El declive de Rusia

Un imperio en retirada

Militares rusos en formación. Fuente - Ministerio de Defensa de la Federación Rusa
Militares rusos en formación. Fuente - Ministerio de Defensa de la Federación Rusa.

El declive de Rusia, por más que sea un declive relativo, es un hecho. Pese a ello, en los últimos años la presencia rusa en los medios de comunicación occidentales ha sido una constante. Su amenaza se ha magnificado hasta límites increíbles, un fenómeno que comenzó a ganar fuerza a raíz de su precaria victoria sobre Georgia en 2008 y que ha alcanzado cotas perversas tras la anexión de Crimea en 2014 y la intervención en Siria, un año después o las acusaciones de manipulación relacionadas con la campaña electoral estadounidense. La realidad rusa, pese a todo, es muy diferente y solo puede definirse de una forma: como la de un imperio en retirada.

Cuando la bandera roja fue arriada por última vez del Gran Palacio del Kremlin, no fue lo único pisoteado por la Historia. Con la disolución de la URSS, el declive de Rusia se consumó (al fin y al cabo, la Unión Soviética solo fue una expresión más de su tendencia imperial). El país perdió millones de kilómetros cuadrados, decenas de millones de habitantes, buena parte de su capacidad industrial e intelectual, la influencia internacional que antes tuvo como superpotencia y también la capacidad de unas Fuerzas Armadas que vieron recortado su presupuesto en solo un lustro de los 250.000 a los 35.000 millones de dólares, según el SIPRI.

Por supuesto, se ganaron muchas otras cosas. Durante un breve periodo los ciudadanos rusos (así como los de otras ex-repúblicas soviéticas) disfrutaron de las ventajas -y los desmanes- de una libertad casi sin límites, descrita en clave de humor entre otros por Peter Pomerantsev en “La nueva Rusia: Nada es verdad y todo es posible en la Era de Putin”. La reciente libertad de expresión, multiplicada en relación a la tímida Perestroika que había bastado para agrietar el viejo edificio soviético, una economía vírgen en la que cualquier gris funcionario podría transformarse en poderoso oligarca en un abrir y cerrar de ojos, una nueva organización territorial, la apertura al exterior, nuevas oportunidades laborales en un mundo en ebullición tras abrazar un capitalismo a ultranza, la esperanza de no repetir los errores pasados… demasiados incentivos y estímulos para un pueblo que había vivido largo tiempo forzado a ser ese «Homo sovieticus» del que nos hablaba Alexander Zinóviev, un término que recientemente ha recuperado Svetlana Aleksiévich en su obra «El fin del «Homo sovieticus»».

Naturalmente, las inercias heredadas, sumadas a los excesos de unos años difíciles de describir, degeneraron en el excesivo poder de los nuevos ricos, el auge del crimen organizado, el desastre del primer conflicto checheno y la crisis financiera de 1998. Todo ello, unido a la decadencia de un Yeltsin que si bien en los años precedentes había sido un símbolo, se veía ahora salpicado por demasiado escándalos que tocaban de lleno a sus familiares directos y cuya salud se había resentido tanto por el ejercicio del poder como por el amor a la bebida, condujo a un nuevo cambio. Una sociedad cansada de este redivivo “Periodo Tumultuoso” se apresuró en formar, una vez más, en torno a un líder fuerte: Vladímir Putin. Un joven y dinámico abogado que había formado parte del KGB en sus años mozos y que ya como civil había ido ganando cierta fama a la sombra del alcalde de San Petersburgo, un Anatoly Sobchak que por entonces era una de las figuras estelares de la política rusa.

