Las historia reciente de la alimentación militar en Francia es representativa de su evolución como potencia. En búsqueda permanente de un lugar y una voz propias, ha tratado de mantener su identidad pese a cumplir rigurosamente con los estándares marcados por una OTAN de la que no puede desligarse. Por el camino, sin embargo, ha logrado un equilibrio sorprendente…
Al igual que el resto de estados europeos, el desarrollo de la logística tal y como la conocemos, estuvo ligado en Francia a la llegada de la modernidad, siendo pionero el país en diversos ámbitos. La época de hegemonía militar francesa, que sucedió a la española tras la Guerra de los 30 años y la Guerra Franco-Española se asentó, más que en avances tácticos o técnicos, en su posición central o en el recurso a grandes generales como el Príncipe de Condé o Turena, en una capacidad logística abrumadora en comparación con otros ejércitos de su tiempo, lo que le permitía alimentar a más bocas y realizar operaciones de una envergadura mayor.
Esto último era hasta cierto punto lógico dado el tamaño y riqueza de sus territorios, lo que permitía un flujo constante de recursos al frente. No obstante, que nadie se lleve a engaño, durante mucho tiempo y al igual que sucedió con el resto de ejércitos del continente, el «pan de munición» fue el alimento básico del soldado francés hasta el bien entrado el siglo XIX. Complementado este con verduras, carnes y pescados salados, legumbres y otros cereales como el arroz, además de con cantidades generosas de vino, generalmente aguado, la dieta del soldado galo seguía siendo deficitaria, como la de sus contemporáneos.
Esta situación de estrechez comenzó a cambiar gracias a avances técnicos, pero también orgánicos. Los aportes de De Broglie, Guibert y Carnot terminaron por imponer el orden divisionario que permitiría a Napoleón conseguir buena parte de sus éxitos, gracias a su idea de una unidad autosuficiente en la práctica, también en lo relativo al abastecimiento, gracias a sus trenes logísticos. Como nos explica el coronel José Romero Serrano:
«La distribución de las unidades (batallones, regimientos y semibrigadas) en las nuevas agrupaciones divisionarias permitía avanzar con celeridad y no solo llegar al lugar de la batalla y disponerse en orden táctico ventajoso, sino maniobrar con anticipación para ocupar una posición dominante amenazando al enemigo desde varios frentes».
No era la primera vez en la historia, claro. Muchos antes que el pequeño corso habían confiado en la ligereza y el forrajeo como herramientas para alzarse con la victoria. Sin embargo, Napoleón se benefició de los logros de la Revolución Industrial, como la aparición de nuevos tipos de alimentos procesados o la lata de conservas (al principio vidrio, en realidad). No había otra si se pretendía alimentar a los crecientes ejércitos de masas.
No fueron los únicos aportes. Louis Pasteur, junto con Claude Bernard, descubrió que calentando brevemente algunos alimentos como el vino, la cerveza o la leche, se interrumpía su degradación al eliminar los microorganismos encargados de producir el ácido láctico que los agriaba. Por supuesto, su posterior contribución a la microbioología no tiene precio, aunque hablaremos de ello en otra ocasión, al tratar el tema de la sanidad militar.
Volviendo sobre los ejércitos napoleónicos, la abundancia a la que hemos hecho referencia permitió asignar a cada soldado una ración diaria de 680 gramos de pan (24 onzas), 226 gramos de carne (media libra), 1,13 litros de vino (un cuarto de galón imperial), 142 mililitros de brandy (un cuarto de pinta) y 40 mililitros de vinagre (1/8 de pinta). Cuando el pan no podía ser horneado en el frente que era lo habitual, se recurría al pan galleta. Por supuesto también se incluían verduras frescas o legumbres, resultando en conjunto una dieta algo más equilibrada y completa que la del soldado español por las mismas fechas. La ración de este último «además de la ración de pan de 700 gr., se limitaba a tocino, patatas, garbanzos y ocasionalmente y siempre en cantidades muy pequeñas, algo de carne de vaca», según Pedro Fatjó.
