El desafío de Rusia a Occidente

Apuntes sobre la nueva Guerra Fría

Rusia no puede concebirse a sí misma de otra forma que no sea como imperio. Después de los colapsos de 1917 y 1991, busca la forma de compaginar este «destino especial» con su debilidad frente a Occidente y su escaso atractivo de cara a los países que un día fueron sus satélites, cuando sus posesiones. Sin necesidad de depredar territorios vecinos actúa de forma pragmática mientras intenta presentarse como una alternativa a un Occidente que considera decadente e hipócrita.

El 9 de junio de 2014 cuatro bombarderos Tupolev Tu-95MS fueron detectados por el Mando de Defensa Aerospacial de Norteamérica (NORAD) en el extremo occidental de las islas Aleutianas. Dos cazas F-22 Raptor fueron enviados a interceptar los aviones rusos, tras lo que dos de los cuatro Bear dieron media vuelta. Los dos restantes sobrevolaron el Pacífico hasta acercarse a 50 millas de la costa de California, en donde fueron interceptados nuevamente, esta vez por una pareja de F-15 Eagle. El 29 de octubre de aquel año, el mismo día que terminaba el ejercicio de mando y control Global Thunder 15 de la USAF, un total de diecinueve aviones de la Fuerza Aérea Rusa fueron interceptados por cazas de Noruega, Portugal y Turquía. El día anterior siete aviones rusos habían sido interceptados en el Mar Báltico por aviones portugueses y alemanes que formaban parte de la Misión de Policía Aérea en el Báltico de la OTAN.

Todas estas informaciones, recibidas en tan escaso margen de tiempo nos devolvían a la cabeza aquellas escenas de bombarderos rusos interceptados y fotografiados por aviones de la OTAN sobre el océano, tan propias de la Guerra Fría. Y así, también, Rusia volvía nuevamente al mapa de las preocupaciones militares, después de una época de falsa tranquilidad, en la que la competición entre potencias parecía cosa del pasado. Lo que es más, en el último lustro su órdago a un Occidente que siente que le acorrala y que sin embargo considera como decandente, ha ido mucho más allá de lo militar, en donde sabe que no puede oponerse a la OTAN, hasta alcanzar aspectos políticos, diplomáticos e incluso morales, como veremos.

Después de la crisis de Ucrania de 2014, Occidente ha entrado sin duda en una nueva era en sus relaciones con Rusia. La invasión de Crimea y su posterior anexión a través de un discutido referéndum fue el primer caso de expansión territorial vivido en Europa desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Pero si el posterior conflicto armado en la cuenca del Donbáss creó dudas sobre el papel de Rusia en un orden internacion en el que los EE. UU. estaban en retirada, la intervención militar en Siria que arrancó el 30 de septiembre de 2015 supuso otro nuevo hito: la primera intervención de Moscú fuera de las fronteras de la antigua Unión Soviética después del fin de la Guerra Fría y, por encima de todo, la constatación de que el país euroasiático estaba «de vuelta» en la competición internacional, después de dos décadas en las que su política exterior ha dado varios bandazos, tratando de acercarse a Occidente primero y buscando su propio camino posteriormente, tras salir escaldada.

Los líderes de Occidente y Rusia han procurado lanzar mensajes tranquilizadores dejando claro que no hemos entrado en una Nueva Guerra Fría y que, por tanto, aún estamos a tiempo de evitar las peores consecuencias de ese hipotético escenario. Durante la cumbre anual de la OTAN que tuvo lugar los días 8 y 9 de julio de 2016 en Varsovia, el secretario general de la organización afirmó que que “no queremos una nueva Guerra Fría” y que la “Guerra Fría es historia y debería permanecer en la historia”. Por supuesto, las declaraciones públicas suelen ir por un lado y los hechos por otro y, en este sentido, lo acaecido en Polonia no fue una excepción: En esa misma cumbre se decidió el despliegue de cuatro unidades multinacionales en Polonia y las tres Repúblicas Bálticas bajo el nombre “Enhanced Forward Presence”. Dos años más tarde, la US Navy anunció sus planes para reactivar su II Flota para el Atlántico Norte, como respuesta ante un inusitado incremento de la actividad rusa en la zona. La paradoja es que la mejora de las relaciones con Rusia fue siempre un objetivo declarado de los sucesivos gobiernos estadounidenses. Así que la actual situación en las relaciones entre ambos estados sólo puede entenderse como la historia de un desencuentro.

