La relación entre la Armada y la empresa pública Navantia es la historia de dos entidades condenadas a entenderse. Sin más mercado que la producción de buques militares, y dada la competencia internacional en el sector a la Armada le corresponde ejercer de sostén y valedora de los diseños de los astilleros. Por más que las necesidades militares apunten en otra dirección, cualquier gobierno actual o futuro utilizará a las FAS como excusa para sostener un modelo de empresa que necesitaría de una profunda reconversión, pero que nadie, por el coste social y el desgaste político que conlleva, va a acometer. Asumida esta idea, toca amoldarse para que su impacto en las capacidades militares resulte positivo.
En los últimos años, décadas más bien, la política de adquisiciones del Ministerio de Defensa ha priorizado los materiales y equipamientos que arrastraban un fuerte componente industrial, de modo que el gasto realizado en equipar a las fuerzas armadas revertiera en beneficio para otros ámbitos, como fortalecer el tejido productivo del país, crear empleo y obtener beneficios económicos en forma de impuestos o incrementando las exportaciones.
El problema viene cuando esta política deja de ser un medio para obtener un fin (el sostenimiento de las fuerzas armadas) para ser un fin en sí mismo. Ejemplos hay muchos, algunos de la más candentes actualidad como el del avión entrenador, del que ya hemos hablado en estas páginas, o la intención de involucrar a Navantia en el desarrollo y producción de las nuevas corbetas europeas auspiciadas por la PESCO.
Hablamos de gigantes industriales con gran peso en el ámbito económico y político, con la diferencia de que Airbus es básicamente una empresa privada de capital extranjero (si bien los políticos de los países fundadores sí conservan poder de decisión en su consejo de administración) mientras que Navantia es una sociedad estatal, no solo 100% española, sino de capital enteramente público.
Podemos entender que se haga todo lo posible por mantener esta capacidad, no tanto por su valor estratégico (al fin y al cabo una guerra larga y cruenta que necesite un programa naval acelerado es virtualmente imposible de producirse) en cuanto que parte de los subsistemas de los buques son foráneos, como por el impulso económico ya suficientemente justificado o crisol tecnológico para ir mejorando en el aspecto anterior: la progresiva nacionalización de todos los subsistemas que intervienen en la puesta en servicio de un buque de guerra, el más complejo, caro y completo sistema de armas de la actualidad.
No somos ajenos a una necesaria racionalización de los astilleros (cinco en la actualidad) en aras de adaptar el potencial constructivo a las necesidades reales de una armada modesta como es la española; si bien esto parece ser tema tabú para cualquier ejecutivo de la reciente democracia, sea del signo que sea. Solo así se entiende que pese al impulso tecnológico logrado y el consiguiente éxito de muchos de sus productos, con cuantiosas exportaciones, Navantia haya sido incapaz de salir de los números rojos.
Si asumimos la imposibilidad (veto político) de tan necesaria reconversión industrial, solo nos queda encomendarnos a la Armada mediante dos actuaciones fundamentales:
- Adoptar una estrategia militar fundamentalmente naval y un aumento presupuestario en consonancia para esta rama de las FAS (no parece que esté el país para extrapolar esta práctica a otros quehaceres, por más que se necesite).
- Adoptar una estructura operativa y un inventario de buques que favorezca a la industria en general y a Navantia en particular.
Seguramente a estas alturas el lector estará ya escandalizado y no es para menos. Defender que las FAS se dimensionen por y para defender no nuestra integridad territorial y a la sociedad española, sino a sus empresas (públicas como Navantia o privadas) raya en el esperpento, pero no dramaticemos en exceso.
