intensificadores.
Como decíamos al principio, todos los beneficios que suponen los sistemas optrónicos como auxiliares para el combatiente, se convierten en vulnerabilidades cuando son un sistema único e insustituible. Imaginemos otro supuesto muy habitual en los conflictos modernos, como es la interacción con personal no combatiente o la amenaza no letal. Cuando un sistema armado es atacado siempre puede responder al fuego, sin que haya ROE que lo impida; pero si no es un ataque como tal, la capacidad de un sistema remoto (sin auxilio humano) para dar una respuesta proporcionada es muy limitada.
Una población manifestándose e interponiéndose en el camino de nuestra columna, puede detenerla sin dificultad. Es más, si optan por cegar a nuestros sofisticados drones (sean pesados blindados, vehículos motorizados o incluso droides antropomorfos) con pintura en espray o echando una sábana sobre ellos, quedarán inutilizados de la forma más ridícula e imprevisible que podíamos haber imaginado.
Es en estos casos cuando podemos argumentar que dentro de la vigente doctrina de armas combinadas, los UGV irán acompañados de tropas, o cuando recurrimos a mantener un mínimo factor humano en las fuerzas ‘motorizadas’, con vehículos tripulados que pastorean y apoyan a los no tripulados. Cabe preguntarse entonces si la pretendida revolución de los drones de guerra no es más que otra herramienta (como los cargadores o los pilotos automáticos) para limitar el personal necesario, que es el recurso más costoso, y no un medio capaz de revolucionar las doctrinas de la guerra terrestre (saque el lector sus conclusiones).
Los drones de guerra aéreos
Si hay un entorno (dominio) donde los drones de guerra han resultado más eficaces y se han generalizado en todos los ejércitos, este es el aéreo; precisamente por que en la inmensidad tridimensional del espacio aéreo la navegación es mucho más sencilla (y se basa en instrumentos desde hace muchísimos años, por falta de referencias visuales) permitiendo tanto a sensores como a operador del sistema centrarse en la misión táctica.
Su continua evolución y, sobre todo, su gran diversidad, han impulsado mecanismos para establecer cierto control conceptual de qué son y para qué sirven. La OTAN ya ha establecido una clasificación (hay otras de organismos civiles, pero no vienen al caso) que atiende básicamente a su peso y alcance, así como el entorno táctico donde explotarlos (posibilidad de empleo) y que pueden verse en la siguiente tabla:
Respecto a las misiones que realizan, en principio se basaban en la inteligencia de imágenes de todo lo situado sobre la superficie terrestre; después se implementaron radares y sensores que captan emisiones ajenas (y que necesitan una conexión de datos mucho más potente que la necesaria para el mero control de la aeronave) para acabar siendo eficientes sistemas de armas con municiones aire/superficie (bombas y misiles) o ejerciendo de «drones suicidas» para realizar por sí mismos un ataque terminal.
Decíamos al principio que los drones se distinguen de otros sistemas por ser reutilizables, por lo que esta última práctica ha generado otra categoría, denominada comúnmente munición merodeadora o «loitering munition», obviamente por su capacidad de sobrevolar el campo de batalla en espera de encontrar un blanco que su operador asignará y (en los casos más sencillos) dirigirá contra el blanco una vez aprobada la orden de ataque.
No obstante, el precio de estos artefactos hace más aconsejable usarlos como medio lanzador de munición, que a su vez puede ser guiada (por tanto costosa) de caída libre o de trayectoria balística (cañones o cohetes). Todo dependerá de las misiones asignadas o la función que se le quiera dar, por eso la munición merodeadora más habitual será aquella que se asemeje a un misil, bien lanzado por tropas terrestres, desplegado desde una «base de partida» como cualquier aeronave tripulada o bien lanzado por otros medios aéreos para que permanezca en zona mientras su portador o «nodriza» (más vulnerable y con un coste de vuelo muy superior) se retira.
Sus ventajas serán la flexibilidad de mantenerse en disposición de atacar objetivos a demanda mientras sus controladores tácticos (TACOM) maniobran o se mantienen en posiciones resguardadas, proporcionando inteligencia (ISR) y en último término, participar del proceso de fuegos.