Con una victoria asegurada por la maquinaria mediática en manos de los oligarcas afines al régimen (que buscaban una sucesión tranquila), como describe Masha Gessen en “El hombre sin rostro: El sorprendente ascenso de Vladímir Putin”, el cambio no se hizo esperar. A la gestión informativa (y obviamente militar) de la Segunda Guerra de Chechenia, del terrorismo (que azotó con dureza al país en esos años) y de incidentes como el del SSGN K-141 Kursk, hundido el 12 de agosto de 2000, siguió una re-centralización del poder sin precedentes y una guerra sin cuartel contra algunos de los personajes que si bien un poco antes habían servido para aupar a Putin al poder, ahora suponían una amenaza a su control del aparato estatal. Comienza así la historia de una nueva Rusia, la recuperación de símbolos que sólo habían sido olvidados temporalmente, como el himno o algunas enseñas, los roces con los vecinos, la creciente asertividad en materia internacional, etcétera.

Y es que en el apartado exterior las cosas también cambiaron. Si en la época de Yeltsin se había pasado de la cooperación durante los primeros 90 a la abierta hostilidad, con incidentes tan sonados como el del aeropuerto de Pristina, un suceso inesperado, el ataque terrorista del 11 de Septiembre, así como la llegada de Putin, dieron paso a una nueva etapa de cierto entendimiento en la que Rusia se beneficiaba de la “Guerra contra el Terror” estadounidense, entre otras cosas ganando libertad de acción en el Cáucaso. Una época que no duraría mucho, pues una Rusia acomplejada veía como Occidente, con la OTAN a la cabeza, se acercaba cada vez más a sus fronteras e incluso se atrevía a jugar con territorios que consideraba propios, como las Repúblicas bálticas o Georgia, rompiendo así las promesas hechas en los últimos compases de la Guerra Fría y que, en última instancia, sirvieron para que la URSS se abstuviera de intervenir sin ir más lejos, en Berlín.

La reacción rusa, reforzada por años de “vacas gordas” gracias al desarrollo del sector de los hidrocarburos, de la minería y del turismo, así como a la creciente inversión internacional en industrias como la automotriz, no se hizo esperar. Los gastos militares aumentaron de forma palpable dejándose notar especialmente en la inversión en nuevos sistemas y haciendo posible una serie de reformas que aunque frustradas en gran parte, dieron nuevos bríos a sus Fuerzas Armadas. La guerra de Osetia del Sur primero y las intervenciones en Ucrania y Siria posteriormente, han demostrado que el poder ruso debe ser tenido en cuenta. La OTAN advierte día sí y día también sobre el “peligro ruso”, sus submarinos vuelven a patrullar el Báltico y el Mediterráneo y sus hermosos Tu-160 Blackjack se permiten el lujo de despegar desde Venezuela. Mientras tanto Putin, más que ningún otro, aparece como el gran contrapeso internacional al unilateralismo estadounidense y, gracias a su alianza con la República Popular de China y a su creciente presencia e influencia sobre Oriente Medio y África, será un actor clave -si no el más importante- en la configuración del orden internacional durante las próximas décadas.

La historia reciente de Rusia es, por tanto, la de un país que fue obligado a ponerse de rodillas y que resurgió posteriormente de sus cenizas cual Ave Fénix, presto a recuperar su pasado poder y esplendor y además con la razón de su parte, pues es también -algo que personifica a la perfección el propio Putin, como explica magistralmente Michael Eltchaninoff en “En la cabeza de Vladimir Putin” el último baluarte frente a las degeneradas democracias europea y estadounidense. Un gran relato, sin duda, y muy apropiado además a los intereses unas veces del Kremlin, otras de sus rivales, a los que conviene magnificar el poder ruso. Una narrativa que todos conocemos, pero que, le pese a quien le pese, no soporta el más mínimo análisis crítico.

No hay ninguna mentira eficaz que no posea su parte de verdad. Es así porque sin un mínimo de credibilidad ni quien la lanza puede engañarse a sí mismo, justificando sus acciones, ni el receptor caer en la trampa. Los políticos soviéticos, en los últimos años del régimen comunista, fueron engañados. Es un hecho, como demuestra Mary Elise Sarotte en un interesante artículo titulado “A broken promise? What the West ReallyTod Moscow About NATO Expansion” publicado en el número de septiembre/octubre de 2014 de la revista Foreign Affairs. No obstante, el extraordinariamente rápido colapso soviético y el caos posterior, en una Rusia que mezclaba a partes iguales esperanza y desorden, como narra de forma apasionante Rafael Poch de Feliu en «La gran transición. Rusia, 1985-2002», hizo inevitable el acercamiento occidental a muchos de los antiguos satélites de Moscú.

