Cuando el 31 de octubre de 2000, el casco de la F-101 “Álvaro de Bazán” tocaba el agua por primera vez, a la par que los más de 140 metros del acero se zambullían en la ría de Ferrol, la Armada Española e Izar -la actual Navantia- ponían proa al futuro, dejando atrás uno de los periodos más grises de su historia, por más que en el imaginario colectivo, las décadas anteriores fueran excepcionales para la construcción naval española. Así, con la botadura de la primera de nuestras cinco fragatas F-100, España lograba dar un salto adelante tecnológico que, si bien era el resultado de un camino largo y ciertamente tortuoso, nos colocaba de nuevo a la vanguardia de la técnica naval.
Los más críticos, naturalmente, apuntarán que con la entrega del pequeño portaaviones Chakri Naruebet a Tailandia en 1997 o la construcción de nuestro R-11 Príncipe de Asturias, el L-51 Galicia o incluso con el Programa Scorpene -el SS-22 General Carrera de la Armada de Chile fue autorizado en diciembre de 1997-, España ya había dado notables muestras de su capacidad en este sector. Es una verdad a medias, pues no se puede olvidar que ninguno de estos proyectos era totalmente nacional.
Tanto el Príncipe de Asturias como el Chakri Naruebet beben del malogrado proyecto Sea Control Ship (SCS) de la US Navy. Dicho proyecto, una vez abandonado por los estadounidenses -hoy está más de moda que nunca, curiosamente-, posibilitó que España se hiciese con una serie de planos. Los suficientes para que, con tanta imaginación como tesón, llegasen a materializarse en sendos portaaviones.
Por su parte, los Scorpene, magníficos submarinos sin duda, no habrían sido posibles sin la colaboración de la gala DCNS que sirvió, entre otras cosas, para que España obtuviese buena parte de las tecnologías y del saber hacer necesario para encarar la construcción de los futuros S-80 (si nada más ocurre, se botarán a partir de octubre de este año).
Respecto a los L-51 y L-52, parten de un proyecto conjunto con la Armada Neerlandesa y se diseñaron en conjunción con la constructora holandesa Damen Schelde Naval Shipbuilding.
Algo parecido ocurrió en el caso de las fragatas, antes de la llegada de la clase Álvaro de Bazán. Con la consecución de los programas navales de 1965 y 1977, promovidos por los almirantes Pedro Nieto Antúnez y Pascual Pery Junquera respectivamente, nacieron las series DEG-7 Baleares y FFG-7 Santa María (F-80), ambas basadas en diseños foráneos.
Las F-100, por contra y pese a beber del proyecto NFR-90, siguieron su propio curso hasta desembocar en lo que son hoy; simple y llanamente las fragatas más avanzadas del mundo en servicio. Como explican en un magnífico artículo de la web Revista Naval:
Con estos nuevos buques se pretendía aprovechar las enseñanzas derivadas de conflictos como el de las Malvinas, en el que los buques de defensa aérea británicos recibieron un duro correctivo, siendo incapaces no ya de proteger a los buques que convoyaban, sino de protegerse a sí mismos ante la amenaza de simples bombas guiadas lanzadas por valerosos pilotos desde los aparatos de la Fuerza Aérea argentina; o incidentes como el sufrido por la fragata norteamericana USS Stark (FFG-31) en el Golfo Pérsico en 1987, al ser alcanzada por dos misiles antibuque Exocet lanzados desde un avión iraquí.
El poseer buques capaces de protegerse efectivamente y proyectar su cortina defensiva sobre otros buques contra la amenaza de los misiles supersónicos rozaolas (sea skimmers) o de vuelo final en picado (high divers) se consideró una necesidad de primer orden por parte de la OTAN, lo que dió lugar al desarrollo de una nueva generación de sensores y sistemas de armas, basados en el binomio radar multifunción de fase activa/pasiva y una nueva generación de misiles antiaéreos, como se ha descrito anteriormente, y que utilizan sistemas de lanzamiento vertical, que superan las tradicionales limitaciones de los tradicionales radares de rotación mecánica y de los lanzamisiles orientables.