Ciertamente no es muy difícil, echando un vistazo a un mapa y a los balances entre exportaciones e importaciones, ver que España está rodeada de mar y que recibe gran parte de sus bienes de primera necesidad por esta vía; mientras que las fronteras terrestres, excepto la coyuntura de las dos ciudades autónomas de la costa africana, son una auténtica balsa de aceite. Si entendemos que cualquier conflicto regional en el área del Magreb o el Mediterráneo occidental no solo es clave para nuestra seguridad, sino que tiene un componente básicamente marítimo (qué decir de garantizar la comunicación naval por la costa atlántica africana hasta Canarias) no resultará difícil defender la posesión de una marina fuerte, numerosa y bien dotada; aun a costa de otras fuerzas y capacidades militares, con la única excepción de la defensa del espacio aéreo (que involucra directamente al otro gigante industrial citado, y que afrontaremos en otra ocasión).
Por otra parte, y aunque nos pueda resultar inapropiado, la citada práctica se seguirá produciendo, por lo que es preferible amoldarse y, al menos, sacar el mejor partido posible de ella. Sirva como ejemplo la exigencia sistemática de las organizaciones sindicales de lanzar la construcción de algunos buques en los periodos en que el calendario de adquisiciones de defensa no proporciona la suficiente carga de trabajo. Para ello se recurre a diseños disponibles que poner en grada de inmediato, sin mediar palabra de las necesidades reales que pueda tener la armada ni la situación económica del país.
Así, en los últimos tiempos se han solicitado Buques de Acción Marítima (ciertamente necesarios), lanzar el programa TLET de transporte para el Ejército o construir un nuevo AOR (Auxiliary Oiler Replenishment) como el entregado a Australia, siendo estos últimos un ejercicio de improvisación y un completo despropósito en términos operativos y económicos. Precisamente para no tener que recurrir una y otra vez a estas prácticas, es por lo que se debe disponer de una planificación acorde a las necesidades de la Armada y la industria, haciéndolas confluir en la medida de lo posible.
Construyendo Armada
Si atendemos a la habitual cartera de pedidos tanto de Navantia como del resto de astilleros españoles y a los ciclos de adquisiciones de los últimos años podemos distinguir claramente entre los buques que se diseñan de forma puntual y en series muy cortas para cubrir una necesidad concreta, y aquellos más genéricos que cubren necesidades básicas y se construyen en series más numerosas.
Entre los primeros podemos citar los grandes buques anfibios (incluidos los portaaeronaves), los buques logísticos o ciertos buques especiales, como el recientemente aprobado BAM-IS (Intervención Subacuática) o el de investigación oceanográfica. Todos ellos son diseños de los que se han construido uno o dos ejemplares como máximo (algunos se han vendido bien, por lo que han podido ser rentabilizados, pero no siempre será así).
Respecto al segundo grupo, ha estado tradicionalmente representado por las fragatas, en las que Navantia se ha especializado y de las que se tienen en servicio dos series diferentes y que, entre fase de definición y construcción, deben mantener cierta continuidad temporal. Por desgracia, la entidad de las flotillas no ha sido suficiente (4 o 5 buques) para lograr el funcionamiento continuado de los astilleros, recurriéndose a segundas fases (F-85 y F-86 o F-105) pese a lo cual, en el último decenio el «parón» entre el buque más nuevo, la F-105 Cristóbal Colón (construida en 2010) y el lanzamiento del programa F-110 (aún sin iniciar el llamado corte de chapa, previsto para 2022) ha sido de más de una década; ciertamente una situación insostenible.
Aparte de las fragatas, mal llamadas escoltas, los únicos buques que la Armada operaba en varias series eran los submarinos y los patrulleros. Con los primeros esa alternancia se perdió cuando se decidió prescindir de la tecnología francesa y pasar a diseñar un submarino propio, el S-80, que debido a los problemas de desarrollo se ha retrasado tanto que ha visto la baja de casi todos los sumergibles precedentes antes de salir de grada. Es de suponer que si Navantia quiere aprovechar todo lo aprendido con este programa y consolidarse como diseñador de submarinos no podrá suspender la actividad hasta el relevo de estos sumergibles, necesitando una segunda serie que continúe la aventura iniciada. Como vemos, esto afecta directamente a la planificación de la Armada, no tanto para cubrir sus necesidades como para definirlas.
