La guerra, lo que llamamos «guerra», llega a su fin. Los enjambres de drones y las municiones merodeadoras, los vehículos autónomos sean terrestres, aéreos o marítimos, la inteligencia artificial, la automatización de la logística, los fuegos de largo alcance, todo conspira para que el elemento humano, el sufrido infante, sea superado. Si esto ocurre, si el soldado de a pie pasa a segundo plano, lo que venga seguirá siendo cruel y salvaje, sangriento y económicamente devastador, pero ya no será guerra. Será otra cosa…
Hace ya unos años -en 1992 para ser exactos-, Francis Fukuyama, profesor de la Universidad de Cornell, escribió un libro -como extensión de un artículo del mismo autor escrito en 1989- que causó un inmenso revuelo y se convirtió en título de obligada lectura en todas las facultades de Ciencias Políticas y también en muchas otras como las de Historia o Sociología. Un libro en el que venía a decir que con la desaparición de la Unión Soviética, el sistema social, económico y político occidental había al fin triunfado y que la Historia, entendida como choque dialéctico entre modos de ver el mundo, había terminado. Era así, según Fukuyama, en tanto con el triunfo indiscutible del sistema basado en las democracias liberales y en el capitalismo, ya no había alternativa posible y por lo tanto, tampoco confrontación.
El libro, que se ha llevado muchos palos durante estos años -y no todos justos- abría la posibilidad, al hacerse imposible un choque armado entre los vencedores de la Guerra Fría, de que la guerra tal y como la conocemos, llegase a su fin, sin sospechar, por otra parte, que esto en cierto modo ya ha empezado a ocurrir, pero por razones muy diferentes a las esgrimidas por Fukuyama.
Quiero dejar claro al lector, antes de entrar verdaderamente en materia, que esto solo es un ejercicio teórico sin ningún valor, al menos a medio plazo. La mayor parte de prospecciones sobre el futuro de la guerra se han demostrado siempre falsas (ahí está el magistral «La guerra futura», de Lawrence Freeman para demostrarlo) y difícilmente lo que contemos aquí será una excepción. La guerra siempre nos sorprende y seguirá haciéndolo.
Esto es, además, especialmente cierto cuando han sido los propios militares quienes las han realizado, dados como son a ver en el conflicto anterior la tendencia que marcará el siguiente. No hay más que el plan francés para la Franco-Prusiana, basado originalmente en una idea del Mariscal Ney en tiempos de Napoleón I, o la construcción de la “Línea Maginot” para entender que avanzar el futuro de algo tan complejo como la guerra, incluso a pocos años vista, es demasiado difícil.
Los militares fallan, pero los civiles no les van muy a la zaga. Incluso cuando las previsiones sobre el futuro de la guerra han estado elaboradas por los más conocidos futurólogos, como es el caso de los Toffler o de Jeremy Rifkin, muy acertados sin embargo a la hora de deducir lo que sobrevendría en otras áreas de la vida como la economía o la política, han sufrido de numerosas carencias. Se puede decir que tienen una mayor capacidad de adelantar futuros no lineales, quizá por tener una visión menos encorsetada que la de los militares, pero por desconocimiento sobre muchas dinámicas propias de «lo militar», sus análisis son también incompletos.
No obstante, creo también que la tendencia de la que aquí hablaremos, salvo caso de guerra a gran escala, es acertada; una tendencia en la que el soldado de a pie de toda la vida, el que ha soportado el peso de la mayor parte de las guerras en todos y cada uno de los conflictos que la Humanidad ha sufrido desde que el primer Homo Sapiens decidió que darle un garrotazo al vecino y robarle la comida era más sencillo que matar un mamut, está destinado a desaparecer.
Qué vendrá en su lugar, es difícil saberlo con certeza, pero está claro que será algo muy diferente a lo que conocemos hoy en día y probablemente algo muy diferente siquiera a lo que sospechamos que pueda venir. Lo peor, como siempre, se lo llevarán aquellos países que, como España, parecen ir con el pie cambiado por motivos presupuestarios, industriales, conceptuales, etc (imprescindible este artículo de Enrique Fojón para GESI).
