Transformación Militar

La oportunidad perdida de los EE. UU.

El concepto de Transformación Militar ha ocupado el tiempo de un buen número de expertos en la última década y media. Sigue siendo, no obstante, un concepto elusivo y que debe interpretarse a la luz del contexto en el que se ha originado. Como sabemos, a finales de los 90 y durante los primeros años del presente siglo, la RMA de la Información era un fenómeno aceptado por la comunidad de defensa estadounidense. Se llegaron a trazar planes grandiosos para alcanzar esta revolución adquiriendo nuevos y modernos sistemas de armas, imponiendo cambios doctrinales y orgánicos y dejando atrás muchos de los sistemas heredados (legacy systems). En última instancia tanto la realidad de los conflictos iraquí y afgano y de las nuevas amenazas como los límites presupuestarios y la indecisión política, terminaron por frenar un proceso que podría haber multiplicado la brecha militar entre los EE. UU. y sus competidores. Es a partir de ahí cuando se comienza a concebir la idea de la Transformación Militar.

Antes de entrar a fondo en el concepto de Transformación Militar, no obstante, conviene hacer un breve repaso histórico que ayude al lector a entender el contexto en el que esta se fragua. No habían llegado a su fin los años 70 y los soviéticos ya habían hecho correr ríos de tinta escribiendo sobre una hipotética Revolución Técnico-Militar en la que la combinación de la informática y las armas de precisión de largo alcance cambiaría la forma de hacer la guerra, al poner el acento en la calidad, frente a la cantidad del armamento. Expresaban más un temor que una intención, pues lo veían impotentes cómo su rival, los EE. UU., al amparo de la Segunda Estrategia de Compensación, amenazaba con hacer estéril el enorme esfuerzo hecho por Moscú en cuanto a desarrollo y adquisición de nuevos sistemas, desde buques a aviones de combate y desde artillería a, por supuesto, armas nucleares.

Precisamente, la necesidad de lanzar esa Segunda Estrategia de Compensación venía dada, además de por la negativa experiencia de Vietnam, por la necesidad de superar una situación de bloqueo derivada de la paridad alcanzada por los soviéticos en el terreno nuclear junto con su incontestable superioridad convencional. Salir de la encrucijada implicaba hacer más con menos, pues era imposible competir de forma simétrica en número de divisiones, millares de carros de combate o cientos de submarinos, por poner solo algunos ejemplos.

Los decisores estadounidenses eligieron poner el énfasis en el componente tecnológico de los sistemas de armas, aprovechando los desarrollos que se estaban produciendo en campos como la computación y se lanzaron a un inversión multimillonaria. Los resultados no se hicieron esperar y a finales de los 70 era múltiples los programas en desarrollo que darían como resultado armamento de una calidad y capacidades que eclipsaban la mayoría de adelantos soviéticos. Los aviones furtivos (F-117, B-2), los misiles de crucero (BGM-109), los nuevos destructores (Arleigh Burke) o los cazabombarderos de cuarta generación (F-18, F-16) así como los carros de combate (Abrams), son quizá los elementos más reconocibles de este enorme esfuerzo. La consecuencia fundamental, no obstante, estaba por llegar y no se manifestaría con toda su fuerza hasta la operación Tormenta del desierto (1991); las sinergias entre las virtudes de las nuevas plataformas, las armas inteligentes y las capacidades ISR y en cuanto a Mando y Control.

A nadie se le escapaba ya por entonces que ese conflicto había marcado un antes y un después. Realmente no hacía falta acudir a los sesudos análisis de los think thanks estadounidenses para tomar conciencia de la magnitud de los cambios, pues quien más, quien menos lo había podido ver en directo a través de la CNN (por supuesto tras pasar un riguroso filtro). En cualquier caso la forma en que se vapuleó al “cuarto ejército más poderoso del mundo”[1] no dejaba lugar a dudas, a tenor del dominio absoluto del espacio aéreo, el ritmo del avance terrestre y las columnas de vehículos iraquíes ardiendo a lo largo de la Autopista 80, que pasaría a la posteridad como la “autopista de la muerte”.