Podemos argumentar que la Armada en su momento disponía de 8 sumergibles en dos series, y por tanto no hace más que recuperar una capacidad perdida por las penurias presupuestarias; pero no es menos cierto que aquella realidad se cimentaba en dos circunstancias que han desaparecido: la Guerra Fría y la capacidad exclusivamente costera de aquellas naves, por lo que ni la capacidad del S-80 ni la amenaza actual son comparables.
Con ello no estamos negando la necesidad de incrementar la flotilla submarina, todo lo contrario; si se trata de redefinir la estrategia naval, no cabe duda de que los submarinos, con su nueva tecnología AIP (próxima a las capacidades de un SSN) potencian sus posibilidades; mientras que la carencia de otros medios que no tienen soporte presupuestario (entre otras razones por no disponer de aval industrial que los sustente) como los aviones de patrulla marítima o los cazas embarcados, no hacen sino aumentar el peso del arma submarina en la «nueva» flota (los submarinos con misiles crucero, aunque de forma indirecta, son el único vector de ataque estratégico alternativo) pero no vamos a negar que sin un producto propio y las necesidades citadas, esta posibilidad nunca se exploraría.
Tampoco debemos olvidar que los submarinos tienen una vida operacional más exigente y limitada, requiriendo paradas periódicas (la denominada gran carena) más abundantes que otros buques. Así pues, de cada cinco años de servicio, un submarino pasa uno en grada, por lo que una flota de seis submarinos arroja una disponibilidad real de cinco de los que, por supuesto, solo una parte puede estar en la mar a un tiempo.
Hay que decir que nuestros submarinos clase Agosta van a superar los 35 años de servicio (y gracias a una quinta carena) mientras que sus contrapartidas francesas fueron dadas de baja con entre 20 y 23 años de servicio, no llegando algunos a cuatro grandes inmovilizaciones. Esto puede darnos una idea de cómo la Armada puede mantener el impulso tecnológico y constructivo de Navantia si plantea la necesidad de seis submarinos y prolonga su actividad por un periodo máximo de 25 años.
Respecto a la otra gran baza de la construcción naval para mantener la actividad de Navantia, los patrulleros de gran porte u oceánicos, podemos recordar que a la clase Serviola (buques construidos entre 1989 y 1992) le siguió el nuevo concepto de Buque de Acción Marítima o clase Meteoro, que ha tenido dos fases con cuatro naves botadas entre 2009 y 2011 y dos adicionales que se construyeron en 2016 de forma simultánea en dos astilleros diferentes (pese a los sobrecostes que eso implica, lo que nos confirma la verdadera razón de su existencia). Pese a disponer de algunos buques muy antiguos (aparte de los Serviola hay dos ex-corbetas Descubierta aún más viejas ejerciendo de patrulleros) la saga no ha tenido continuidad; si bien al nuevo buque de apoyo a submarinos se le cataloga como BAM, aunque su diseño no tendrá ninguna relación con aquel.
En este orden de cosas, llegan desde la Unión Europea noticias acerca de un proyecto común lanzado por Francia, Italia y Grecia, y auspiciado por la PESCO, para diseñar y construir corbetas en Europa. El proyecto, denominado EPC (European Patrol Corvette), parte de un casco común pero configurable a petición del cliente con diferentes subsistemas (de distintos subcontratistas) y en varios roles posibles, tanto corbeta de combate (lanzamisiles) como OPV (Offshore Patrol Vessel), a la sazón patrullero oceánico de gran alcance o lo que en EE. UU. denominan cutter (como los empleados por su servicio de guardacostas).