En cualquier caso, la Revolución Militar en ciernes, una serie de cambios disruptivos forzados por los avances en Inteligencia Artificial, Big Data, robótica, la impresión 3D o el Internet de las Cosas nos obliga a replantearnos la configuración de los Ejércitos desde sus cimientos, bajo el riesgo de mantener una serie de estructuras, procesos de decisión y unidades que no serán sino un lastre.
Además, los cambios disruptivos que se avecinan -que ya se están produciendo, de hecho- parecen indicar que la relación entre los tres vértices del triángulo guerra-sociedad-ejércitos cambiará para siempre.
El último soldado
La tecnología, la capacidad de análisis racional y el éxito en el campo de batalla, han estado íntimamente unidos desde el principio de los tiempos. A cada avance en el armamento le ha seguido una respuesta en forma de coraza y a cada nueva estratagema una táctica o estrategia que la contrarrestaba siguiendo una lógica dialéctica acumulativa que, de cuando en cuando, generaba una RMA (Revolución en los Asuntos Militares) y solo cuando los cambios introducidos eran tan grandes que podrían considerarse disruptivos, se deba una RMA.
Dicho de otra forma, si una RM se produce a escala global y tiene un alcance político, económico, industrial, social e incluso cultural, una RMA es un fenómeno mucho más limitado, ceñido a la escala estratégica y cuyo alcance se limita únicamente a las fuerzas armadas y su forma de funcionar y no a la sociedad en su conjunto.
No obstante, y a pesar de la evolución que ha sufrido la guerra y todo lo que la concierne, a lo largo de estos al menos 450.000 años en que se registran enfrentamientos armados entre grupos humanos, ha habido una constante importante: La separación entre los soldados, marineros, etc, -la tropa en definitiva- y los mandos, independientemente de la forma de las escalas, la época y el lugar.
Esto es cierto incluso en el caso de la tribu más igualitaria que podamos imaginar, pues la conducción de una operación “militar” exigía un mando claro sobre el terreno, por más que las decisiones acerca de la estrategia pudiesen haber sido colegiadas entre sus miembros antes de comenzar la acción. Una vez sonaban los gritos de ataque, solo uno podía dar las órdenes, como sin duda pronto aprendieron nuestros antepasados, bajo riesgo de pagar con la desaparición del grupo la falta de concierto y el desorden táctico.
Es, por tanto, una idea falsa, la de que en algún momento hubo una «arcadia feliz» en la que el «buen salvaje» vagaba por los campos en busca de comida, entre iguales, sin envidias, sin discusiones y sin los estragos de la guerra. Siempre, puesto que nuestra organización social ha sido jerárquica desde antes de ser plenamente sapiens, ha habido líderes y conflictos para dirimir este liderazgo.
Del mismo modo, a la hora de conducir las operaciones militares contra los clanes rivales, por muy rudimentarias que estas fuesen, ha sido siempre necesario un liderazgo que estableciese las pautas a seguir: momento del ataque, táctica a emplear, instante de la retirada si las cosas salían mal o de terminar la persecución si se había logrado la victoria, etcétera. No hubiese sido posible que una organización funcionase de otra forma, como no lo es hoy… todavía. No en vano, sin liderazgo sería imposible cumplir con los principios militares más elementales, como el mantenimiento del objetivo, la economía de fuerzas, etc.
Este liderazgo militar, utilizando como herramienta la ideología, la religión o el nacionalismo para poder unir a la tropa tras de sí, se ha ejercido siempre por parte de una élite minúscula en comparación con el número de soldados: la oficialidad. No obstante, a medida que la tecnificación ha afectado cada vez más al funcionamiento de los ejércitos, se ha producido un cambio lento pero constante, por el cual la tropa se ha visto obligada a mejorar su nivel formativo, lo que no hace sino acercarle en ciertos aspectos a los suboficiales y oficiales.
La Historia está plagada de ejemplos de este proceso, como cuando el Príncipe de Liechtenstein modernizó la artillería del ejército austriaco a mediados del S. XVIII no solo cambiando el tipo de piezas utilizadas, sino haciendo un esfuerzo sin precedentes por crear nuevos regimientos con un nivel formativo muy superior al que se podía encontrar en los de infantería, consciente como era de que un soldado analfabeto y embrutecido por la vida militar no era útil a la hora de manejar una pieza que requería, incluso del último de sus sirvientes, de ciertos conocimientos y capacidades. Aun así, salvo casos curiosos como el de España en diversas épocas (o el Portugal de hoy), en que se ha padecido una macrocefalia sin sentido, lo habitual es que el número de mandos sea mucho menor que el de tropa y, sobre todo, que los mandos formen un cuerpo cerrado con una fuerte conciencia de clase.