Se cumplía así lo vaticinado por teóricos soviéticos como el Jefe de Estado Mayor de la URSS, Nikolai Ogarkov, el Jefe de Estado Mayor del Ejército Rojo, Serguéi Ajroméyev o el Ministro de Defensa, Dmitri Ustinov, quienes anticiparon en distintos escritos la revolución que estaba por venir[2]. Curiosamente, por entonces nadie en los EE. UU. todavía nadie parecía ser consciente de ello, a pesar de ser el país que estaba provocando dicha revolución como consecuencia de la Second Offset Strategy.

Oficiales y teóricos soviéticos como Nikolai Ogarkov lograron identificar algunas de las características de la revolución en ciernes ya en los años 70 y 80, desarrollando el concepto de Revolución Técnico-Militar. Por fortuna para Occidente la Unión Soviética carecía tanto de la capacidad financiera como técnica necesarias para suministrar a sus militares los medios necesarios para comprobar si sus desarrollos teóricos estaban en lo cierto.

Identificando la RMA de la Información

Los soviéticos, como hemos dicho, se habían adelantado en el plano teórico, aunque su maltrecha economía y su sociedad estaban exhaustas después de cuatro décadas intentando luchar de forma simétrica contra unos EE. UU. cuyo PIB a finales de los 80, triplicaba al de la URSS. La desgracia de los pensadores del Bloque del Este era que el inmenso trabajo intelectual no tendría ninguna aplicación práctica hasta más de dos décadas después, pues carecían del músculo financiero y tecnológico necesario para materializar sus adelantos teóricos. De hecho, en los años 80 no tuvieron más remedio que importar tecnología occidental, incluso mediante el contrabando, pues su industria militar demandaba una serie de componentes (chips, semiconductores…) que no podían fabricar. Era el resultado lógico tras décadas de ceguera en la que habían renunciado a proyectos prometedores como OGAS -antecesor soviético de Internet-, por miedo al libre intercambio de ideas que podría provocar y también por las rencillas entre ministerios, ya que todos querían el control para sí.

En el Pentágono, por contra, la situación era la opuesta; no parecían ser completamente conscientes de la magnitud de los cambios que se estaban introduciendo y apenas una pequeña élite, encabezada por Andrew Marshall, desde la ONA (Office of Net Assessment u Oficina de Evaluación en Red), luchaba por importar el debate acerca de la nueva Revolución Técnico-Militar[3]. Lo consiguió ya antes de Tormenta del desierto, hacia el final del segundo mandato de Ronald Reagan, especialmente tras la creación de un grupo de trabajo ad hoc en el que tomaron parte nombres tan conocidos como Samuel Huntington, Zbigniew Brzezinski, Henry Kissinger o el propio Marshall. Sus conclusiones, como nos explica Guillem Colom (2016), fueron claras:

“La aplicación militar de las tecnologías de la información – integradas en el diseño de nuevos sistemas C3I capaces de optimizar el planeamiento, conducción y control de las operaciones militares; nuevos equipos ISTAR capaces de explotar el campo de batalla e identificar los objetivos del adversario y nuevas armas inteligentes capaces de batir los blancos enemigos con total precisión y sin apenas daños colaterales – revolucionaría la manera de planear y conducir las operaciones militares”.

Es más, el propio Marshall lograría en los años inmediatamente posteriores ampliar el concepto soviético original de Revolución Técnico-Militar hasta dar con el más completo de Revolución en los Asuntos Militares (Revolution in Military Affairs). Al incluir aspectos doctrinales, organizativos o tácticos, lograba dar forma a un concepto de una profundidad mucho mayor que el manejado por los soviéticos, lo que rápidamente caló entre los militares norteamericanos.

Pese a ello, fue necesaria la Guerra del Golfo para introducir definitivamente este debate en entre el batiburrillo de actores que conforman el particular mundillo militar y político de Washington. Incluso así, esto sólo ocurrió a partir de 1993 y fueron la labor en las sombras del propio Marshall y el tesón del almirante William A. Owens – quien sería nombrado Segundo Jefe de la Junta de Jefes de Estado Mayor en 1994 – los factores que inclinaron la balanza. Por desgracia para ambos, a pesar del furor que levantaron sus ideas, llegaron en el peor momento posible.