Una vez descartada la opción europea, dadas las divergencias en torno al sistema de combate y el armamento -el proyecto NFR-90 desembocaría entre otros en las Horizon/Orizzonte y en los Type 45 británicos–, la Armada Española y lo que hoy es Navantia tuvieron que buscar una salida viable y pusieron sus ojos al otro lado del Atlántico. Más concretamente quedaron encandiladas por el sistema AEGIS, fabricado por la estadounidense Lockheed Martin.
Dicho sistema, integrado entre otros en los destructores Arleigh Burke y en los cruceros de la clase Ticonderoga ofrecía, al conjugar el radar SPY-1D con los misiles RIM-162 Evolved Sea Sparrow y Standard SM-2MR Bloque IIIA/RIM-66L (posteriormente se han añadido nuevos misiles y capacidades como la ABM), una capacidad de defensa antiaérea desconocida hasta la fecha en buques del porte de las futuras fragatas, un 50% inferior al de los citados destructores de la US Navy. Baste decir que nuestros buques son capaces de rastrear aviones a más de 600 kilómetros de distancia -doy fe de ello tras haber visitado en una ocasión el CIC de la F-103 Blas de Lezo- o, como nos contaba Esteban Villarejo en su blog de ABC, de “detectar a una gaviota a 20 millas náuticas”.
Ciertamente, que una de nuestras F-100 pueda seguir aviones a más de 500 kilómetros no las convierte en invulnerables, como tampoco lo son los supercarriers de estadounidenses. A la hora de la verdad, la habilidad táctica del enemigo, problemas de operatividad inesperados o bien errores doctrinales o cualquier otro factor imprevisto podrían llegar a echar por tierra la capacidad que sobre el papel tienen las F-100. Por fortuna para nosotros, la Armada está demostrando un saber hacer sobresaliente y la operatividad de los buques, con más de 100 días de mar por año de media está fuera de toda duda, incluso en tiempos de crisis.
Como quiera que a estas alturas sus principales características técnicas son de todos conocidas, resulta ocioso entrar a dar cotas, alcances, número de misiles y cifras por el estilo. Estas únicamente sirven para las charlas de sobremesa y para seguir alimentando ese fenómeno tan nuestro que es el “cuñadismo”, triste heredero de otras costumbres patrias como las rodomontadas.
Decimos esto porque el gran logro del programa F-100 no radica en que la Armada Española pueda presumir de buques, sino en todo lo que han acarreado para España, para Navantia y para un sinfín de empresas proveedoras a lo largo de todos estos años. Una victoria que posiblemente nunca figure en los libros de historia pero que, a tenor de los datos, ha servido para devolver a la Armada Española y a la industria naval al lugar que le pertenece tanto por capacidades como por tradición.
Es más, de cara a lo que está por venir, con una Unión Europea que parece decidida a perseguir su ansiada «autonomía estratégica» y una posible reorganización del sector de la construcción naval a escala continental, Navantia se sitúa en una posición mucho mejor que en la que su día tuviera CASA al integrarse en Airbus.
Breve repaso a la construcción naval militar previa a las F-100
Cuando uno visita la factoría de Navantia en Ferrol, al entrar en sus oficinas principales, lo primero que llama la atención, además de la gran maqueta con las instalaciones tanto de los astilleros como del Arsenal, es un precioso mural en madera que preside la pared derecha. En él figuran los nombres de todos los buques construidos por lo que ahora es Navantia desde la creación del Arsenal de Ferrol hasta la actualidad. Sin entrar en los pormenores de la historia, pues hay magníficos libros al respecto, diremos que destaca sobremanera el número de barcos construidos entre 1750 y 1800, coincidiendo con la expansión naval previa a las guerras napoleónicas, cuando el Arsenal botó más de 150 buques de todo tipo.
Por el contrario, en las cinco décadas posteriores, esto es, entre 1800 y 1850 no llegó a la docena. Un fenómeno lógico, vistas no solo las consecuencias del desastre de Trafalgar -más morales que materiales-, sino la clase de cretinos que nos gobernaba entonces, con Fernando VII El deseado, a la cabeza y su descocada hija Isabel II haciendo méritos por superar el nefasto legado de su padre. Por desgracia, aunque en periodos posteriores la actividad constructiva se aceleró nuevamente, las guerras de Cuba y Filipinas en un primer momento y la Guerra Civil después, dieron quizá la puntilla a un sector en el que España había destacado durante siglos.