Guerras Mundiales
En entregas anteriores hemos visto cómo la Primera Guerra Mundial tuvo una importancia capital. Durante este conflicto se vieron por primera vez algunos de los conceptos que, posteriormente perfeccionados, terminarían por definir las raciones militares tal y como las conocemos. En el caso francés, esto no fue diferente. En vísperas de la Gran Guerra, Francia tenía aproximadamente 5,4 millones de granjeros que contribuían a la economía con su producción alimentaria. Por desgracia para el país, dada la rapidez del avance alemán, en los primeros compases del enfrentamiento se perdieron alrededor de 2,5 millones de hectáreas de campos de cultivo y la producción de los principales cereales, como el trigo, la avena o la cebada, llegó a desplomarse un 40 por ciento. Huelga decir que esta situación de partida complicó los abastecimientos de un frente que implicaba a millones de soldados y animales para el transporte, pues la motorización no se generalizaría hasta los años siguientes.
La dieta básica de un «poilu», como en épocas anteriores, seguía descansando sobre alimentos bastante sencillos; pan, fruta, vino y embutidos. Por desgracia, debido a lo que hemos apuntado, la disponibilidad de carne era muy limitada dada la merma productiva y las comidas calientes solo se servían si el pelotón podía montar una cocina de circunstancias, pues el sistema no había sido pensado para una guerra de trincheras, algo a lo que tuvo que adaptarse.
Como en los otros contendientes, en el Armée se recurrió a distintos tipos de raciones para abastecer a sus soldados. La más común era la ración estándar, en realidad un plan de alimentación que contemplaba las tres comidas de cada soldado durante un periodo de dos semanas, incluyendo sobre el papel una buena cantidad de pan, verduras, carnes, postres, o vino.
Decimos sobre el papel, porque rara vez los soldados, incluso en retaguardia, llegaron a disfrutar de esta dieta. Hay que hacerse cargo de la situación en 1914 y 1915, con una fuerza terrestre que pasó en poco tiempo de 823.000 a 3.723.000 y con un tren logístico que debía hacerse cargo además de las fuerzas expedicionarias británicas, las tropas coloniales, los restos del ejército belga y los voluntarios extranjeros que habían llegado para combatir en suelo francés contra los alemanes.
A esto se unía como hemos señalado antes la aparición de las trinchera. Estas construcciones, que llegaron a alcanzar una enorme complejidad, al menos en sus inicios estaban pensadas únicamente para el combate y no para las necesidades de las unidades de cocina o las sanitarias, lo que provocaba que si bien en ocasiones llegaban alimentos frescos a primera línea, estos no pudiesen prepararse adecuadamente. Eso sin contar los problemas de conservación en un ambiente infestado de ratas, humedades y demás. Con suerte los soldados podían improvisar un fuego de fortuna y calentar algo de agua para hacer té o café, quizá sopa, pero poco más.
Además de la ración estándar, había una ración de campaña con un menú más reducido, preparado en cocinas montadas a retaguardia y llevado al frente por porteadores (un mal trabajo, sin duda). Cuando eran recibidos por los combatientes, lo que se encontraban eran alimentos fríos y de dudosa calidad, muchas veces sucios o contaminados y prácticamente incomestibles. Era frecuente por ejemplo que el pan galleta se transportase sin ningún tipo de envoltorio que lo protegiese de la humedad, que el café envasado en latas abiertas se mezclase con la lluvia, etc.