Si bien George H. W. Bush había alcanzado tras la campaña contra Irak una aceptación del 90% (todavía hoy un récord), gracias a sus éxitos en política exterior (supo gestionar la invasión de Panamá, la guerra del Golfo y mucho más importante, el colapso soviético), no todo eran luces. La economía estadounidense no vivía su mejor momento, algo que el asesor de Bill Clinton, James Carville, supo aprovechar magistralmente para imponerse en las elecciones (It’s the economy, stupid) contra todo pronóstico.

Así las cosas, el 20 de enero de 1993, Bill Clinton juraba como 42º Presidente de los Estados Unidos y apenas un día después era nombrado Secretario de Defensa Lee Aspin, quien llegaba al cargo como abanderado de dicha revolución. Paradójicamente conseguiría frustrar en gran parte su puesta en marcha al asumir una serie de premisas falsas a la hora de elaborar la Bottom-Up Review, una iniciativa que serviría de base a la Estrategia de Seguridad Nacional de 1994.

Hay que tener en cuenta que el contexto histórico en el que se desarrolló la nueva estrategia; la URSS había caído y eso, sin duda, había situado a los Estados Unidos como hegemón global. Había amenazas, por supuesto, desde estados como Corea del Norte o Irán, al terrorismo. Aun así se esperaba poder disfrutar de los dividendos de la paz tras el final de la Guerra Fría recortando el gasto en defensa, pero sin que esto supusiera, en ningún caso, una erosión del poder relativo norteamericano. Es decir, se pretendía cuadrar el círculo recortando gastos, garantizando la supremacía, atendiendo a las diferentes crisis que se fuesen produciendo en la arena internacional y al mismo tiempo, aumentando la efectividad de las fuerzas armadas de los EE. UU. Todo gracias a los beneficios que prometía la RMA ya en marcha, para lo que sería necesario apostar de forma decidida por la incorporación de nuevas tecnologías, pero al mismo tiempo recortando el número de efectivos y adelgazando la estructura de fuerzas.

Aspin no estaba estaba solo en su cruzada por reducir, adaptar y modernizar. El US Army publicó en julio de 1993 el Field manual 100-5 operations, plagado de referencias al nuevo ambiente estratégico post-bipolar y en el que un papel importante lo ocupaban las conocidas como Military Operations Other Operations Than War (MOOTC) u operaciones no-militares o no-bélicas, dejando atrás el marco de la Air-Land Battle. Un año después comenzaron a publicar toda una serie de documentos, comenzando por Force XXI y siguiendo por el Pamphlet 525-5: Force XXI Operations. En ellos se esbozaba el futuro del US Army poniendo el acento en la movilidad estratégica y táctica, la potencia de fuego, la flexibilidad doctrinal, la conectividad y la capacidad de operar en todo el espectro de los conflictos, una vez más con las operaciones no-militares en mente[4].

Aun así no debemos engañarnos; la Bottom-Up Review no era sino una forma de vender un importante recorte en el gasto en defensa que, en última instancia, culminó con unas fuerzas armadas incapaces de cumplir con los objetivos que ese mismo Gobierno les había confiado. Fue así porque no tenía en cuenta, por ejemplo, el impacto creciente de operaciones como las de imposición de la paz, que cada vez requerían de más medios y fondos. Unos recursos que había que extraer, pues no se podría renunciar a los compromisos internacionales, de otras partidas de gasto. Las más afectadas fueron la de adquisiciones, seguida de la destinada a I+D, lo que tendría efectos perniciosos.

Por suerte o por desgracia, Aspin no duró demasiado en el cargo, dejando su proyecto a medias y viéndose obligado a dimitir ante la presión en contra suscitada tanto por sus reformas como por el revés sufrido en la batalla de Mogadiscio, en el marco de la operación UNOSOM-2.