Al fin y al cabo, es una ley básica de las relaciones internacionales que todo vacío debe ser rellenado y, en este sentido, el hueco dejado por la Unión Soviética fue inmenso y precipitó todos los acontecimientos posteriores, algo parecido, aunque a una escala mucho mayor, a lo que ocurre ahora mismo en Oriente Medio, región que ha dejado de ser tan importante para los EE. UU. como lo fuera antaño.

En cualquier caso, para lo que aquí nos ocupa, lo importante no es si los rusos tienen o no razón al recurrir a Occidente para explicar todos sus males, sino si estos son o no anteriores a cualquier pacto roto y si, en su caso, han continuado agravándose en las casi tres décadas transcurridas desde la caída de la URSS o, por el contrario, están en trance de solucionarse. Para aclarar este punto, hemos de reflexionar acerca de los factores que llevaron a la caída del régimen comunista, algo que intentaremos hacer en unas pocas líneas dando una visión lo más amplia posible, aunque somos conscientes de que nos dejaremos muchos factores en el tintero, pues es tema para volúmenes enteros.

Por mucho que se exageren las cifras de maniobras como ZAPAD 2017, el poder que la Federación Rusa es capaz de movilizar no puede compararse con el que en su día reunía la Unión Soviética en ejercicios como ZAPAD 81.

El colapso soviético

La intrahistoria del colapso soviético es sumamente interesante y compleja, dada la concatenación de factores internos y externos. Las estructuras del régimen, que habían permanecido casi inmutables durante décadas hacían aguas en una época en la que, como nos describe Alvin Toffler en «La tercera ola», un cambio incontrolable se estaba llevando por delante no sólo regímenes, sino modos de vida enteros. La sociedad soviética anhelaba una mayor apertura, pero también un relajamiento respecto al estado de guerra permanente (quédense con el concepto) propio de la URSS y una mayor producción de bienes de consumo, apartado que se dejaba siempre de lado en los planes quinquenales en favor de la industria pesada, especialmente aquella relacionada con el complejo militar-industrial.

Del mismo modo, en función de la república, existía una mayor o menor presión social en favor no tanto de la independencia como de recuperar parte de su cultura y tradiciones, pisoteadas por Moscú (tendencia que se fue radicalizando con el paso del tiempo). También los veteranos del conflicto afgano tuvieron su importancia, pues sus experiencias y el trato recibido por las autoridades a su regreso a casa, así como la política de secretismo en torno al número de bajas ayudaron a engrosar las filas de los opositores. La URSS era, como se ha descrito en más de una ocasión, un gigante con pies de barro, un país lleno de contradicciones que en el mismo año en que abandonaba de forma apresurada Afganistán y se abstenía de intervenir militarmente en Berlín, mostraba al mundo su transbordador Burán en el salón de Le Bourget de 1989 a lomos de un Antonov An-225 o aceptaba para el servicio el sexto y último de los descomunales submarinos del Proyecto 941 Akula que llegarían a completarse.

La vida política seguía su propio camino, desconectada de otra realidad que no fuesen el equilibrio de poder con los EE. UU. y las luchas intestinas por ocupar los más altos cargos de la administración. Un camino peligroso en el que muchos apparátchik intentaban jugar sus cartas y que perfectamente, incluso en los 70 y 80, podía llevarte a ese infierno que nos describía Solzhenitsyn en «Archipiélago Gulag». Convertida en una gerontocracia anquilosada (Brézhnev, Chernenko y Andrópov), la llegada de Gorbachov con su Glásnost y su Perestroika aportó un soplo de aire fresco, pero en última instancia no hizo sino provocar un tsunami cuya primera víctima fue el propio dirigente comunista, ahogado frente a la marea de reivindicaciones de una serie de políticos que con más o menos fervor nacionalista y encabezados por Yeltsin, terminaron por firmar el Tratado de Belavezha, puntilla de un régimen que en realidad llevaba años en coma.