Aun así, los menús eran mejores que por ejemplo los rusos en ese mismo tiempo, e incluían carnes asadas o a la parrilla, pescado desalado, paté, queso, manteca, verduras, legumbres o cereales en diversas proporciones. Sin embargo, quizá lo que salvaba a la tropa era el Pinard, vino barato repartido abundantemente que ayudaba a entrar en calor, suplía al agua muchas veces causante de cólera o disentería y además aliviaba el sufrimiento de unos hombres sometidos a unas condiciones extremas. De alguna forma, como ha ocurrido siempre aunque quizá a un nivel desconocido hasta entonces, se trocaban los motines, las deserciones, el miedo y el sufrimiento por el alcoholismo, considerado un mal menor.
Más allá de estas raciones calientes, y especialmente desde 1915, cuando pasó a convertirse en el alimento básico de la tropa, estaba la ración de reserva, equivalente a la Iron ration estadounidense, aunque de peor calidad. Para hacernos a la idea, una ración de este tipo incluía:
- Dos latas de «carne de mono», como se las conocía, porque los soldados asumían -a medio camino entre la jocosidad y la creencia real- que un producto de la marca «Madagascar» debía incluir algún tipo de primate entre los ingredientes y no cerdo o ternera como figuraba en las etiquetas.
- Una docena de galletas de pan, totalizando unos 200 gramos y envueltas al principio de la guerra en papel encerado y posteriormente en celofán y papel estañado. Curiosamente no eran de ninguna marca en concreto, como el resto de ingredientes y no fueron estandarizadas hasta mediado el conflicto.
- Dos o tres paquetes de sopa seca de pollo, verduras o arroz, posteriormente sustituida por sobres y por pastillas de caldo, siempre con el logo del Ministerio de Guerra.
- Dos pastillas de café soluble o achicoria, cuando el café se convirtió en un lujo. Cada una de ellas servía para preparar un cuarto de litro y normalmente se entregaban dentro de una lata que los soldados reutilizaban para todo tipo de funciones como guardar los preciados cigarrillos o incluso hacer maquetas o figuras de lata.
- Dos raciones de azúcar granulado envueltas en papel de 40 gramos cada una.
- También solían entregarse cigarrillos y fósforos, aunque en puridad no eran parte de las raciones, como tampoco lo eran las bebidas alcohólicas.
Más allá de la Primera Guerra Mundial, había otro mundo en el que las tropas francesas estaban implicadas, el colonial, algo que venía de tiempo atrás. En África o Asia, en Norteamérica y el Caribe, los militares galos se enfrentaban a todo tipo de condiciones lejos de las comodidades de la metrópoli. En estos casos, la única opción pasaba por cultivar in situ los alimentos y por mantener a buen recaudo una importante cabaña ganadera que solía adaptarse a las condiciones locales. De hecho, uno de los secretos del éxito de las tropas coloniales pasaba por su capacidad de mimetización con el entorno, adoptando los soldados los alimentos y bebidas locales, que destilaban en cantidad.
A diferencia del caso estadounidense o el alemán, y dado el papel del ejército francés durante la Segunda Guerra Mundial, lo cierto es que apenas hay información relativa a la alimentación de sus soldados. Lo que está claro es que en ningún momento llegaron a desarrollar el tipo de soluciones que sí hemos visto en los EE. UU., pues ni lo llegaron a necesitar, ni tuvieron tiempo para ello.
Lo que sí sabemos es que los soldados de la Francia Libre, que servían normalmente en unidades integradas como parte de las tropas del bando aliado, utilizaron con profusión los recursos que estos aportaban, incluyendo las raciones militares. Sin duda, la experiencia sirvió para que una vez terminado el conflicto, Francia diseñase sus propias variantes con las que abastecer a sus ejércitos en las operaciones llevadas a cabo durante la Guerra Fría.
Las guerras coloniales
Durante los primeros años de la Guerra Fría, si algo definió a las Fuerzas Armadas Francesas, como a muchas otras europeas, fue el caos. Una mezcolanza de equipos propios y ajenos que se trasladaba también al terreno nutricional. Países destruidos afrontaban un periodo en el que no tenían más remedio que recurrir a la ayuda estadounidense hasta que la industria nacional arrancase de nuevo y nuevas -o viejas- legislaciones y reglamentos viniesen a poner orden y a racionalizarlo todo.
