La estrategia iraní se ha ido amoldando en función del contexto político e histórico de Oriente Medio y alumbrando distintos conceptos sobre los que no solo garantizar su defensa, sino también aumentar su poder relativo en la región, en busca de una hegemonía que se disputa con Arabia Saudí. En las siguientes líneas analizaremos cada una de las fases de esta evolución, desde las primeras propuestas tras la Revolución Islámica de 1979 a las actuales doctrinas de Defensa Adelantada y Ataque Profundo.
La raíz más remota del actual conflicto en Oriente Medio, se retrotrae a los orígenes mismos del Islam y la sucesión tras la muerte de Mahoma, cuando estallaron la primera y segunda fitnas o guerras civiles musulmanas, que dividieron el Islam para siempre entre sunitas y chiítas (además de los yariyíes). No obstante, no fue hasta que se instauró el Imperio Safávida, hacia el año 1500, que el chiísmo se convirtió en la religión mayoritaria del actual Irán, el Sur de Irak, etc. Otro hito histórico, fue la creación del primer estado saudita en el siglo XVIII, iniciándose algunas guerras religiosas por parte del wahabismo al tratar de expandirse, llevando entre otras cosas al saqueo y matanza de Kerbala por los sauditas en 1802.
A pesar de la animadversión religiosa entre los wahabíes y las poblaciones chíitas árabes, la preeminencia del Imperio Otomano hacía de muro de contención del rigorismo religioso suní hambalí del wahabismo y conjuraba el estallido de un conflicto entre Irán (Imperio Safávida) y las potencias sunitas conservadoras. Sin ir más lejos, el muro de contención otomano aplastó al primer estado saudita en una guerra que se prolongó de 1811 a 1818.
Pero una vez el Imperio Otomano se desmoronó tras la Primera Guerra Mundial, dejando un vacío de poder en Mesopotamia y el golfo Pérsico, comenzaron los primeros roces y litigios entre Irán y Arabia Saudí por ocupar el espacio que el Imperio Otomano dejaba, estableciendo el marco geopolítico que derivaría en una conflagración entre Arabia Saudí e Irán por la hegemonía regional. Por ejemplo, durante la década de 1920, los iraníes se anexionaron Khuzestán (región de mayoría árabe fronteriza con Kuwait) y reclamaron que Bahrein pasase a soberanía iraní.
Esto alarmó a Arabia Saudí y la indujo a llegar a un acuerdo con los británicos en 1927, por el que en la práctica cedían las relaciones exteriores sauditas a los británicos y reconocían al resto de monarquías angloárabes de la región, que servirían como estados tapón ante una ulterior expansión iraní. En esos años previos a 1927, el reino saudita liderado por el mítico Ibn Saud, aprovechó la debilidad otomana para expandirse e ir sumando territorios.
Al mismo tiempo, la debilidad otomana permitió que los británicos fueran expandiendo su influencia creando pequeñas monarquías “angloárabes” que ponían bajo su protectorado. La desaparición del Imperio Otomano y la imposibilidad de crear un gran Estado árabe, dejó a los árabes suníes sin tener un campeón que pudiera hacer frente al gigante iraní, sentando el marco geopolítico de la competición actual. La rivalidad entre saudíes y iraníes que surge después de la Primera Guerra Mundial tuvo desde el comienzo un componente ideológico, ya que el entonces Shah de Irán (un general de caballería cosaca que había llegado al poder mediante un golpe de Estado) quería modernizar su país y la región imitando el estilo laico de Atatürk en Turquía.
Por el contrario, la monarquía de Ibn Saud anclada al wahabismo, implicaba atraso, subdesarrollo y subordinación a los intereses imperialistas occidentales para poder sobrevivir. La dependencia exterior (primero del Imperio Británico y luego de los EE. UU.) de las monarquías angloárabes para mantenerse en el poder, era la correa de transmisión por la que Occidente ejercía su influencia y hegemonía regional. Dado que las monarquías no tenían una agenda de modernización y progreso social y económico (como sí impusieron Atatürk en Turquía o posteriormente Nasser en Egipto) y se basaban en un orden económico y social de corte tradicional, esto dejaba a las poblaciones locales condenadas al atraso secular.