Milicia

Las Fuerzas Armadas habían sido el sostén soviético, del mismo modo que lo fueron del Imperio Zarista y lo son de la actual Federación Rusa. En última instancia la URSS era un régimen dirigido por civiles, sí, pero profundamente militarizado y obsesionado con la seguridad, algo que ha sido una constante en la historia rusa. Si bien desde el final de la “Gran Guerra Patria” habían logrado importantes hitos en las carreras espacial y nuclear y mantenido una abultada superioridad convencional en ciertos teatros, como el europeo, lo cierto es que las deficiencias no podían escapar a ningún analista desde antes de la llegada de Reagan al poder y de que éste promoviera su tan espectacular como banal Iniciativa de Defensa Estratégica (SDI), auténtico golpe de gracia para una URSS que pretendía compensar siguiendo una estrategia simétrica a una economía que cuadruplicaba su volumen, todo un despropósito.

En realidad, aunque la SDI fuera uno de los últimos clavos en el ataúd soviético, el verdadero “ataque” por parte estadounidense había comenzado algunos años antes. Fue tras Vietnam cuando los Estados Unidos lanzaron la Segunda Estrategia de Compensación de la que nos habla el Dr. Guillem Colom en «De la compensación a la revolución. La configuración de la pollítica de defensa estadounidense contemporánea (1977-2014)«. Esta iniciativa supuso el auténtico germen de la RMA de la Información (ver Número 1) gracias al desarrollo de la red GPS, las nuevas armas guiadas, la tecnología stealth, o a las mejoras en los sistemas de comunicaciones y en las capacidades de mando y control. Los soviéticos, aunque tenían un impresionante programa espacial, una armada en plena expansión y decidida a construir portaaviones, gracias al empuje imprimido por Gorshkov, una fuerza aérea que estaba introduciendo nuevos modelos como los Su-27 y MiG-29 o unas Fuerzas Estratégicas imponentes, en realidad estaban cada vez más retrasados frente a la OTAN en todos y cada uno de los aspectos clave.

Es cierto que los militares soviéticos supieron adelantar conceptos como el de Revolución Técnico-Militar antes incluso que sus homólogos occidentales y lo que es más, de prever cuáles iban a ser las características básicas de la revolución que estaba comenzando. Sin embargo su industria y sus científicos fueron incapaces de seguir el ritmo impuesto por unos EE. UU. que se beneficiaban de una economía que en los 80 era ya entre tres y cuatro veces mayor que la soviética, así como de intangibles como Arpanet, que permitía desde finales de los 60 una conexión e intercambio de ideas entre los mundos académico y militar que los soviéticos no podían ni soñar, a pesar de haber sido pioneros en este campo.

Economía y sociedad

Más allá de la política o la milicia, el gran cambio fue social. Pese al secretismo reinante, al supuestamente impenetrable Telón de Acero y a la retórica que desde Moscú seguiría insistiendo prácticamente hasta el fin en la inevitabilidad del comunismo y en la obviedad de que sobrepasarías en breve a los EE. UU. en todos los parámetros económicos básicos, lo cierto es que el verdadero cambio dentro de la URSS se venía produciendo de puertas para adentro, en los lugares a los que ni Goskomizdat, ni Goskino, ni Gosteleradio, ni mucho menos Glavlit, todas ellas instituciones estatales para el control de la opinión pública, podían llegar.