Por ejemplo, durante la segunda mitad de los años 40 y los primeros 50, la alimentación de los soldados franceses en el extranjero -recordemos que Francia mantenía un inmenso imperio colonial- era una mezcla horrible de fechas de fabricación, fabricantes y diseños. Es cierto que se estableció un organismo dedicado a estandarizar las raciones en la medida de lo posible, pero no llegó a imponer un solo tipo de ración para todas las unidades y destinos.
Por una parte, se seguían manteniendo, incluso acentuadas, algunas prácticas. Así, para la alimentación ordinaria de las guarniciones, se recurría a productos locales. Al fin y al cabo, se había producido una desconexión casi total entre la metrópoli y las colonias durante el conflicto mundial y las tropas coloniales habían tenido que buscarse la vida sin abastecimientos procedentes de la Francia continental.
En cuanto la situación se «normalizó», estas unidades comenzaron a recibir raciones de campaña, en muchos casos estadounidenses o británicas, tanto individuales como colectivas. En otras ocasiones, eran productos franceses, pero a imagen y semejanza de los señalados, incluyendo entre su contenido alimentos frescos enlatados como carne, fruta y verduras, bebidas como te y café y el imprescindible pan galleta. De esta forma en 1946 y 1947 prácticamente todas las unidades de los puestos avanzados eran abastecidas, al menos una vez al día, con raciones británicas «Pacific Compo», lo que no debía sentar muy bien a la tropa, que se quejaba de que era repetitiva y estaba enfocada a los gustos británicos exclusivamente.
En poco tiempo, no obstante, se comenzó a repartir entre la tropa, especialmente en Argelia a Indochina, la ración individual de 24 horas CEFEO (Corps Expéditionnaire Français Extrême Orient), aunque no sin algunas trampas. Al menos al principio lo que se entregaba no era otra cosa que «raciones K» estadounidenses y a veces también algún producto británico, siempre escondidos bajo envoltorios franceses. Era así porque las raciones eran empaquetadas por el CRMA Centre de Reception des Materiels Americains) incluso cuando, ya en los 50, los componentes galos habían sustituido a los foráneos, salvo excepciones. Entre estas, por cierto, podemos contar algunos productos manufacturados durante los años 50 en Alemania e incluso en Japón y que fueron empleados en Indochina hasta el final de la participación francesa.
Por otra parte, además de las voluminosas CEFEO, con sus casi dos kilos de peso, se entregaban a los paracaidistas o a las unidades de reconocimiento y aviadores raciones especializadas, basadas en las «raciones K» estadounidenses o en las raciones «Horlicks» británicas, aunque no eran demasiado apreciadas pues debido al clima tropical, el chocolate terminaba completamente líquido. Incluso se llegaron a distribuir versiones francesas basadas en pan galleta y paté de hígado, aunque tampoco tuvieron una gran acogida.
Con el paso de los años las soluciones de emergencia fueron dando paso a raciones verdaderamente francesas, pensadas para cometidos concretos desde su concepción. Nace así, entre otras, la «Ration de Secours» entregada a paracaidistas y unidades especiales, aunque durante años siguieron conviviendo con las «raciones K» e incluso con alguna ración de socorro alemana de la Luftwaffe. Sin embargo, junto con las raciones CEFEO, sirvieron para abrir un camino que poco a poco se iría ampliando y perfeccionando con nuevos productos y soluciones.
Respecto a su contenido, para hacernos a la idea de la variabilidad, las raciones CEFEO, de las que existían ocho menús diferentes, podían incluir como base, lo siguiente:
- No.1 Carne de res, procedente indistintamente de raciones británicas, canadientes y australianas.
- No.2 Carne de cerdo o pollo, procedente de raciones estadounidenses o canadienses.
- No.3 Paté al queso, sacado de las raciones australianas.