Es decir, que se creaba una relación de de simbiosis entre el imperialismo occidental y los atrasados regímenes tradicionales. Los casos de los sultanes turcos, los shah de la dinastía Qajar en Irán, o los reyes de Egipto (que para mantenerse en el poder vendían segmentos del país a las potencias imperiales) son paradigmáticos.
Desde entonces, se conformó la obsesión iraní por los complots extranjeros que manipulan la política regional, mediante los cuales las potencias imperialistas maximizaban sus intereses a costa del desarrollo e intereses de las poblaciones de la zona. Esa fijación iraní no hizo sino acentuarse cuando los británicos invadieron Irán en 1941 (en cooperación con los soviéticos) para deponer al Shah (demasiado antibritánico y pro-Eje) y poner en el trono a su hijo (como monarca títere). Esta obsesión se ahondó más todavía cuando en 1953, el entonces primer ministro Mossadeq (antiimperialista y contrario a la influencia británica) fue depuesto por un golpe de Estado orquestado por la CIA. Es en esos antecedentes históricos en el que hay que incardinar el discurso revolucionario antioccidental del Irán posterior a la revolución de 1979. Es decir, después de la Primera Guerra Mundial, surge la dialéctica geopolítica entre regímenes de ideología tradicionalista como Arabia Saudí y el régimen modernizador y revolucionario iraní implica la emancipación del imperialismo y el desarrollo social de los países de la zona.
A esa dialéctica entre ideología y geopolítica, hay que añadir que el bando árabe quedó dividido entre varios países distintos, tanto para facilitar el reparto entre Francia y Reino Unido, como para evitar que surgiera un nuevo Saladino que unificara a los árabes e hiciera imposible la influencia occidental en Oriente Medio. La división generada ha facilitado desde entonces la influencia extranjera en la región, y desde la retirada del Este de Suez del Reino Unido, ha sido clave para que los EE. UU. fueran el poder predominante, dando protección a los aliados locales. Pero una vez estos decidieron, bajo la administración Obama, retirarse parcialmente de la geopolítica de la zona para concentrarse en Asia, surge una nueva (y vieja) cuestión: ante la ausencia de una gran potencia árabe o un Saladino, la zona queda a merced de Irán (un país de gran tamaño y gran influencia entre algunas de las poblaciones de Oriente Medio) o bien de la gran potencia externa que decida influir y ocupar el espacio que dejan los norteamericanos. Esa es la causa de el conflicto en Oriente Medio se haya intensificado estos años.
Es fundamental tener presente estas claves históricas, geopolíticas e ideológicas, porque la competición entre Irán y Arabia Saudí, así como la dinámica geopolítica regional, no puede entenderse como una simple competición entre suníes y chíies, como erróneamente suele ser interpretada por muchos autores, ya que en realidad se enmarca en competiciones territoriales, geopolíticas e ideológicas, más allá de la identidad chií de la actual República Islámica de Irán contra el sunismo wahabí de los saudíes. Cabe destacar que si la competición regional fuera simplemente entre chíismo contra sunismo, Irán no podría pretender conseguir la hegemonía regional, ya que la mayoría de la población de Oriente Medio es suní. Sin embargo, es el discurso revolucionario y antiimperialista, que trasluce las intenciones de Irán de aumentar su influencia regional hasta alcanzar la hegemonía regional mediante la aquiescencia de las poblaciones árabes sunitas y chiitas, para lograr así la añorada unidad panmusulmana.
