En los últimos años, con la consolidación de los nuevos dominios (electromagnético, espacial y cibernético) en adición a los tradicionales (terrestre, marítimo y aéreo), se está produciendo un fenómeno digno de estudio: el intento de adaptación de todos los ejércitos al nuevo campo de batalla multidominio, sin aumentar el presupuesto de defensa y en algunos casos, incluso, asumiendo recortes. Como es lógico, asumir nuevas responsabilidades con la misma o incluso una menor inversión, sólo puede ser considerado como un suicidio.
Antes de empezar me gustaría aclarar que este pequeño artículo no pretende aportar ninguna solución concreta, tanto como exponer la gravedad de un problema y divagar en torno a sus consecuencias, si no tomamos medidas drásticas. Para abordar todos los flecos en condiciones harían falta varios tomos y un gran equipo, algo que está lejos de las posibilidades de quien escribe. Sin embargo, de vez en cuando es útil hacer un ejercicio de este tipo y, sin duda, será interesante para los lectores.
Nuevos dominios y tecnologías
A lo largo de la Historia no han sido tantas las ocasiones en las que se ha incorporado un dominio nuevo al entorno operativo. Si bien se había venido luchando en el mar desde hacía milenios -podríamos hablar de los pueblos del mar o de los griegos-, es útil hacer referencia a la República de Roma en la Primera Guerra Púnica. En este caso, se vieron obligados a construir una potente armada con la que disputar el dominio del futuro Mare Nostrum a los cartaginenses, algo que lograron a base de esfuerzo, sacrificio y una enorme inversión1, comenzando prácticamente desde cero. Es decir, que tomaron las medidas necesarias para controlar un nuevo dominio con decisión, voluntad, inversión y sacrificio.
Mucho más recientemente, aunque ya se venían realizando numerosos experimentos y tanto la Primera Guerra Mundial como las guerras coloniales y la Guerra Civil española sirvieron de laboratorio, tenemos la incorporación del dominio aéreo durante la primera mitad del pasado siglo. A pesar de que en un primer momento la aviación se consideraba un mero apoyo (observación, comunicaciones, ataque a tierra) de los ejércitos, pronto se cayó en la cuenta de la importancia del nuevo dominio y de la necesidad de disponer de medios adecuados para asegurarse su control. Es así como nacieron las primeras fuerzas aéreas tal y como ahora las entendemos.
Es el caso de la Royal Air Force británica, creada en 1918 mediante la unión del Royal Flying Corps (que hasta entonces servía de mero apoyo al British Army) y del Royal Naval Air Service (que servía a la Royal Navy)2. En el caso de los EE. UU., la USAF no sería creada hasta 19473 como una entidad independiente. Era la consecuencia lógica de las nuevas necesidades surgidas en los primeros años de la Guerra Fría relacionadas con el bombardeo y el transporte estratégico o la guerra nuclear. En España ocurrió algo parecido, creándose la Aeronáutica Militar Española en 1913 como servicio dependiente del Ejército de Tierra y en 1917 la Aeronáutica Naval de la Armada. No sería hasta después de la Guerra Civil que se crea el actual Ejército del Aire.
En todos los casos, por supuesto, incorporar un nuevo dominio obligó a una inversión considerable, dada la necesidad de dotarse no sólo de los aparatos necesarios para constituir una fuerza aérea, sino también de ir formando al personal, construyendo instalaciones, elaborando una doctrina específica, ganando operatividad, etc.
Algo parecido sucede con las Revoluciones en los Asuntos Militares4. Por ejemplo, la llegada del arma nuclear supuso un reto similar, al obligar a implementar costosos programas de desarrollo de armamento, sistemas de alerta temprana, de mando y control, a desarrollar nuevas doctrinas, etc.
Ya se trate de la incorporación de un nuevo dominio al entorno operativo, o de la adopción de nuevas tecnologías revolucionarias, la historia bélica está plagada de momentos de salto o disrupción y todos ellos sin excepción han requerido de recursos adicionales para pasar de ser meros conceptos teóricos a realidades prácticas.