Vladislav Zurkov, ideólogo de la democracia dirigida rusa.

La segunda caída del Imperio Ruso

Tras la disolución de la Unión Soviética, Rusia esperaba mantener su hegemonía como la primera entre iguales dentro de la comunidad de países ex-soviéticos y obtener garantías occidentales de que la transición política en la República Democrática de Alemania no condujera a la unificación de una revigorizada Alemania dentro de la OTAN. Sus temores tuvieron cierto eco en Francia, pero los acontecimientos se llevaron por delante las aspiraciones rusas. Todas las garantías a las que aspiraba Moscú fueron saltando por los aires. La República Federal Alemania absorbió a la República Democrática Alemana sin renunciar a su pertenencia a la OTAN. Los militares rusos desplegados en la Alemania oriental hicieron las maletas para volver a casa y los arsenales del Ejército Popular Nacional fueron liquidados para terminar en países como Suecia, Turquía o Uruguay.

Una gran diferencia entre Rusia y el resto de países ex-comunistas es que no hubo una ruptura con el pasado comunista. De esta forma, en Rusia no se disolvió el KGB de la misma manera que en otras ex-repúblicas soviéticas, sino que se utilizaron buena parte de sus activos y agentes para formar el nuevo FSB. Tampoco sus archivos fueron abiertos como sí sucedió con la Stasi de la República Democrática Alemana o la Securitate de Rumanía. En el fondo, existió una “continuidad imperial” entre la URSS y la Federación Rusa que a muchos se les escapa cuando hablan de “los fantasmas de la Guerra Fría”. No se trata de que Putin y la actual Rusia tengan reflejos propios de la época soviética -algo que podría entenderse dado su pasado y su educación-, sino que existe una continuidad histórica entre el imperialismo zarista, el posterior imperialismo soviético (que trató entre 1918 y 1940 de recuperar los dominios zaristas perdidos) y el nuevo nacionalismo ruso, que hasta el momento sólo ha podido desgajar fragmentos de otros países, pero que anhela recuperar, al considerar como suyos, muchos de los territorios que desde 1991 quedaron fuera de las fronteras rusas, por más que los líderes rusos sean conscientes de que la actual Rusia está a años luz de las anteriores.

La Rusia de los años noventa quedó marcada por la debilidad económica que grabó a fuego en la memoria del pueblo ruso las reformas de mercado con la caída del nivel de vida y el enriquecimiento súbito de unos pocos en un sistema económico y político construido con el apoyo occidental. La debilidad del modelo supuso también que Rusia careció de un modelo atractivo que ofrecer a los países de su entorno. En palabras de Zbigniew Brzezinski, en aquel entonces “Rusia no era lo suficientemente fuerte desde el punto de vista político como para imponer su voluntad y no era lo suficientemente atractiva desde el punto de vista económico como para seducir a los nuevos Estados”.

Por supuesto, tampoco desde el punto de vista militar tenía fuerzas con las que contrapesar a Occidente. Tras la caída del comunismo, los países incorporados por la fuerza al imperio soviético se alejaron de Moscú en desbandada. Sólo Bielorrusia, férreamente dirigida por Aleksandr Lukashenko ha mantenido una relación privilegiada con Moscú, aunque no haya apoyado la invasión de Crimea. Armenia, por su parte, se ha mantenido como aliada por su necesidad de un valedor en su conflicto con Azerbaiyán en el Alto Karabaj. Para colmo, el colapso financiero de agosto de 1998 obligó al gobierno ruso a a devaluar la moneda, declarar un impago de las deudas nacionales y aprobar una moratoria de pagos a los acreedores internacionales. En la primavera de 1999, mientras caían las bombas de la OTAN sobre Serbia, Rusia negociaba un préstamo con el Fondo Monetario Internacional. Rusia no tuvo así margen de maniobra para evitar la intervención de la OTAN en Kosovo.