En la escasa intimidad de las camaretas de las escuelas navales, los jóvenes guardiamarinas tenían un pequeño espacio para intercambiar ideas y para charlar sobre las últimas tendencias, pues incluso al gris mundo tardo-soviético llegaba el aire fresco de las dinámicas sociedades capitalistas. Lo mismo ocurría en las cantinas de los cuarteles del Ejército Rojo en las que los hastiados soldados cada vez se esforzaban menos en ocultar su descontento y hacían menos caso de los soplones y los comisarios políticos. Su mundo, por decirlo de alguna manera, era mucho más grande que el de sus padres, abiertos como estaban -aún a escondidas- a las novedades que llegaban del exterior.

Otro tanto sucedía en las áreas comunes de los todavía extendidos apartamentos colectivos y muy especialmente en las numerosas tabernas en las que los ciudadanos dejaban de lado con facilidad las precauciones y la autocensura -que habían sido la norma durante décadas- para comenzar a criticar abiertamente al régimen ahora encabezado por ese joven Gorbachov que no dejaba de tomar medidas rompedoras sin que por ello nada de lo que realmente importaba al ciudadano de a pie llegase a cambiar. Este mismo fenómeno se daba en los secretos, pero de todos conocidos -pues no dejaban de multiplicarse- clubs gays de las grandes ciudades, en las asociaciones de veteranos y en el interior de muchas grandes empresas en las que la vida, totalmente relajada -el estajanovismo había sido abandonado mucho tiempo atrás-, se tomaba con mucha menos seriedad que en tiempos de Stalin o incluso de Jrushchov o Brézhnev.

A través de emisoras como Radio Liberty, que desde Estados Unidos y vía Pals (Girona) irradiaba mensajes hablando sobre las bondades del mundo libre, pero también de los libros, audiolibros y discos que se podían conseguir en el mercado negro e incluso de la ropa, los cigarros y cualquier artículo de consumo que podamos imaginar y que era posible encontrar si se contaba con contactos suficientes, una generación de soviéticos vivía una vida cada vez más relajada y hasta cierto punto esquizofrénica, dado el contraste entre el mundo oficial o público y la esfera privada. Era así posible criticar en la intimidad el anquilosamiento de un régimen agotado, mientras de puertas para afuera se seguían puntillosamente todas las formalidades que marcaba el manual del buen ciudadano soviético y sin las cuales era imposible progresar.

Incluso para quienes formaban, a finales de los 80, parte de una élite (científicos, diplomáticos, tropas estratégicas, agentes del KGB…) resultaba evidente que pese a la cada vez más ajada y grisácea, pero todavía monumental fachada del edificio socialista, su mundo estaba en franca descomposición. Este, como la serie de dirigentes que hasta la llegada de Gorbachov se habían limitado a aferrarse al sillón hasta que la Parca daba paso al siguiente, estaba vacío por dentro. Solo mantenía el tipo de cara al exterior debido a la pasividad de sus habitantes y a una insultante inversión en defensa que incluso en los 80 debió recortarse.

Más allá de las fronteras soviéticas, sin embargo, el mundo no se detenía. Muy al contrario, en ese Occidente que según la propaganda oficial soviética no dejaba de intentar cercar a la URSS, la revolución del consumo que siguió a la Segunda Guerra Mundial, la eclosión del turismo como fenómeno de masas y el aumento general de la calidad, la esperanza y el nivel de vida estaban dando paso a un mundo totalmente diferente, marcado por una nueva revolución industrial: La informática. Efectivamente, la primigenia Arpanet había ido creciendo de forma paulatina y abarcando sucesivas redes civiles hasta formar el embrión del Internet que conocemos, siendo precisamente entre 1989 y 1990 cuando Tim Berners Lee y su equipo del CERN crearon los protocolos que harían posible lo que la World Wide Web es hoy.

En la Unión Soviética, por el contrario, OGAS, un proyecto interesante con el que podrían haber tomado la delantera, fue dejado de lado tiempo atrás tanto por su coste como por las disputas entre los distintos ministerios por hacerse con el control sobre dicha herramienta. Eso por no hablar del evidente pánico al libre intercambio de ideas que podía haber generado tamaña apuesta. Al fin y al cabo, permitir la conexión entre personas tan diversas, muchas de ellas aisladas en naukogrados y que, de implantarse, apenas encontrarían barreras para intercambiar información científica, técnica y productiva, sí, pero también política, no estaba en los planes ni del más valiente de los miembros del Politburó.