Por otra parte, los ejércitos no se han profesionalizado en Occidente en los últimos años únicamente debido a presiones sociales o a que esto haya sido posible por la desaparición del enemigo que durante medio siglo acechó al otro lado del «Telón de acero». Más bien al contrario, se han profesionalizado como única salida en una competición en la que la tecnología marcaba la diferencia y necesitaba de personal motivado, eficiente y con unas dotes mínimas para explotar todas sus posibilidades, amén de por razones sociales y políticas, claro está, pero que debemos dejar en segundo plano.
Lo cierto es que ha habido una necesidad patente de elevar el nivel cultural y técnico de la tropa, como respuesta a las mayores exigencias que la tecnología y la mayor complejidad del campo de batalla actual imponen a todos y cada uno de los militares, desde el General de Ejército al último de los soldados. Esta tendencia, si acaso, solo puede acentuarse, pues los actuales equipos que operan drones como los Global Hawk (entre 10 y 20 personas) en no mucho tiempo, serán sustituidos por la IA para la mayor parte de las tareas, siendo su tamaño todavía más reducido y su formación y especialización todavía mayores. Lo mismo es aplicable a cualesquiera sistemas militares que podamos imaginar.
Esta elevación del nivel cultural no se puede basar en una mayor exigencia a todos los componentes de un ejército de masas, sino que por contra, va a consistir cada vez más en la reducción paulatina del número de efectivos hasta que únicamente haya oficiales y suboficiales y, en su caso, quizá un minúsculo -en comparación con el actual- número de soldados, generalmente encargados de tareas auxiliares (limpieza, cocina…).
Puede parecer una conclusión aventurada, ya que faltan décadas, pero la robotización es un hecho y se implementará cada vez con mayor rapidez dados su beneficios no solo en cuanto a la reducción del número de bajas, sino a la capacidad de complementar al ser humano e incluso superarle en tareas concretas.
La guerra seguramente pase a ser (hablamos de rivales neer to peer) una competición económica, una guerra de desgaste en la que la capacidad de reponer pérdidas mediante sistemas de bajo coste producidos en masa gracias a la impresión 3D, las tecnologías COTS, etc, será la clave. En este escenario, disponer de millones de soldados no tendría sentido, pues el papel principal lo tendrán los técnicos.
Así, pese a su uniforme, los militares de baja graduación dedicados a tareas auxiliares no podrán ser considerados soldados como tales, pues no tendrán ningún papel relevante en el combate, si es que llegan a tener algún papel. Además, a esto ha de sumarse la tendencia a confiar el grueso de estas tareas bien a empresas civiles, bien a empleados civiles dentro de los propios ejércitos.
Sea como fuere, la tendencia es clara y en las próximas décadas, unida a la multiplicación de conflictos en la Zona Gris condenará al soldado tradicional a la irrelevancia, aunque otros, como los mercenarios, seguirán teniendo un papel destacado. Así, salvo para aquellos países -y grupos- incapaces de seguir el ritmo de los avances, la guerra tal y como la conocemos desaparecerá y con ella lo hará también el último soldado. Incluso en estos casos, como vemos en Siria o Libia, la tecnificación será importante, con uso intensivo de drones, por ejemplo. La guerra será, en este sentido y como aventuraron los Toffler, más confusa que nunca, mezclando formas de cada una de las olas precedentes…
El final de la guerra
La idea de guerra, entendida la confrontación armada entre dos colectivos -generalmente estados- y dirigida a la consecución de una serie de territorios o sus recursos o posibilidades estratégicas asociadas, ha estado siempre asociada al concepto de batalla. Es cierto que siempre ha habido ejemplos de eso que ahora llamamos conflictos asimétricos, contrainsurgencia, operaciones encubiertas, guerra psicológica, etc, pero, con todo, la mayoría de los conflictos esperaban ser resueltos en una batalla campal -o naval-.