La recuperación de la industria naval militar fue lenta y no exenta de dificultades. En 1947 ve la luz la Empresa Nacional Bazán de Construcciones Navales Militares SA, origen de la futura IZAR y de la actual Navantia. Los primeros buques cuya construcción se abordó, incluían apenas un puñado de minadores, dragas y gabarras, incapaces de diseñar y fabricar buques de mayor complejidad, algo que no se logró hasta finales de los años 60 con el diseño y posterior construcción de las F-70 (Clase “Baleares”).
Ha de tenerse en cuenta que los nuevos tiempos imponían una serie de tecnologías que estaban muy lejos de lo que un país autárquico -hasta la firma de los Pactos de Madrid de 1953- podía permitirse. Sistemas de radares de detección y guiado, misiles, contramedidas electrónicas, sistemas de sonar, etcétera, constituían un reto fabuloso para una nación que estaba empezando a superar -al menos en algunos aspectos- las secuelas de la Guerra Civil.
Las F-70 estaban basadas en las Knox estadounidenses, aunque eso sí, adaptadas a los requerimientos españoles, lo que llevó a modificar radicalmente el diseño original a fin de aumentar sus capacidades antibuque y antiaérea. Fueron el primer paso en un camino que llevó a las posteriores F-80 o al R-11 y que obligó, para poder transitarlo, a remodelar las instalaciones de Ferrol y adoptar procedimientos constructivos novedosos. Sin embargo, la industria naval militar nacional continuaba sobreviviendo más que viviendo, pues dependía en exclusiva de los pedidos de la Armada y ésta –pese al regular incremento de los presupuestos de Defensa, que alcanzaron su cénit en 1985- nunca estuvo demasiado boyante.
Fueron además años duros los que vinieron tras este pequeño despertar, pues si bien el sector militar crecía, el civil se iba definitivamente a pique. Lo hacía ahogado por la competencia proveniente especialmente de Asia, región en la que algunos países practicaban de forma sistemática el dumping. La década de los 90 culminó con la reestructuración completa -y en falso- del sector naval español, tras la creación de IZAR en julio del año 2000, fusionando sin demasiado criterio lo que habían sido las empresas Astilleros Españoles (AESA) como constructor civil y la Empresa Nacional Bazán, centrada en la construcción naval militar.
Un periodo tormentoso que tiene su colofón en 2005 tras la segregación de la actual Navantia, con la intención de salvar su parte más importante -el sector naval militar- ante las más que previsibles sanciones por parte de la Comisión Europea como consecuencia de las ayudas económicas a la construcción naval.
La mejor inversión de la historia de la Armada Española
Fue precisamente en estos años tumultuosos cuando vieron la luz las F-100, que vendrían a salvar a la industria naval militar española -y de paso a la civil, que posteriormente sería traspasada a Navantia- gracias a su éxito comercial.
Este, como es de sobra sabido, se materializó en la exportación de las cinco fragatas de la clase Fridtjof Nansen noruegas y de los tres destructores clase Hobart australianos, el último de los cuales se ha entregado a la Royal Australia Navy hace escasos días.
Se puede alegar lo que se quiera, desde que es un proyecto incompleto, porque no ha llegado a integrar los archiconocidos misiles de crucero Tomahawk, un sónar remolcado TACTAS o los ASROC en los silos, pese a haberse diseñado para ello y tener reserva de flotabilidad y espacio. Se puede criticar que únicamente tenemos cinco unidades y que nunca llegó a aprobarse la sexta -por más que el Plan ALTAMAR hablase de 4 F-100 + 5 F-110…-. Como decimos, se pueden sacar mil y un fallos, y podemos remontarnos incluso al diseño original de las chimeneas, que tuvo que ser modificado.
En cualquier caso, las F-100 han sido un rotundo éxito económico y han salido sumamente baratas si atendemos a los beneficios que con ellas ha obtenido España. Incluso la F-105, con su sobrecoste, es notablemente más económica que el programa australiano que, finalmente, ha supuesto un desembolso de más de 1.000 millones de dólares por unidad. Un programa, por cierto, que ha servido para sufragar buena parte del saber hacer que veremos implementado en la futura clase Bonifaz.