España pronto mostró interés en participar de este proyecto, siendo así Navantia uno de los astilleros que podrían ofrecer estos buques para exportación, en competencia con otros países (se habla de un pedido inicial de seis para Francia, ocho para Italia y cuatro para Grecia). Para ello nuevamente la Armada sería el cliente lanzador y validador del constructor hispano, introduciendo lo que han denominado BSM (Buque de Seguridad Marítima), que arrincona al anterior BAM (y al diseño de Navantia) por uno nuevo capaz de portar armamento más sofisticado y por tanto de asumir otras misiones, entre las que se ha mencionado dar «protección» activa a otras naves o comandar flotillas de superficie (en especial de medidas contra minas). Sin llegar a hablar de corbetas (con sonar o misiles tipo ESSM) podemos aventurar capacidades superiores, en especial de detección radar, contramedidas electrónicas (los BAM llevan una versión simplificada del diseñado para las fragatas) y misiles de defensa de punto, seguramente Mistral (que ofrecen además capacidad contra embarcaciones rápidas).
Volvemos a comprobar que existe una vez más una adecuación de los intereses operativos de la Armada a los de la industria, modificando una hoja de ruta que apuntaba al uso de los BAM como plataformas menos pretenciosas y de bajo coste de operación (al limitar los sistemas complejos y el personal embarcados)
El nuevo buque tiene un desplazamiento de 3000 toneladas y está siendo definido por Naviris (joint venture formada por Naval Group y Fincantieri) con el apoyo (?) de Navantia. En su versión más potente la plataforma dispone de un sonar remolcado (probablemente el Captas-2 como las francesas SIGMA), radar de exploración tipo AESA, misiles CAMM (la contrapartida europea al Raytheon ESSM) y una tripulación de 90 hombres, doblando la de los actuales BAM.
Como vemos, este buque tiene unas capacidades similares al proyecto Avante 2200, que Navantia ha diseñado, vendido y construido para Venezuela y Arabia Saudí. De hecho la empresa oferta un modelo mayor, el Avante 3000, que es exactamente igual, aunque no ha obtenido ningún cliente hasta el momento.
Un ejercicio de adaptación
En el momento que hablamos de un aumento de barcos o de un incremento de su capacidad, y por tanto de su dotación, enseguida surge el problema del personal, limitado desde el Ministerio de Defensa (la Armada cuenta con poco más de 21.000 efectivos entre todos los empleos) y dependiente siempre de las convocatorias para reponer a la tropa que no tiene un compromiso permanente. De hecho, entre 2020 y 2030 se producirá la baja forzosa (por edad) de un tercio de este personal, sin estar claro que la tasa de reposición vaya a ser la necesaria para compensarlo.
A esto hacía referencia al principio, cuando hablábamos de un cambio en la estructura de la Armada, ya que mucho de este personal no es de marinería ni embarca en los buques de ésta. Si sumamos a esto la conclusión de que los grandes buques de transporte y la Flotilla de Aeronaves no representan gran valor añadido desde el punto de vista industrial (recientemente se ha sabido que la Armada pretende dar la espalda al NH-90, helicóptero que por otra parte ya no es de fabricación nacional) podemos concluir que la mayor damnificada de este cambio de estrategia es la Infantería de Marina y con ella, la proyección del poder naval sobre tierra o la generación de agrupaciones de combate con componente aeronaval.
Por contra, el incremento de buques con funciones de protección y seguridad, conforma una marina de guerra basada precisamente en el control del mar y la protección del tráfico marítimo. No es que la proyección del poder naval sobre tierra deba desaparecer, pero sí podrá ejercerse de forma diferente, y siempre orientada a la citada estrategia marítima.
El uso de equipos MIO (Maritime Interdiction Operations) o las Operaciones Especiales, así como misiones sobre tierra en apoyo de operaciones navales y otras similares suponen aún un empleo efectivo de la Infantería de Marina. Ahora bien, la toma de una zona de costa con la pretensión de permanecer en ella ante acciones enemigas (que reaccionarán para impedirlo) de cierta entidad o progresar tierra adentro, son acciones que requieren del apoyo del Ejército de Tierra (incluidas las FAMET) y una efectiva cobertura aérea; proporcionada por el Ejército del Aire o algún aliado con aviación en la zona (sea en bases terrestres o mediante auténticos portaaviones).
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