Posteriormente la invasión estadounidense de Afganistán tras los acontecimientos del 11-S llevó a un acercamiento entre Washington y Moscú. La nueva agenda internacional centrada en la lucha contra el terrorismo dio pie al gobierno de Putin para presentar la situación en el Cáucaso, donde se vivía la Segunda Guerra Chechena, como otro episodio más en la Guerra Global contra el Terror. La intervención estadounidense en Afganistán repetía en cierta forma las anteriores necesidades estratégicas de Moscú que llevaron a la invasión soviética del país, al tratar de impedir que se convirtiera en un foco de desestabilización para toda la región. Esta buena sintonía hizo, por ejemplo, que el 26 de noviembre de 2001 aterrizara el primero de los aviones que estableció un puente aéreo con el aeropuerto de Bagram para desplegar un hospital de campaña del Ministerio de Emergencias ruso. Pero el “momento unipolar” estadounidense disipó ese fugaz acercamiento.

En marzo de 2003 Estados Unidos invadió Iraq, un aliado relevante de Moscú hasta la caída de la Unión Soviética. En junio de 2004 la Cumbre de la OTAN en Estambul dio la bienvenida a las tres repúblicas bálticas, los tres primeros países ex-soviéticos que entraban en la alianza. También se incorporaron Rumanía, Bulgaria y Eslovaquia, con lo que lo que antaño había sido el glacis defensivo de la Unión Soviética desde el Mar Báltico al Mar Negro se convertía ahora en un cinturón de países aliados de Washington.

En el caso de las Repúblicas Bálticas, se trataba de un esfuerzo deliberado por alejarse de la órbita de Moscú. Habían formado históricamente parte de la Hansa y tan pronto cayó la URSS estrecharon lazos con los países escandinavos, volviendo a su ser tradicional. Desde la perspectiva de Moscú era incomprensible que aquellas tres repúblicas ingratas se marcharan para crear tres “paisitos”. Haciendo más daño en la herida, aquellos países se lanzaron en brazos de Estados Unidos para garantizar su soberanía. Al entrar en la OTAN, lo que para los países candidatos era una maniobra defensiva, para Moscú se convirtió en una fase de expansión agresiva de la Alianza.

Con la incorporación a la OTAN de Lituania, Letonia, Estonia, Polonia, la República Checa, Eslovaquia, Rumanía y Bulgaria, además de las alianzas de Washington con Georgia, Azerbaiyán y algunos gobiernos ucranianos, el antiguo escudo soviético que protegía Rusia se convirtió en lo opuesto; un “cordón sanitario” que la aislaba. Así, Ucrania se convertiría en el terreno de juego en el que se dirimiría parte de esta disputa geopolítica. No debe olvidarse que sin Ucrania, Rusia queda más lejos de Europa y sus aspiraciones imperiales sólo pueden orientarse hacia Asia. En 2005 comenzaron los contactos para la instalación en suelo europeo de un sistema de protección frente a los misiles balísticos. Las negociaciones formales arrancaron en 2007, tras un periodo de consultas con el gobierno ruso.

El plan de Washington era instalar los radares de alerta en suelo checo y las lanzaderas de misiles en suelo polaco. El propósito declarado era que el sistema antimisil sirviera de protección frente a Irán, aunque en Rusia temían que pudiese limitar la efectividad de sus fuerzas estratégicas, salvaguarda última de su estatus de gran potencia.

Después de la disolución de la Unión Soviética, lo que Vladimir Putin consideró como “la mayor tragedia geopolítica del siglo XX”, Rusia pasó primero en la década de los 90 por un período de pausa estratégica mientras se consolidaba el Estado, se transformaba la economía y la atención del país estaba volcada en un conflicto interno como el de Chechenia. Superada esa fase, el país ha vuelto su mirada al exterior, en la búsqueda de la consolidación de una esfera de influencia en el “extranjero cercano”.

La conclusión es que Rusia ha orientado su relación con Occidente sobre la base de unos agravios, reales o imaginados, lo mismo da, que en Occidente fueron ignorados o minusvalorados tras la gran fiesta del fin de la Guerra Fría en la que supuestamente todos salieron ganando bien en libertad, bien por los «dividendos de la paz», bien por haber quedado como única superpotencia. La expansión de la OTAN se hizo para ofrecer garantías a países como Polonia y las Repúblicas Bálticas, generando un dilema de seguridad clásico. Las medidas defensivas de esos países para anclarse a Occidente, sin embargo, fueron percibidas por Rusia como un amenaza.