Sería sucedido por otro ferviente partidario de la RMA, William Perry, hasta entonces Subsecretario de Defensa y quien, al tomar el mando del departamento, aupó al almirante William Owens al puesto de Vicepresidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor. Este último, que ya ha aparecido en números anteriores de nuestra publicación, sería el encargado de hacer el que quizá fuese el descubrimiento clave en relación a la RMA de la información; la existencia de un sistema de sistemas o, lo que es lo mismo, la capacidad que tendría cualquier sensor, plataforma, combatiente o arma para interactuar con el resto gracias a su integración en red[5]. Acababa de dar fundamento teórico a la Network Centric Warfare, base de cualquier desarrollo armamentístico y doctrinal contemporáneo.

Con las aportaciones teóricas de Owens y los avances logrados hasta entonces por Marshall y su círculo de investigadores e intelectuales, se completaba la parte conceptual (más adelante sería refinada y daría lugar a Conceptos Operativos concretos). Además, ahora Owens, como hemos visto, ocupaba una posición inmejorable como Vicepresidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor. Quedaba por ver si el paso de la teoría a la práctica era tan sencillo, máxime después de los estragos de la breve pero funesta Bottom-Up Review.

El Secretario de Estado Lee Aspin junto al Presidente Bill Clinton. Ambos promovieron una serie de cambios que, encaminados a alcanzar la RMA, tendrían un resultado desastroso al implementarse a la par que los recortes en el gasto militar.

Palos de ciego

A mediados de los 90 se puede decir sin miedo al equívoco que tanto los militares estadounidenses como los legisladores eran plenamente conscientes de la existencia de una RMA y de la necesidad de adaptar las estructuras, los medios y las doctrinas de forma que se aprovecharan al máximo las ventajas que prometía.

El documento Joint Vision 2010, publicado en 1996, sirvió para institucionalizar en el Pentágono la nueva RMA. En él se hablaba de desarrollar cuatro conceptos operacionales; 1) Maniobra Dominante; 2) Combate de Precisión; 3) Protección Dimensional Completa y; 4) Logística Focalizada, necesarios para imponerse en cualquier tipo de conflicto futuro, pero siempre teniendo en mente la superioridad en la información. Para lograr esta superioridad, por supuesto, era necesario dotarse de toda una serie de sensores y procedimientos que la hiciesen posible y esto implicaba, lógicamente, una inversión acorde. Sea como fuere, una vez publicado este documento por la Junta de Jefes de Estado Mayor, estaba claro que las FF. AA. estadounidenses ya no debatían sobre si se estaba fraguando o no una RMA, sino sobre los medios necesarios para alcanzarla y los cambios que había que acometer para adaptarse a ella.

Si hacemos memoria, habíamos dejado el Departamento de Defensa en manos de William Perry, tras la marcha de Lee Aspin. Perry pretendía revertir la tendencia a la reducción de gasto, consciente de los desequilibrios crecientes entre el presupuesto militar, el número de misiones en marcha y la necesidad de realizar grandes inversiones que asegurasen la consecución de la RMA.

Como quiera que el Congreso, desde 1994, estaba en poder del Partido Republicano, le sería imposible lograr el apoyo necesario para sacar adelante sus propuestas. Es más, tendrían que recurrir a una treta que años después nos sigue sonando familiar; los fondos necesarios para mantener en marcha las misiones serían los inicialmente destinados a la preparación de la fuerza. En efecto, se había llegado a una perversión -en la que posteriormente irían cayendo el resto de aliados de los EE. UU.- sin precedentes; se renunciaba al entrenamiento y a seguir perfeccionando entre otros el “arte operacional”, para mantener a los militares centrados en operaciones distintas del combate, un fenómeno denunciado con amargura, por ejemplo, por Robert M. Citino[6]:

“Quizá el acontecimiento más ridículo de la época fue la aparición, en el FM-100-5 de 1993, de un concepto de «operaciones de no guerra», algo realmente bizarro para figurar en el manual culmen de la doctrina del Ejército. En este caso haría bien en prestar atención a su propio consejo incluido en la versión del manual de 1986: «toda la actividad militar debe estar relacionada directa o indirectamente con el enfrentamiento. El fin por el que un soldado es reclutado, vestido, armado y entrenado, el velar por su sueño, alimentación, hidratación y capacidad de marcha es simplemente para que pueda luchar en el lugar correcto en el momento correcto»”.