Por ejemplo, la difusión (que no la invención) de las armas de fuego está íntimamente relacionada con la capacidad de las monarquías para dominar a la nobleza y organizar la recaudación de impuestos en proto-estados europeos. Del mismo modo, la RMA de la Información, para hacerse una realidad, necesitó de la Second Offset Strategy y de un aumento en el gasto militar considerable y sostenido durante años. Y es que Napoleón no inventaba nada cuando decía aquello de «para ganar una guerra sólo hacen falta tres cosas: dinero, dinero y dinero», sino que se limitaba a constatar una realidad que ya conocían milenios atrás.
La tormenta perfecta
Desde estas páginas se viene defendiendo, prácticamente desde el minuto uno, que estamos entrando en una época de disrupción tecnológica sin precedentes, con especial incidencia en el terreno bélico. A la pléyade de descubrimientos científicos y su aplicación en forma de nuevos materiales, sistemas o procedimientos, ya de por sí con un efecto profundo pero todavía difícil de valorar, se une la llegada en un plazo extremadamente breve de tres nuevos dominios: cibernético, espacial y electromagnético.
Si bien los ejércitos llevan utilizando el espectro electromagnético ya desde hace más de un siglo, es ahora cuando de verdad la guerra electrónica ha cobrado una importancia capital, como hemos podido ver en diferentes artículos. El dominio espacial, por su parte, apenas se ha venido explotando desde el final de la Segunda Guerra Mundial y justo ahora comenzamos a dar el paso hacia la Segunda Era Espacial. Por último, nos encontramos con el dominio cibernético, que es ahora cuando de verdad está ganando ascendencia sobre el resto, a pesar de que no hemos hecho sino empezar a comprender sus posibilidades.
Es posible que nunca en la Historia hayan coincidido en tan breve espacio de tiempo tantos cambios de calado. Incluso si aceptamos como bueno el esquema propuesto por Alvin y Heidi Toffler, según el cual se han venido sucediendo diversas olas de cambio -y ahora estaríamos entrando todavía en la Tercera Ola-, con efectos sobre el conjunto de la civilización, las anteriores han sido diferentes. Lo han sido, porque su llegada y consolidación han requerido milenios o, cuanto menos, siglos. Ahora hablamos de muchos cambios en el espacio de unas décadas y con una tendencia acusada a la aceleración.
No hay más que ver el ritmo al que se suceden las nuevas doctrinas y la velocidad con que los planes mejor elaborados (ahí está nuestra BRIEX 2035) quedan desfasados casi en el momento de hacerse públicos, para darse cuenta de que algo ocurre. Lo mismo se puede aplicar a los sistemas, que caducan prácticamente antes de llegar a producción, dada la rapidez a la que cambian los requerimientos…
Pero es que hay más. En los últimos años la defensa ha pasado a ser una parte más de un todo mucho mayor, de ahí que existan instituciones como el Departamento de Seguridad Nacional, dedicadas a coordinar a diversas agencias en temas tan dispares como la ciberseguridad, la inmigración, la seguridad aeroespacial, la seguridad marítima o la proliferación nuclear, pero también el terrorismo, el crimen organizado o la seguridad energética. Los recursos, huelga decirlo, siempre han sido limitados, pero las necesidades han aumentando de forma dramática, dedicándose ahora una copiosa inversión a áreas que antes no se consideraban importantes o eran inexistentes.
Por si esto fuese poco, la línea que separaba la guerra de la paz, única preocupación de los militares en tiempos pasados, ahora es más difusa, existiendo amplias zonas grises en las que las potencias se enfrentan sin miramientos y que para poder defenderse, disuadir o coaccionar, también necesitan de dinero.
Por otra parte, no podemos dejar de mencionar el cambio social producido en las últimas décadas, con el paso a eso que dan en llamar «era post-heroica» y que hace que la ciudadanía de los países desarrollados esté, en general, mucho menos dispuesta a asumir sacrificios. Esto atañe tanto al gasto militar, que es visto como algo secundario, como a la voluntad de alistarse y dar la vida en defensa de sus países. Como consecuencia, el poder político se ve impelido a reducir el gasto en defensa mientras que los militares, que han de seguir cumpliendo su función, deben hacer más con menos y buscar alternativas.
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