Respecto a las intenciones y fuerzas profundas de Arabia Saudí, su autodesignio desde el siglo XVIII, cuando apareciera el primer Estado saudita, ha sido el de la dominación de la península arábiga. Por ejemplo, a Catar siempre quisieron invadirla y/o alterar sus fronteras (como en la crisis fronteriza de los años 90 o la reciente crisis de 2017), que consideran artificiales y creadas por los intereses del Imperio Británico, cuando este se dedicó a inventar emiratos por toda la costa de la península, proclamando reyes y emires a los jeques y jefezuelos que creía que podía manipular. Los Saud se escaparon a ese juego británico y siempre combatieron a los países inventados de la península, con casos extremos como la invasión del reino Hachemita de Hejaz para conquistar La Meca en 1924.
Las veleidades sauditas quedaron contenidas ante el renacer de Irán después de que el carismático Reza Palevi, consolidara y ordenara el país, de potencial muy superior al de un reino que lo único que tiene es petróleo (y por entonces todavía ni eso), por lo que tuvieron que convertirse en un protectorado de facto de los británicos en 1927. Pero desde el declive británico y con el Irán castrado de Mohammed Reza, se dedicaron a intentar volver a ampliar sus fronteras, como ocurrió durante la rebelión de Dhofar contra Omán en los años 60. Esa intención hegemónica en la península se ha hecho otra vez palpable cuando Trump y el rey de Arabia Saudí hablaron de crear una OTAN árabe bajo el liderazgo de los saudíes. Además, al aplicar la administración Trump la campaña de máxima presión contra Irán, suspendiendo la aplicación del Acuerdo Nuclear de 2015, se ha puesto contra las cuerdas las ganancias que había conseguido Irán desde que comenzara la Primavera Arabe.
La política de máxima presión se basa en que EE. UU. imponen una serie de exigencias a Irán, por las que intentan que renuncie a su programa de misiles, a buena parte de su programa nuclear (civil) y que deje de apoyar a las milicias extranjeras (proxies) en las que se basa la política de seguridad iraní. Además, las duras sanciones económicas ponen en riesgo de supervivencia al régimen iraní. Esta política de máxima presión trata de restaurar el equilibrio contra Irán después de sus ganancias tras la Primavera Arabe y la retirada relativa que hiciera Obama en favor de trasladar los recursos militares y de seguridad a Asia.
Ese autodesignio hegemónico saudí y la consiguiente reacción de algunos de los países del golfo es lo que explica que, por ejemplo, una organización religiosa sunita como es Hamás, esté alineada con Irán; o que Qatar (un país wahabita) tenga una política exterior mucho más cerca de Irán que de Arabia Saudí (de la que tratan de mantener la independencia). En resumen, esas claves que van más allá del relato de la confrontación suní-chii podrían resumirse:
- Fraccionamiento árabe y ausencia de una gran potencia;
- Gran potencia regional iraní sin contrapeso árabe viable;
- Retirada parcial de EEUU con la consiguiente desestabilización política, que;
- Induce a que los saudíes intenten erigirse como muro frente a Irán, tratando de crear un bloque árabe sunita propio, para intentar frenar la expansión de la influencia iraní al final de la administración Obama;
- La campaña de máxima presión ha aumentado.
En otro orden de cosas y respecto a la Revolución Islámica de Irán de 1979, esta implicó que:
- A las tensiones geopolíticas y territoriales que Irán tenía con sus vecinos árabes, se sumase;
- La hostilidad ideológica del chiísimo (en contraposición al sunismo de la mayoría de la población árabe);
- El programa revolucionario para derrocar las monarquías tradicionales y acabar con la influencia de las potencias extranjeras.
Por ese motivo, Arabia Saudí dio un apoyo financiero masivo a Irak en la guerra que sostuvo contra Irán entre 1980 y 1988. En ese periodo, las relaciones entre saudíes e iraníes fueron muy hostiles, alcanzando un punto culminante cuando Irán lanzó un ataque masivo con lanchas rápidas contra territorio saudí, con la intención de destruir infraestructura petrolera. El ataque fue abortado gracias a que fue descubierto por un helicóptero norteamericano de patrulla que hundió una de las embarcaciones, pero dejó huella (McInnis y Gilmore, 2016, pp. 27). La principal preocupación saudí provenía del hecho de que casi todas las reservas de petróleo saudíes están situadas en su Provincia Oriental, de mayoría chií, por lo que la amenaza de que Irán pudiera agitar esa población y asestar un duro golpe económico fue y es una fuente de preocupación constante para los saudíes.