Poco más adelante se mostraba todavía más cáustico, al afirmar:

“De hecho, el ejército estadounidense parecía estar yendo inconscientemente por un camino que los teóricos de entreguerras hubieran encontrado familiar. En tiempos de paz los planificadores se enamoran a menudo de la velocidad y ligereza de vehículos y armas. Sin embargo, «ligero», a menudo no es más que un eufemismo de «pequeño» que, a su vez, es a menudo un eufemismo de «barato». […] Hay una última razón para que el Ejército mantenga su equipo pesado y supere a cualquiera que puedan desplegar los demás. El mundo es un lugar impredecible. Lo que hoy parece ser un «nuevo orden mundial» o el «final de la historia» podría ser algo muy diferente mañana. Pensemos en la historia del siglo XX. Una predicción en 1945 de que «en cinco años las fuerzas estadounidenses llevarían a cabo una invasión de Corea del Norte» hubiera asombrado a sus contemporáneos; Corea del Norte ni siquiera existía. Una predicción de que como resultado de esa invasión las fuerzas norteamericanos entrarían en guerra con China hubiera sido también impactante. China era un aliado de Estados Unidos en esa época”.

En un mundo unipolar en el que no había rivales a la vista, era muy difícil justificar ante el electorado la inversión en Defensa. Más allá de la tipología de los conflictos, la figura de los soldados humanitarios, de la que ya habían hablado los Toffler en 1993[7], era más sencilla de vender al gran público que la inversión en grandes programas. Era, por decirlo de alguna forma, un mal necesario, o así se veía entonces.

La otra cara de la misma moneda era la búsqueda desesperada de fondos con los que abordar la modernización material, incluyendo el I+D. Para encontrarlos no se dudó en cancelar programas que se consideraban obsoletos, en cerrar acuartelamientos, reasentar tropas y en alumbrar una Revolución en los Asuntos de Negocios (Revolution in Business Affairs o RBA) que debía ir pareja a la RMA. Esta otra revolución, que se implementó en la segunda mitad de los 90, prometía tanto como la primera al racionalizar los procedimientos de adquisición, recurrir a tecnologías comerciales o de doble uso, permitir la planificación de los ciclos de vida de los sistemas de armas (haciendo posible conocer desde su concepción el coste total del programa) o recurrir a la externalización de servicios, desde la limpieza hasta el catering.

Al igual que hiciera Perry, su sustituto a partir de 1997, William Cohen, también trató de hacer todo lo posible por alcanzar la RMA, subsanar los daños causados por la Bottom-Up Review y adecuar la arquitectura de la defensa estadounidense a una realidad que difería de la esperada en los años precedentes. Lanzó así la Revisión Cuatrienal de la Defensa de 1997, centrada esta vez ya no tanto en la RMA como en la idea de la Transformación, es decir, el proceso por el cual se lograría la RMA. Dicha idea ocupa todo el Capítulo VII, en el que se hacen continuas referencias al documento Joint Vision 2010, que habíamos visto antes y se expone la visión de cada una de las cuatro ramas de las fuerzas armadas norteamericanas, para acercarse a la revolución, aunque en realidad se hace de forma tan abierta y generalista que el objetivo podía ser cualquier cosa, lo que terminó por ser un problema.

Además de dejar que cada rama de las fuerzas armadas siguiese manteniendo su hoja de ruta, los mecanismos a través de los cuales Cohen pretendía hacer realidad la Transformación no eran ninguna novedad. El nuevo Secretario de Defensa lo consagró todo durante los siguientes años -ante la imposibilidad de aumentar los presupuestos- a los ahorros logrados con la mejora en la gestión (RBA), el cierre de bases y la cancelación de programas. Continuaba pues el proceso de autofagia por el cual la modernización se realizaría a costa de la preparación y del tamaño de la fuerza. El tiro salió una vez más por la culata; no solo los altos mandos estaban en contra de los recortes en cuanto a número de sistemas o de los cambios organizativos, sino que los compromisos internacionales seguían exprimiendo el menguado presupuesto. En el fondo, había un problema de base, más allá de la escasa disponibilidad de fondos: se aceptaba que la RMA existía y debía perseguirse, pero era algo elusivo, muy parecido a buscar el cuenco de oro que hay más allá del arcoíris.