La mezcla de religión, nacionalismo y amenazas externas como elemento aglutinador de la población no es, desde luego, un invento ruso. Sin embargo, está siendo llevado hasta el extremo por el Kremlin tanto para legitimar su sistema político, como para promover una imagen externa diferente de la de Occidente y en la que los valores juegan un papel esencial.

La Rusia de Putin

En agosto de 1999 Vladimir Putin se convirtió en el primer ministro de Rusia mientras Boris Yeltsin ejercía todavía de presidente, ya con una salud muy quebrada. Pocos meses después, el 31 de diciembre de 1999, Yeltsin dimitió, por lo que, de acuerdo con la Constitución rusa, el primer ministro pasó a ocupar la presidencia del país hasta la celebración de elecciones. Aunque Putin apoyaba públicamente al partido político Rusia Unida, decidió presentarse por su cuenta, como candidato independiente, a las elecciones presidenciales de marzo del año 2000, eso sí, con el respaldo del aparato estatal y la oligarquía. En ellas, Putin logró ser elegido presidente de Rusia con el 53% de los votos en la primera ronda (mientras que el segundo candidato, Gennadii Ziuganov, obtuvo tan solo un 29%). Desde que pasó a la esfera política, Putin ha logrado en sus sucesivos mandatos un índice de apoyo entre la población rusa siempre superior al 60%, logrando de media un 72% y obteniendo un 81% en noviembre de 2006, como nos explica Bill Bowring en su estudio “The Electoral System of the Russian Federation”, publicado por el Parlamento Europeo. Esta alta popularidad de Putin se explica gracias a distintos factores:

  • Una mayor concentración de poder en la figura del presidente ruso.

  • El fuerte control de la opinión pública a través de los medios de comunicación.

  • La inexistencia de una oposición política.

  • El logro de la estabilidad y el orden en el país.

  • La potenciación de la identidad nacional.

  • La recuperación del posicionamiento de Rusia en el ámbito internacional.

  • Una mejora de las condiciones económicas a nivel general (a pesar de las desigualdades sociales existentes).

  • La centralización del poder territorial (en detrimento de la independencia con la que se regían los entes federales).

  • La disminución de la influencia política que ejercían los oligarcas a cambio de protección a la iniciativa privada y privilegios como el acceso a los recursos del Estado.

El ascenso de Putin al poder estuvo impulsado por varias personalidades rusas (aparte de poderosas figuras como Yeltsin y del magnate que le ayudó a financiar su campaña, Boris Berezovsky), tales como los propagandistas rusos Vladislav Surkov y Gleb Pavlovsky, entre otros. Estos dos últimos (que entran en la categoría de tecnólogos políticos) trabajaron con Yeltsin y ayudaron a aupar a Putin a la Presidencia del país mediante una campaña de influencia llamada Operación Sucesor (preemstvennost), en la que profundiza Whitney Milam en “Who is Vladislav Surkov?”.

Como subrayan Michael Weiss y Peter Pomerantsev en “The Menace of Unreality: How the Kremlin Weaponizes Information, Culture and Money”, estos tecnólogos políticos crearon un nuevo tipo de autoritarismo sirviéndose de sus amplios conocimientos en manipulación mediática. Uno de sus grandes éxitos como expertos en el ámbito de la comunicación y las relaciones públicas fue, precisamente, transformar a Putin en el hombre fuerte que Rusia necesitaba mediante la influencia que ejercía la televisión sobre la población rusa. De este modo, consiguieron convencer a los conciudadanos de que no había ninguna alternativa política a Putin. Mejor aún, lograron que nuevos términos como democracia soberana fuesen aceptados como algo normal.

El término democracia soberana (suverennaya demokratia) fue afianzado por el ideólogo y propagandista ruso Vladislav Surkov durante un discurso dado en 2006 para referirse al sistema político imperante en la Rusia de Putin. A pesar de que numerosas fuentes de información indican que Surkov fue la persona que acuñó dicho término, existen referencias anteriores a 2005 donde ya se señala que el Kremlin escogió ambas palabras como “un nuevo nombre comercial para designar el desarrollo político centralizado y tutelado”. De hecho, se considera que el término “soberana” es sinónimo de acepciones usadas con anterioridad para describir al sistema político ruso, tales como “controlada”, “gestionada” o “tutelada” (en inglés, managed), como nos enseña Nikolay Petrov en “From Managed Democracy to Sovereign Democracy: Putin’s Regime Evolution in 2005”. Los principios en los que se basa esta democracia soberana son tres:

  • Incremento y refuerzo del poder de la figura del presidente ruso en detrimento del de las instituciones públicas.