Durante los años de la Guerra Irán-Irak, Irán y Siria establecieron relaciones estratégicas para contener a los enemigos comunes iraquíes e israelíes (el pequeño Satán según la retórica revolucionaria iraní). Esa confluencia de intereses entre Irán y Siria ha perdurado hasta el presente
y es el eje principal por el que Irán ejerce influencia en la región. Los vínculos entre Siria e Irán también tienen cierto componente religioso, debido a que una parte de la élite siria es alauí, una secta musulmana con elementos sincretistas que se consideran a sí mismos parte del chiísmo, al ser seguidores de Alí. En el aspecto ideológico hay que sumar la dialéctica laica contra rigorismo religioso, ya que el régimen laico de Assad (cuya esposa es de origen suní) es una defensa contra la marea islamista sunita y se erige como defensora de la pluradidad panislámica y de las minorías
religiosas (como la cristiana), lo que encaja con la visión iraní de lo que debería ser Oriente Medio. Irán, debido al carácter imperial y multiétnico del país, es bastante tolerante con las minorías étnicas y religiosas (un caso paradigmático es el asiento que se reserva a la comunidad judía en el parlamento iraní).
A causa de la invasión iraquí de Kuwait en 1990, las relaciones entre Arabia Saudí e Irán mejoraron al tener en Irak un enemigo y amenaza en común (aunque no dejaron de ser conflictivas como demuestra el atentado de la Torre Khobar). Pero después de la invasión de Irak de 2003 por parte de EE. UU., el vacío de poder generado por los estadounidenses al prohibir el partido Baaz, disolver el ejército iraquí y también del estallido de la guerra civil iraquí entre sunitas y chiítas, Irak se convirtió en una manzana de la discordia; comenzaría a disputarse el control de este país por suníes y chiíes, mientras los iraníes presionaban para poner el gobierno iraquí bajo control de políticos chíitas próximos a Irán (algo que consiguieron al conseguir poner de primer ministro a Al Maliki). Además, durante ese periodo, Irán fue expandiendo su influencia regional mediante el fortalecimiento del grupo Hezbollá en Líbano (lo que llevó a la Guerra de Líbano de 2006), el apoyo de milicias chiítas en Irak, los huzíes en Yemen, Hamás en la franja de Gaza y de la población hazara en el occidente afgano.
En añadidura a esos éxitos para la expansión geopolítica iraní, durante esos años de la década del 2000, Irán impulsó su programa nuclear y de misiles balísticos como respuesta tanto a las amenazas del presidente norteamericano Bush en su discuso acerca del “eje del mal” (en el que señaló a Irán) como a la posterior invasión de Irak. Además, un gobierno de línea dura encabezado por Ahmadineyad llegó al poder en 2005. Esto azuzó las ansiedades saudíes, israelíes y occidentales sobre la posibilidad de que Irán se estuviera aproximando a alcanzar la hegemonía regional, agriando las relaciones entre este país y Arabia Saudí.
Catar y Arabia Saudí, aunque comparten la misma interpretación del Islam, tuvieron hasta el año 2001 disputas fronterizas que fueron una amenaza para los Cataríes. Durante el reinado del Emir Hamad bin Khalifa al Thani (tras tomar el poder mediante un golpe de Estado contra su padre), las relaciones con los saudíes y los Emiratos Arabaes Unidos fueron muy tirantes (ya que trata de impedir que los saudíes dominen Consejo de Cooperación del Golfo), siendo la cadena Al Jazeera un vocero de críticas contra esos países. De hecho, saudíes y emiratíes incluso organizaron un golpe fallido contra Amir Hamad. Catar mantiene buenas relaciones con Irán como forma de equilibrio a las intenciones hegemónicas saudíes; en el año 1994 durante el conflicto fronterizo entre Catar y Arabia Saudí, los qataríes estuvieron barajando que Irán desplegase decenas de miles
de soldados en su país; desde entonces Catar ve en Irán un garante de la libertad de su política exterior; además, Catar e Irán comparten un gran yacimiento de gas que gestionan conjuntamente; Catar e Irán apoyan a Hamás en Gaza; aunque Catar apoya a la rebelión siria contra el aliado de los iraníes. En 2013, Hamad abdicó en favor de su hijo Tamim bin Hamad al Thani, que tiene una política menos antisaudí que su padre, aunque ha seguido apoyando a los Hermanos Musulmanes, que representan una amenaza al resto de monarquías suníes del golfo y a Egipto.