Había pasado más de un lustro desde que Marshall, Owen y compañía identificasen tanto la RMA de la Información como sus fundamentos teóricos y lo cierto es que se había avanzado poco, muy poco. La superioridad estadounidense era indudable, pero en términos materiales y operativos sus fuerzas armadas eran mucho menos poderosas en el año 2000 de lo que lo habían sido en 1990, porque el número de unidades y la composición de estas habían cambiado. Haría falta un nuevo Presidente y nuevos aires en Washington para que las situación viviese un nuevo giro, aunque nuevos sucesos vendrían a desviar la atención, incluyendo los objetivos de gasto.

El por entonces Secretario de Defensa, William Cohen, durante una visita oficial a Corea del Sur. En su intento de enmendar los problemas causados por el plan de Lee Aspin, Cohen tuvo que recurrir a cerrar bases y cancelar programas con tal de obtener fondos para la investigación y el desarrollo de armamento revolucionario. Obviamente no logró revertir el proceso de erosión iniciado con Aspin.

Nuevos objetivos

El 20 de enero del año 2000 George W. Bush juraba su cargo como 43º presidente de los EE. UU., logrando de paso algo que solo John Quincy Adams había logrado hasta la fecha: alcanzar el cargo siendo hijo de un ex-Presidente. Lo hacía después de unas elecciones polémicas, con un escaso apoyo en cuanto a número de votos y tras una campaña frente a Al Gore en la que Bush Jr. había prometido retirarse de las operaciones de paz en marcha, renovar las Fuerzas Armadas y poner en marcha un escudo antimisiles capaz de proteger al país de los estados canallas.

Donald Rumsfeld sería elegido como Secretario de Defensa, cargo que ostentaría entre 2001 y 2006. Además, también formaba parte del gabinete Dick Cheney, quien había sido Secretario de Defensa en tiempos de Bush padre y ahora era Vicepresidente. Ambos tenían una larga historia en común y compartían puntos de vista sobre cuál debería ser el papel de los EE. UU. en el mundo, además de ser abanderados de la RMA. Otro tanto ocurría con el Subsecretario de Defensa, Paul Wolfowitz y, por supuesto, con el Secretario de Estado, Colin Powell, quien había sido Presidente del Estado Mayor Conjunto en tiempos de Bush padre, además de Consejero de Seguridad Nacional durante el segundo mandato de Ronald Reagan. Con estos mimbres, era de esperar un rápido aumento en el gasto militar y una persecución decidida de la esquiva RMA a través del concepto de Transformación, al que ya hemos hecho referencia. Parecía que, al fin, podría aprovecharse la pausa estratégica entre el colapso soviético y la emergencia de nuevos rivales para modernizar las fuerzas armadas estadounidenses, aumentar la brecha tecnológica con cualquier posible oponente presente y futuro y asegurar así la supremacía norteamericana durante décadas.

Esta situación idílica saltó por los aires el 11 de Septiembre de 2001. La aparición de un actor como Al-Qaeda, el odio que el papel hegemónico de los EE. UU. despertaba o la dictadura de la demografía, con sociedades jóvenes y depauperadas en las que las nuevas generaciones no tenían una salida clara, entre otras cuestiones, eclosionaron de repente, a la vez que el World Trade Center y el Pentágono saltaban por los aires. Naturalmente eran problemas que venían de tiempo atrás, pero su incorporación a la agenda política de la forma en que se hizo, solo fue posible tras los ataques del sobre Nueva York y Washington.

Pese al impacto que tendría posteriormente sobre la política norteamericana, en un primer momento el ataque terrorista no cambió en absoluto los planes de Bush, Rumsfeld y compañía. El 30 de septiembre se publicó la nueva Revisión Cuatrienal de la Defensa e incluso a pesar de que las operaciones en suelo afgano comenzaron el 7 de octubre de 2001, la agenda en el Departamento de Defensa se mantuvo, creando la nueva Oficina de Transformación y nombrando el día 29 a su nuevo director, que solo respondería ante el propio Rumsfeld.