- No.4 Pescado enlatado, generalmente atún blanco o sardinas, en función de si procedían de los EE. UU. o el Reino Unido.
- No.5 Jamón enlatado (en realidad spam), procedente del Reino Unido.
- No.6 Pollo, normalmente de origen estadounidense como parte de sus raciones 10 en 1.
- No.7 Arroz con legumbres, procedente de las raciones de montaña norteamericanas.
- No.8 Guiso o potaje, cuyo contenido variaba en función del país de origen de la lata en cuestión.
Además de lo anterior, normalmente incluían también:
- Pan galleta
- Café o té instantáneos
- Pastillas de combustible
- Chicle
- Toallitas de papel
- Fósforos
- Abrelatas
- Cuchara (solo cuando el contenido principal procedía de los EE. UU.)
- Chocholatinas
Además de la comida, la bebida seguía teniendo su importancia. Aunque en España no sea común que se entreguen bebidas alcohólicas a los militares, más allá de alguna celebración puntual o rito con «leche de pantera» mediante, no en todos los lugares ocurre lo mismo. De hecho, quien escribe recuerda perfectamente los Iveco Lince italianos bien cargados de tetra bricks de vino paseándose por Afganistán… En el caso que nos ocupa, durante los años 40 y 50 era usual que se proveyese a los soldados galos de una buena cantidad de «vinogel» o «sangre de tigre», un producto denso elaborado a partir de vino y que, tras evaporarse la mayor parte de su agua, preservaba el alcohol. Según los testimonios, aunque debían añadirse tres partes de agua por una de «vinogel» para reconstituirlo, era usual que los miembros de la Legión Extranjera, por ejemplo, lo tomasen tal cual se presentaba, pues producía una «maravillosa borrachera». Los menos osadas utilizaban a partes iguales el agua y el compuesto, que finalmente dejó de fabricarse en los años 60.
Si en Indochina la situación fue dura para las tropas francesas, en Argelia, al menos en lo referente a la alimentación, fue todavía peor. Los menús se redujeron hasta dos modelos básicos, para musulmanes (M) y europeos (E), aunque estos últimos al menos podían disfrutar los dos tipos en la práctica.
De esta forma, el menú ordinario, el europeo, incluía carne enlatada que podía ser de res, pollo o cerdo o bien pescado, normalmente atún. También constaba de una pequeña lata con paté o queso untable, pan galleta, sopa instantánea, bebida de naranja o limón en polvo, café, azúcar, chocolatinas, papel higiénico, pastillas de combustible, fósforos, cigarrillos y… ¡aguardiente!.
Por su parte, el menú adaptado a los musulmanes, que no eran pocos, prescindía del brandy y el papel higiénico, mientras que la carne de vaca sustituía al atún y al cerdo.
En cualquier caso, la situación iría mejorando paulatinamente hacia el final del conflicto, antes de la retirada francesa, especialmente con la adopción de raciones colectivas y la introducción de nuevos productos, como guisos y potajes (cassoulet), mayor cantidad de verduras y cantidades mayores.
En resumen, Francia, hasta que logró poner en marcha de nuevo su propia industria agroalimentaria ya bien entrados los 50, hizo lo que pudo con lo que tenía. No deja de ser meritorio desde el punto de vista logístico, dada la complejidad de formar raciones más o menos estandarizadas con un stock de productos tan dispar.
Posteriormente, ya partir de la crisis de 1958 y la instauración de la Quinta República Francesa bajo la batuta de Charles de Gaulle, fueron muchas las cosas que cambiaron en nuestro país vecino, incluyendo a sus fuerzas armadas. En relativamente poco tiempo, hubieron de sufrir el varapalo de Indochina, representado a la perfección por la derrota de Dien Bien Phu (1954), la humillación de Suez (1956), la crisis de 1958 y la posterior salida de Argelia (1962). Demasiado para un país tan pagado de sí mismo.
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