Normalmente tendemos a valorar el impacto económico de un programa militar en función de las cifras -en euros- del mismo. En el caso de las F-100, si bien las cuatro primeras se contrataron por 280.000 millones de pesetas a pagar en 20 años -cifras que después no se cumplirían, todo hay que decirlo-, solo la quinta necesitó de un presupuesto de 822,29 millones de euros o, lo que es lo mismo, 136.817 millones de pesetas.
Esto, que es consecuencia tanto de las mejoras que se introdujeron como de la necesidad de reabrir una línea de producción ya clausurada para su realización, no deja de ser una cifra un tanto vacía, pues no nos habla ni de los miles de familias ni de los literalmente cientos de contratistas que trabajan en un proyecto de este tipo, aportando en muchos casos productos de alto valor añadido. Mucho menos de los millones de horas de ingeniería que han permitido dedicar (solo el contrato de las Fridtjof Nansen está valorado en más de 1.000.000 de horas de ingeniería) y es que, se mire como se mire, el verdadero valor de los productos tecnológicos reside precisamente en esto: en el número y formación de los ingenieros necesarios para hacerlos posible.
En este sentido, las F-100 no solo han necesitado de millones de horas de ingeniería para su diseño (y el de sus programas asociados, de los que participaron empresas como FABA, Indra, Sainsel o Tecnobit), sino que han permitido que, una vez concluido el proyecto, nada de esto se perdiese, como si ocurrió en parte por ejemplo con la Clase Segura, tan mal aprovechada en cuanto a recursos humanos e inversión en instalaciones. Así, revisando la hemeroteca y atendiendo a los archivos de la propia Navantia, encontramos que:
El contrato firmado [con Australia] asciende a 285 millones de euros, en los que se incluye la transferencia de tecnología, asistencia técnica y una serie de equipos, tales como el sistema integrado de control de plataforma, motores y turbinas, que suministrará la propia Navantia.
Aunque la construcción será íntegramente en Australia, este contrato supondrá para Navantia unas 800.000 horas de trabajo para el astillero de Fene-Ferrol, unas 42.200 horas para la unidad de Motores Cartagena y unas 43.300 para la unidad de Sistemas FABA de San Fernando. Este encargo, junto con el de 2 buques anfibios, proporcionará a Navantia un volumen global de negocio de 1.185 millones de euros y más de 10,2 millones de horas de trabajo.
Esta continuidad en los proyectos hace posible dos cosas:
- Por una parte, sostener el nivel de la plantilla, que debe mantenerse constantemente actualizada y que, gracias a los intercambios de personal entre las factorías australianas y españolas goza de un nivel formativo que jamás había tenido.
- Por otra, el hecho de afrontar programas como el de los destructores Hobart ha permitido refinar al máximo el concepto F-100, mejorando sus puntos débiles y aprendiendo sobre todo en cuestiones que hasta ahora nos habían sido bastante ajenas, como la seguridad laboral, tan importante para los anglosajones.
En este sentido, desde el manejo de cargas hasta la señalización han sido optimizados, tanto en los propios Hobart como en AOR australianos, para cumplir una exigente normativa que ha requerido, según nos confesaban ingenieros de Navantia, cientos de miles de folios de informes destinados a evaluar cada punto de los buques y su adecuación a la normativa aussie.
Naturalmente, todo lo aprendido, o al menos buena parte de ello, se verá reflejado en el diseño de las F-110 que, nadie lo dude, se ha realizado con los ojos puestos en las necesidades de la Armada Española, sí, pero con una clara voluntad exportadora ya que será un buque mucho más polivalente que las Álvaro de Bazán y más económico de operar a igual desplazamiento.
La influencia de las F-100 ha ido más allá de la venta de sus gemelos y derivados. Puede decirse sin lugar a dudas que ha influido en la exportación de otros productos como los AOR o los BPE, producidos bajo licencia para Australia o Turquía (y con opciones de llegar a nuevos clientes como India) pues sin el impacto mediático de nuestras fragatas y su infatigable labor diplomática -desplegándose e interactuando junto a armadas de aquí y allá-, la buena imagen de Navantia, que está en última instancia detrás de su éxito, no sería tal.
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