Los UAV y el dominio terrestre
Este requisito, la capacidad de interactuar, pese a ser artefactos voladores, dentro de lo que hemos llamado «dominio terrestre», aconseja que el UAV forme parte integral de las fuerzas terrestres; se mueva junto a ellas, se despliegue sobre el terreno y sea operado y controlado por ellas en su propio beneficio. Esto de por sí impone ciertas limitaciones que hace que se diferencien claramente los UAV de tipo I (menos de 150 kg) de los mayores. Pueden por ejemplo lanzarse sin la asistencia de pistas, utilizando sistemas de rampa neumática o hidráulica, instaladas a su vez en un remolque, la cabina de carga de un VLTT o a bordo de un buque de guerra, y recuperándose de forma más o menos «elegante» en cualquier suelo llano o incluso capturados al vuelo con una red. Los más pequeños incluso se ponen en vuelo manualmente y algunos tienen capacidad de volar en estacionario y a cotas extremadamente bajas, impulsados como un helicóptero o en configuraciones aún más complicadas, de 4 o más rotores de propulsión/guiado (quadcopters) y que más que volar, levitan sobre el suelo.
Este último tipo de mecanismos pueden acompañar al personal a pie como medio de «descubierta» en las rutas de patrulla o la limpieza de entornos restringidos (urbanos) además de ser los más idóneos, por su controlabilidad, para ejercer de «loitering munitions».
Como principal problema citaremos el coste que representa en caso de agotar su autonomía sin encontrar un blanco, ya que al considerarse munición activa (espoleta cebada) deberá autodestruirse sin opción a recuperarlo. Esto no sucede con las granadas, cohetes o misiles CC, que no se activan (disparan) hasta que no se ha designado un blanco idóneo para ellos.
Lógicamente la capacidad de carga de estos ingenios es muy pequeña, por lo que hasta ahora se han limitado a proporcionar inteligencia de imágenes en la frecuencia visible o infrarroja y en caso de emplearse como munición, apenas si equivalen a una granada de mano.
No obstante ya hay algunas en servicio, como el Hero-30 LEMAMS (Lethal Miniature Aerial Missile System) del ejército israelí, de un tamaño mínimo (3 kg) y altamente portable. Hay otros modelos dentro de la familia, como el Hero-70 (7 kg) o el 250, un artilugio de 25 kg que se lanza por una rampa y que cambia el propulsor eléctrico por uno de combustible sólido, asemejándose ya a un misil.
Aunque su diseño (propulsión a hélice, baja velocidad y alto tiempo de vuelo) son claves, el factor definitivo para clasificarlo como munición merodeadora es el modo de empleo. Básicamente el misil de lanzamiento terrestre es un arma defensiva, que suprime amenazas para las fuerzas propias desde posiciones resguardadas; mientras que la munición merodeadora se usa de forma ofensiva, buscando activamente blancos ocultos (establecidos por tanto en defensiva). La duda puede surgir cuando el artefacto tiene varios modos de disparo y puede usarse de ambas formas, como el Spike NLOS.
En este punto cabe la pena considerar la diferencia táctica entre el UAV (Unmanned Air Vehicle o Vehículo Aéreo No Tripulado) como medio ISR (localización e identificación de objetivos) y el UCAV (con C de combate) como ejecutor del ataque propiamente dicho. La misión de ambos es obvia, pero no lo es tanto la decisión de cómo emplearlos.
La opción de reunir en un UCAV localización y ataque (como cualquier otra aeronave) o mantenerlos separados, así como el uso de equipos o paquetes (incluso de enjambres) diseñados para saturar las defensas enemigas, deslocalizando el armamento y el efecto explosivo (o cinético) entre múltiples plataformas, supone un reto desde el punto de vista del mando y control (C2) y su utilidad es bastante dudosa si atendemos a su eficiencia.
Para el ataque a objetivos concretos de ámbito táctico, de forma similar a como hace un misil contracarro, ya hemos visto que resultan válidos, si bien su modo de empleo está más limitado a entornos donde se tiene cierta superioridad operativa (conflicto asimétrico) ya que por definición es más vulnerable y, sobre todo, más predecible. El verdadero debate surge cuando han de usarse masivamente para atacar objetivos de área, ya sea por concentración de los blancos anteriores (formaciones de tropas o asentamientos) o por que son objetivos fijos de gran volumen (instalaciones o infraestructuras).