Actualmente, se está llegando a una situación de bloqueo estratégico, especialmente desde la llegada del arma atómica, pero también en los últimos años con el auge de las capacidades A2/AD, que hace improbable tanto la guerra convencional como esa batalla que no es sino su culminación y que obligan a proseguir la competición por otros cauces, como las operaciones en la Zona Gris del espectro de los conflictos, ya citada. A pesar de casos como el de Ucrania, las guerras cada vez menos entienden de fronteras ni se limitan a luchar por estas mediante el empleo de la fuerza.
Esto es algo que no solo afecta a los dominios físicos, como vemos en Libia, Siria o el Sahel, en donde las fronteras cada vez significan menos y fuerzas como las del Dáesh obvian cualquier línea sobre el mapa para redibujarlo todo en función de sus intereses (adiós a las guerras limitadas), sino también al resto de dominios.
En este sentido, la guerra informativa, la guerra económica o la guerra psicológica tienen una importancia capital, mayor sin duda que la que han tenido hasta ahora, por más que siempre hayan existido. De hecho, se puede decir que vivimos en un estado de guerra perpetuo en el que sin llegar en muchos casos a enfrentarse de forma abierta -guerra caliente-, en el campo de batalla, los diversos actores se ven inmersos en una competición cruenta que tiene como escenario los lugares más insospechados. Es muy posible que dos ejércitos regulares no se lleguen a medir sobre el terreno y, no obstante, que a la vez operaciones encubiertas, ataques informáticos y bloqueos económicos o políticos provoquen un daño mayor que algunas de las guerras del pasado.
Esto último hemos de tenerlo en consideración, pues las guerras que vienen no van a ser, pese a mucho tecnólogo de pacotilla, incruentas. La capacidad de atacar a larga distancia y con una precisión creciente reducirá el número de bajas militares, sí. Sin embargo, la posibilidad de quebrar la moral de una sociedad atacando mediante virus informáticos o cualquier otro mecanismos servicios básicos como agua, electricidad, sanidad o incluso la red GPS provocará un buen número de víctimas.
Las guerras, además, ya no se reducen a conflictos entre naciones-estado. En su lugar, grupos terroristas utilizando desde “lobos solitarios” a ejércitos irregulares, corporaciones económicas utilizando mercenarios o financiando guerrillas, grupos paramilitares, ejércitos convencionales y cualquier combinación de todos los anteriores y de más actores que podamos imaginar, protagonizan los conflictos que se están dando en buena parte del globo.
Esto no significa que los estados no puedan enfrentarse, pues lo hacen y lo seguirán haciendo, pese a lo cual, la mayor parte de los conflictos implicarán a estados y a otros muchos actores no estatales en un todo difícil de reducir a estereotipos. Es algo sobre lo que se viene teorizando desde hace mucho tiempo, con conceptos como los de «Guerra en Red», «Guerra Híbrida», «Guerras de Cuarta Generación» y demás intentos de fijar un marco explicativo que permita estudiar un fenómeno que muta con creciente rapidez8.
La evolución del armamento sigue una lógica diferente a la que hemos visto hasta ahora. Si bien hasta no hace mucho era posible que guerrilleros pusieran en jaque a ejércitos bien pertrechados pese a estar en inferioridad material, desde el punto de vista del armamento esto va a ser cada vez más difícil, por no decir imposible.
De hecho, en buena parte de los casos será absolutamente impensable que un bando se haga con armamento del enemigo y lo utilice, como cuando los nativos norteamericanos compraban rifles que utilizar contra los soldados estadounidenses o como cuando la Rusia de Pedro I el Grande construyó su primera armada en el Mar Negro atrayendo carpinteros de ribera, metalúrgicos e ingenieros de en algunos casos de sus naciones rivales.
Lejos de esto, se antoja imposible que un grupo como Daesh pueda hacer volar un cazabombardero moderno o, como estamos viendo con el caso de los Leopard 2ª4 de Turquía capturados por el Daesh, a utilizarlos con cierta eficacia. Tampoco serán capaces por sí mismos de fabricar una bomba nuclear en el sentido estricto -no una bomba sucia-, al igual que se antoja sumamente complicado que incluso con la infraestructura que han llegado a poseer en Iraq y Siria puedan elaborar armas químicas o biológicas verdaderamente efectivas.
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