Durante 2017 las relaciones entre saudíes y qataríes fueron empeorando hasta el punto de que Arabia Saudí, Emiratos Arabes Unidos y Bahrein impusieron un embargo y un bloqueo parcial a Catar con la excusa de que Catar apoyaba al terrorismo. No obstante, el decálogo y
ultimátum que los saudíes entregaron a Catar demuestra que la cuestión clave es la política exterior Catarí no antiiraní. Resulta evidente que Arabia Saudí, después de la cumbre con el presidente Trump, en la que se habló de formar una OTAN árabe, está intentando formar un bloque árabe con el que hacer frente la expansión geopolítica de Irán e intentar conformar
una estructura de guerra fría que, por el momento, no existe en la región.
Por su parte, los Emiratos Arabes Unidos están divididos respecto a Irán. El emirato de Dubai ve en Irán una gran oportunidad económica y la élite local tiene históricos vínculos con ese país y no da importancia decisiva a las islas emiratíes invadidas por Irán de Abu Musa y las Tunbs. Abu Dhabi, por contra, cuyo emir dirige las fuerzas armadas emiratíes, tiene una posición mucho más enfrentada a Irán. Dubai no desea el fortalecimiento del Consejo de Cooperación del Golfo, ya que ello implicaría que Abu Dhabi podría ganar demasiado poder.
La Gran Estrategia militar de Irán en el contexto histórica descrito
La forma en la que Irán proyecta su poder e influencia en el conjunto en Oriente Medio, siguiendo la clasificación de McInnis en «The Strategic Foundations of Iran’s Military Doctrine» podría describirse como un tridente de 1) proxies, 2) guerra asimétrica y 3) fuerza de misiles balísticos.
Con los misiles balísticos, Irán tradicionalmente pretendía tener cierta capacidad de represalia contravalor con la que poder dañar las economías de Arabia Saudí o los Estados que decidan atacarle. No obstante, como se ha escrito en el artículo sobre la evolución de la fuerza de misiles y de su estrategia, las funciones de la fuerza de misiles (balísticos, de crucero y drones) se han ampliado para hacer coerción y disuasión de manera muy calibrada y limitada, circunscrita a estrategias que en Occidente se denominan de Zona Gris. Además, la fuerza de misiles tiene también una función fundamental en los proxies, al transformarlos en bastiones desde los que se proyecta poder balístico y de misiles, creando «anillos de fuego» de coerción (según la terminología de Uzi Rubin).
Mediante la guerra asimétrica, las capacidades de las fuerzas armadas iraníes se enfocan a que en caso de guerra con Arabia Saudí o cualquier otro país, puedan negar la libertad de acción y maniobra de las fuerzas enemigas. Esto implica que aunque Irán no sea capaz de librar una guerra en condiciones de igualdad, de barco contra barco, avión contra avión y carro de combate contra carro de combate, ya que Irán no podria desplegar las mismas cantidades y esas armas siempre serían inferiores en cuanto a tecnología, desarrollando ciertas armas y capacidades sí podrían destruir y negar la libertad de acción de los grandes sistemas de armas enemigos, quedando igualados estratégicamente. Dado que Irán no tiene capacidades convencionales con la suficiente talla con las que proyectar su poder a
gran escala, no tiene más alternativa que hacerlo apoyando milicias y actores proxies.
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