En el CAS (Close Air Support) destinado a apoyar las fuerzas terrestres, sus opciones deben estudiarse dentro del concepto general de targeting y la asignación de los diferentes fuegos, contando con las alternativas tipo artillería de campaña o helicópteros de ataque.
Esto es determinante para la forma de batir el objetivo y la certeza en la consecución de la misión, y es que mientras sea posible, la artillería debe tener prioridad a razón de:
- Su coste.
- Capacidad todo tiempo.
- Persistencia en el fuego.
- Tiempo entre adquisición e impacto.
- Carencia de contramedidas eficaces (C-RAM)
Es decir, los drones de guerra pueden ser un elemento importantísimo para localizar objetivos a la artillería (así se usan en todos los ejércitos) pero no son tan evidentes sus ventajas como ejecutores de los fuegos, especialmente zonales.
Respecto a la resiliencia, los UAV pueden actuar de forma redundante, pero mientras que en una misión ISR la efectividad en la misión está garantizada pese a un alto grado de atrición (en teoría con que un solo UAV en zona sobreviva para transmitir la información es suficiente, aunque es mejor confirmar el contacto con más de un medio), el enjambre de municiones o UCAVs necesita un porcentaje de supervivencia mayor para alcanzar sus objetivos, ya que estará dimensionado en consonancia con el efecto buscado (por ejemplo, 200 drones para atacar un batallón mecanizado en un área de 10 km2).
Si este ataque se realiza con un grupo de artillería, bastará una acción de fuego (tres rondas antes de la llegada al objetivo y el obligado cambio de posición) o una única andanada de cohetes para batir dicha área de forma convencional; puede incluso atacar objetivos aislados sin necesidad de usar proyectiles guiados, portando submuniciones que actúan como los drones, descendiendo lentamente en busca de objetivos de forma autónoma para que ninguna se desperdicie batiendo un espacio «vacío». El proyectil pasa así de arma de área (efecto explosivo por fragmentación) en una de punto (penetrador cinético conformable) con capacidad de batir blancos duros; ejemplo de esto son la Bosford/NEXTER Bonus155, Rheinmetall SMART155 o la norteamericana M898 SADARM, para calibre 155mm; con dos skeet o submuniciones por proyectil.
Igualmente con la artillería/morteros no habrá transición entre localizar el objetivo y la acción de fuego, careciendo de una fase de vuelo de traslado (lento) hasta la zona, lo que para una distancia de 30 kms, típica de los obuses modernos, puede suponer en un dron varios minutos; corriendo el riesgo de que a su llegada la información del objetivo ya no sea válida (Time in Target).
¿Significa esto que la función ISR es la única donde los drones de guerra aéreos pueden rendir adecuadamente? Es difícil de decir, pero no parece que como terminales de ataque de ámbito terrestre ofrezcan ventajas significativas, a pesar del impacto mediático que han obtenido por su éxito en la guerra entre Armenia y Azerbaiyán. Al respecto los videos de ‘drones’ de diferente tipo precipitándose sobre tropas indefensas ha alertado a muchos estados mayores sobre esta amenaza, pero no debemos olvidar dos puntos importantes:
- Un contendiente se adaptó mucho mejor que el otro a nuevas tecnologías o supo sacar ventaja del desconocimiento de su enemigo (factor sorpresa).
- Esas imágenes han llegado hasta nosotros porque otros UAV de inteligencia estaban localizando los objetivos, por lo que estos ya eran vulnerables desde ese instante a cualquier otro ataque.
Esto último pone en valor el verdadero uso de los UAV modernos y es lo que debe alertar a los profesionales para tomar medidas preventivas, como limitar la libertad de vuelo de estos ingenios, estén armados o no. El redoblado interés por la defensa antiaérea cercana tiene su razón de ser en la amenaza de los drones de guerra.
(Continúa…) Estimado lector, este artículo es exclusivo para usuarios de pago. Si desea acceder al texto completo, puede suscribirse a Revista Ejércitos aprovechando nuestra oferta para nuevos suscriptores a través del siguiente enlace.
Be the first to comment