  • Manejo de los medios de comunicación para que sigan la línea propagandística marcada por el Kremlin.

  • Control sobre los procesos electorales y de la oposición política.

El CIDOB, en un artículo de 2010 titulado “La estructura política de la Federación Rusa”, nos explica que se trata de un concepto que permite al Gobierno ruso definir su propia versión de “democracia”, bajo la que se considera que los objetivos nacionales están por encima de los derechos humanos y libertades del individuo. A través del término “soberano”, el Gobierno ruso establece que él es el único con capacidad para determinar las peculiaridades del tipo de democracia que se instaure en su territorio, distinta de la occidental.

De este modo, ningún otro Estado puede poner en entredicho el sistema político ruso, ya que, de ser así, se consideraría una intervención inaceptable en los asuntos domésticos del Kremlin. En consecuencia, el régimen político por el que se guía la Federación de Rusia suele ser catalogado como híbrido, ya que se deriva de la mezcla de elementos democráticos con otros más autoritarios.

El concepto de democracia soberana no puede entenderse sin hacer alusión a otras dos nociones que caracterizan el régimen de Putin: el llamado poder vertical (vertikal’ vlasti) y la dictadura de la ley (diktatura zakona). De hecho, para entender el sistema político ruso en profundidad, es a su vez necesario comprender que estos tres elementos se complementan y refuerzan entre sí y, por supuesto, la forma en que lo hacen.

La estructura del poder vertical fue incluida en la Constitución de 1993, por la que se establecieron tres niveles de Gobierno: federal, regional y local. Cuando Putin llegó al poder, uno de sus primeros objetivos fue evitar que los entes federales o regionales que conformaban la Federación de Rusia siguiesen gozando, como en la época de Yeltsin, de tanto poder a nivel local y de capacidad de actuar con independencia del Kremlin, algo que había frustrado muchas de las políticas de Moscú llegando a paralizar en la práctica la Administración. En consecuencia, los gobernadores dejaron de ser elegidos por el pueblo para pasar a ser designados por el propio Vladímir Putin, eso sí, con la aprobación de la asamblea legislativa local, cuya mayoría estaba conformada, como es lógico, por miembros afines al Kremlin. De este modo, el Presidente ruso se garantizaba para sí mismo el control de los entes locales al escoger a gobernadores leales al régimen, logrando una mayor centralización del poder.

En consecuencia, en el nivel federal se encuentran las tres ramas del poder: ejecutivo, legislativo y judicial. En la rama ejecutiva, se encuentra el presidente ruso, que es el jefe de Estado, y el Primer Ministro, que es el jefe del Ejecutivo. La rama legislativa la compone la Asamblea Federal, conformada por dos cámaras: Duma (que equivaldría al Congreso de los Diputados en España), compuesta por 450 asientos, y el Consejo de la Federación (el Senado), compuesto por 178. Por último, en la rama judicial, se encuentra el Tribunal Constitucional. Lo que no se establece, a diferencia de lo que ocurre en cualquier país democrático, son los contrapesos que hacen que unos poderes equilibren y auditen a los otros, haciendo imposible, precisamente, la concentración.

El concepto de poder vertical implica que el ejecutivo no está suficientemente sometido al control por parte de los poderes legislativo y judicial. Además, dentro de la estructura vertical, la Iglesia Ortodoxa y las fuerzas armadas y de seguridad se erigen como instituciones clave, algo de lo que nos habla Armando Chaguaceda en “The Putin system: Authoritarianism today”. No obstante, Antonio Sánchez Andrés nos indica en un artículo para el CESEDEN titulado “La proyección económica internacional de Rusia. Influencia de la nueva Rusia en el actual sistema de seguridad” que la “verticalización del poder sólo ha funcionado de manera parcial” debido a que, por un lado, el Ejecutivo ha fracasado a la hora de ejercer el suficiente control sobre los gobernadores y, por otro, a la imposibilidad de frenar la corrupción a nivel estatal.

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