La persona encargada de dirigir el proceso de Transformación fue el vicealmirante Arthur K. Cebrowski, quien acababa de pasar a la reserva después de 37 años en la US Navy y es además un viejo conocido de nuestros lectores, por haber dado cuerpo a la Network Centric Warfare, entendida como una “nueva teoría de la guerra”. Sin lugar a dudas, Cebrowski era la persona adecuada para liderar el proceso de Transformación. Al fin y al cabo, si Marshall, Owen y compañía habían caído en la cuenta de que había una RMA en ciernes, Cebrowski había logrado algo igual de importante, establecer un marco conceptual que permitiese aprovechar sus ventajas y que no es otro que la Network Centric Warfare o Guerra Centrada en Redes.

Si hacemos memoria, en 1998 había escrito junto a John J. Garska “Network-Centric Warfare: Its Origin and Future” en donde se identifican tres tendencias:

  • El paso de la “guerra centrada en plataformas” a la “guerra centrada en redes”.
  • Pasar de considerar a los actores como elementos independientes a verlos como parte de un ecosistema en continua adaptación.
  • La importancia de tomar decisiones estratégicas para adaptarse y sobrevivir en dichos ecosistemas cambiantes.

Los avances cuyo estudio había permitido a Cebrowski y Garska identificar dichas tendencias, eran susceptibles de aplicarse al terreno bélico y si se hacía de forma adecuada, permitirían acortar los tiempos del ciclo OODA (Observar → Orientar → Decidir → Actuar) de tal forma que las acciones de combate se sucedan a un ritmo sin precedentes, lo que impediría cualquier reacción enemiga.

El objetivo final era lograr una ventaja asimétrica en relación a la información gracias a que los sensores, los operadores y los decisores actuarían de forma colaborativa para responder a las exigencias de un campo de batalla dinámico, compartiendo entre sí cuantos datos fueran necesarios para alcanzar esa superioridad en la información, un concepto que ya hemos visto en el documento Joint Vision 2010.

A diferencia de Lee Aspin o William Perry, tanto Rumsfeld como Cebrowski eran conscientes de que no había atajos en el camino a la RMA, pues no se trataba de un punto de llegada fijo, sino más bien de un proceso de mejora continua que necesitaría además de una mayor inversión, algo que ahora estaban en situación de lograr a diferencia de sus predecesores. Según el propio Cebrowski, la Transformación es[8]:

“Un proceso que da forma a la naturaleza cambiante de la competencia militar y la cooperación a través de nuevas combinaciones de conceptos, capacidades, personas y organizaciones que explotan las ventajas de nuestra nación y la protección contra nuestras vulnerabilidades de cara a sostener nuestra posición estratégica […]. En primer lugar, la Transformación es un proceso. No tiene un punto final. La transformación anticipa y crea el futuro y se ocupa de la coevolución de conceptos, procesos, organizaciones y tecnología. Un cambio profundo en cualquiera de estas áreas necesita de un cambio en todas las demás. La Transformación crea nuevas áreas competitivas y competencias e identifica, apalanca o crea nuevos principios subyacentes sobre cómo se hacen las cosas. La Transformación también identifica y aprovecha nuevas fuentes de poder. El objetivo general de estos los cambios pasa por mantener la competitividad de EE. UU. en la guerra. La transformación militar trata de cambiar la cultura de las Fuerzas Armadas de los EE. UU. Por lo tanto, la actividad transformadora debe facilitar una cultura de cambio e innovación para mantener una ventaja competitiva en la era de la información”.

Lo cierto es que no es una definición demasiado clara, por genérica, aunque el concepto quedaba sobradamente explicado a lo largo del documento Military Transformation. A strategic Approach”, en el que se establece la razón por las que se considera vital acometer el proceso de transformación, esto es: “lograr una ventaja competitiva para las fuerzas armadas de los EE. UU. en todo el espectro de operaciones”, y se fija la estrategia a seguir para alcanzar esa posición de ventaja.

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