En estos sectores -informática y microelectrónica-, como en muchos otros, los soviéticos tuvieron el capital humano y los recursos para seguir peleando en pie de igualdad con Estados Unidos durante un tiempo, pero el terror que inspiraba la tan necesaria libertad de pensamiento y el libre intercambio de ideas propio de las sociedades desarrolladas terminaron por dejarles atrás. Un retraso que se vio a las claras cuando la otrora orgullosa superpotencia comenzó a mendigar inversión extranjera e intentó adquirir en Occidente las tan necesarias tecnologías a cambio de petróleo, con tal de no perder comba en un sector, el militar, que era el último puntal de su poder y en el que cada vez más los microchips eran más decisivos que el calibre de los cañones o los miles carros de combate que uno pudiese desplegar en el campo de batalla.

Así las cosas, en un mundo crecientemente interconectado, en el que viajar era más sencillo que nunca, en donde las Comunidades Europeas estaban ya pensando en formar lo que hoy es la UE y en el que la idea de estado-nación nacida tras la Paz de Westfalia (1648) comenzaba a cuestionarse en muchos foros, el secretismo, la dominación manu militari -como estaba ocurriendo en Afganistán- y la parálisis social no eran ya herramientas útiles sino auténticas plagas que en Moscú no podían ya combatir.

En resumen, la Unión Soviética colapsó porque en realidad, todo lo que es importante para que un estado y una sociedad salgan adelante, fallaba. Se enfrentaba a un conjunto de problemas demasiado variopinto y con causas tan profundas que era imposible hacerles frente y, lo que es peor, la disolución del antiguo imperio no iba a ofrecer en sí misma una solución a ninguno de ellos, pues las nuevas repúblicas heredarían hasta el último céntimo de este abultado debe.

El declive de Rusia y la Rusia eterna

La URSS cayó y Rusia, una vez más, aunque disminuida, siguió adelante, pues no era ni mucho menos su única derrota, por más que esta vez el descalabro fuese de una magnitud inusitada. Rusia sobrevivió porque en realidad la Unión Soviética, dejando de lado la ideología, nunca fue más que otra expresión del tradicional imperialismo ruso y sirvió para lo que tenía que servir: mantener a salvo el núcleo cultural, poblacional y físico de la Rodina.

El lector ha de tener en cuenta que el imperialismo ruso había venido fraguándose desde el reinado de Iván IV El Terrible, como nos cuenta Alejandro Muñóz-Alonso en «La Rusia de los Zares». Efectivamente, con periodos de expansión y retroceso (su punto culminante en cuanto a extensión lo alcanzó a finales del Siglo XIX, cuando comprendía 22.800.000 km2 frente a los 22.400.000 km2 de la URSS), la Rusia zarista había aumentado sus dominios durante siglos a la par que crecía su población y aprovechaba los grandes vacíos de Siberia, la abundancia de ríos navegables -o transitables en trineo cuando se congelaban- y la ausencia de grandes enemigos que se opusieran a su avance.

Es así como una Rusia que ve su origen en las victorias del príncipe Dmitri Donskói frente a los mogoles de la Horda de Oro, nace ya obsesionada con la acumulación de cuantos más territorios que sirvieran de colchón frente a nuevas invasiones invasiones. Además de esta obsesión por la seguridad fueron el núcleo eslavo del país y el cristianismo ortodoxo (sustituido temporalmente por el Comunismo) las señas de identidad de un proyecto imperial que murió en 1989-1991 y que, frente a la recuperación que muchos quieren ver, por el momento es imposible que continúe adelante pese a los anhelos eurasianistas o el fuerte nacionalismo que el régimen de Putin ha vuelto a infundir en la sociedad rusa.

La Federación Rusa, que sin duda conservó la parte del león del antiguo poderío soviético, es sin embargo mucho más débil de lo que lo fuera la URSS en cualquier momento posterior a la Segunda Guerra Mundial. Lo que es peor, si atendemos a las lecciones de la obra magna de Paul Kennedy “Auge y caída de las grandes potencias”, difícilmente volverá a tener un papel principal pues su poder relativo es cada vez menor, en comparación con el de las potencias que la rodean. No fueron solo los 5 millones de kilómetros cuadrados y los 140 millones de habitantes que se dejó por el camino, con todo lo que ello supuso en términos de PIB o la pérdida de ese colchón de seguridad que conformaban las repúblicas de Europa del Este o de Asia Central y que permitían la defensa del corazón de la URSS (que efectivamente era la RSFS de Rusia), no.

La pérdida iba mucho más allá de los números y se traducía en activos concretos como los puertos del báltico, la capacidad de fabricar componentes críticos como motores navales o turbinas de aviación, de algunas oficinas de diseño, de centros de investigación, de nodos de transporte, estaciones de radar, fábricas de carros y así hasta donde queramos llegar, pues la lista es interminable y va mucho más allá de lo militar. De hecho, las mayores pérdidas afectaron a la economía civil, en tanto buena parte de la producción de todo tipo de bienes se llevaba a cabo en las repúblicas de Europa del Este, que poseían muchas de las factorías y empresas más productivas del entramado económico soviético, así como un nivel de vida más alto y con las que se rompieron buena parte de los lazos tras la disolución del CAME (Consejo de Ayuda Mutua Económica).

Es cierto, por otra parte, que la Federación Rusa es un ente mucho más homogéneo de lo que nunca pudo ser la URSS y, en este sentido, es más sencillo de manejar, como ha demostrado de forma brillante Vladímir Putin, recurriendo al nacionalismo. Con todo, la Federación Rusa de hoy no deja de ser un estado con graves desequilibrios internos. Su pirámide demográfica nos habla a las claras de la terrible crisis posterior al colapso soviético, aunque la caída de la tasa de crecimiento había comenzado mucho antes, concretamente en los 60, acelerándose en la segunda mitad de los 80. No solo no se han recuperado, sino que la falta de nacimientos en los últimos dos decenios ha impedido encontrar un número suficiente de reclutas para alimentar a las Fuerzas Armadas.

A la vez, los problemas de salud pública son notorios, con el alcoholismo y el tabaquismo constituyendo auténticas plagas, un sistema de salud y de atención sociosanitaria deficiente y la esperanza de vida sufriendo un bache, especialmente en el caso de los varones, del que sólo ahora comienzan a recuperarse. La población es de 146 millones de habitantes tras la anexión de Crimea, frente a los 293 millones con que contaba la URSS en 1991 y, lo que es peor, frente a los 325 millones de los EE. UU., los 1.400 millones de la RPC, los 1.372 de India o los 513 de la Unión Europea. Eso por no hablar de su distribución y composición étnica, que darían para artículos enteros y son muy preocupantes para los intereses del Kremlin.

Otro tanto ocurre a propósito de la economía. Rusia posee un PIB (PPA) de 4.168.000 millones de dólares, frente a los 27.331.000 de China o los 21.344.000 de los EE. UU. según el Fondo Monetario Internacional. Por fortuna, esta es cada vez menos dependiente del sector primario, pese a la errónea percepción que la mayoría tiene del país. Por otra parte, la actividad sigue estando demasiado concentrada en unas regiones en detrimento de otras y el efecto de las sanciones internacionales tras la intervención en Ucrania se ha hecho notar, aunque ya ha comenzado la recuperación. En cualquier caso, su capacidad económica y financiera no tiene nada que ver con la de la URSS en su momento y el dinamismo del sector servicios no basta para compensar los graves retrasos los sectores más relevantes de cara al futuro, desde la robótica a la inteligencia artificial y de las nanotecnologías a las telecomunicaciones, en donde es un actor irrelevante a nivel global.

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