Dentro del elenco más amplio de las estrategias híbridas, la zona gris está adquiriendo un gran protagonismo, debido a que puede ser empleada para influir de modo decisivo en el ámbito geopolítico. Rusia está en boca de todos como uno de sus principales avaladores. En este artículo desentrañamos las razones y los medios empleados, incluyendo varios casos reales. La zona gris hace referencia a uno de los diversos escenarios en los que los actores internacionales persiguen sus objetivos. Sobre todo, los Estados, aunque es factible su empleo por parte de actores protoestatales (warlords, grupos terroristas con aspiraciones de control territorial, como Hezbollah o DAESH, e incluso estructuras políticas subestatales). La zona gris presenta ciertos resabios de la añeja political warfare, propia de la Guerra Fría. La filosofía subyacente es presionar a los rivales geopolíticos, pero sin forzar un casus belli, aunque en muchas ocasiones se juegue al límite de esa eventualidad: en el filo de la navaja. De ahí que se suele decir que, aunque (relativamente) moderada en sus formas, la zona gris sea agresiva en sus fines. Volveremos sobre ellos en los próximos párrafos.
La zona gris, un tema que hemos tratado en nuestro Número 5, suele ser concebida dentro de un conjunto, más amplio, de estrategias o de amenazas híbridas. La principal característica de todos los conflictos híbridos, en su espectro más amplio, es el papel cada vez más reducido de las fuerzas convencionales o regulares, en comparación con lo que era frecuente en las guerras clásicas. La “hibridación” implica, por lo tanto, que los actores internacionales movilizan en dichos conflictos una amplia panoplia de recursos (diplomáticos, económicos, sociales, culturales, mediáticos, cibernéticos, etc) e incluso, llegado el caso, sus contactos con actores armados transnacionales que operan al margen de la ley, como el crimen organizado o el terrorismo, y que lo hacen otorgándoles un peso superior al de las propias fuerzas armadas.
Ahora bien, una cosa son las estrategias o amenazas híbridas, y otra las guerras híbridas, en el sentido estricto de la expresión (hybrid war). De manera que las guerras híbridas sí son diferentes de las zonas grises (gray zone). En el caso de las guerras híbridas, y sin perjuicio de que sean movilizados los recursos indicados en el párrafo anterior, las fuerzas armadas juegan un papel activo en el desarrollo de una guerra abierta; Dicho con más claridad, si cabe: combaten en el escenario del conflicto. Además, se trata de un tipo de guerra que, según los principales expertos en la materia, como Frank Hoffman, incluye episodios propios de la guerra de guerrillas, pero también conoce el empleo de unidades y armas convencionales.
Por el contrario, la zona gris no es un tipo de guerra sino, más bien, un tipo de paz (la diferencia es sustancial). Es decir, se plantea cuando no existe una guerra abierta (ni siquiera en su formato híbrido). De hecho, se plantea, al menos en principio, para alcanzar objetivos similares a los que normalmente exigen una guerra, pero sin que ésta llegue a estallar. De este modo, ciertamente, la zona gris es una paz intencionadamente polemológica, de carácter conflictual, y permanece alejada de los criterios de buena fe que teóricamente presiden las relaciones entre Estados en la sociedad internacional en tiempos de paz. Pero su razón de ser estriba en que la potencia que la genera trata de erosionar el status quo (regional, o mundial) sin cruzar esas líneas rojas que suelen provocar la reacción militar de los Estados defensores de ese mismo status quo.
Por ello, quien establece una zona gris fuerza la situación, pero no lo hace hasta el extremo de provocar una guerra. Al menos, ésa es su intención. Es más, al emplear la zona gris y mientras nos situemos dentro de esos parámetros, se puede dar una situación paradójica: en caso de que alguna de las potencias defensoras del orden establecido decida reaccionar empleando la fuerza, ocurrirá que, a ojos de buena parte de la sociedad internacional (y, con casi toda seguridad, del derecho internacional), esa potencia, que en el ejemplo propuesto vela por la estabilidad y por restaurar ese orden establecido… sea considerada como la agresora. A eso lo podríamos denominar como la “trampa de la zona gris”.
Puede decirse que la zona gris que goza de más éxito es la que permite a los Estados revisionistas hacerse con objetivos de alto valor estratégico, sin disparar un solo cañonazo. ¿De qué objetivos se trata? En la literatura especializada se contemplan tres casos principales: provocar (o contribuir a provocar) la independencia de una parte de un Estado al que se desea debilitar; lograr la anexión (total o parcial) de un territorio perteneciente a otro Estado, o de un Estado hasta ese momento independiente; o contribuir decisivamente a la caída (o al mantenimiento) de regímenes o gobiernos, a fin de que esos regímenes o gobiernos accedan a las peticiones de la potencia generadora de la zona gris. Entre los ejemplos más socorridos de estos casos suelen citarse el apoyo francés a la independencia de las colonias británicas de América (finales del siglo XVIII); el Anchsluss austríaco (1938, con referéndum incluido); o la injerencia rusa en las presidenciales checas de 2018 (en beneficio de Zeman, y ante la promesa de un “Czexit” que, emulando al principio el ejemplo británico respecto a la UE, afecte también a la OTAN).
De todos modos, aunque la frontera teórica que distingue la guerra híbrida de la zona gris esté clara, no cabe descartar que la generación de una zona gris acabe dando pie a una guerra híbrida. Dicho con otras palabras, aunque conceptualmente la zona gris aparezca como una alternativa a la guerra híbrida, también puede convertirse en una preparación para una guerra futura. En el ejemplo citado del nacimiento de los EEUU se dio esa circunstancia: aunque los franceses alimentaron la enemistad entre los británicos de ambos continentes, cuando se vio que la narrativa revolucionaria de los ilustrados galos, el dinero y el comercio, no fueron suficientes, esa zona gris se convirtió, sin solución de continuidad, en una guerra híbrida con la consiguiente participación, sobre el terreno, de fuerzas irregulares, pero también convencionales. En todo caso, es probable que el esfuerzo de Francia, ante y durante el conflicto armado subsiguiente, contribuyera al desenlace final del conflicto armado.
Por consiguiente, los Estados que optan por esta estrategia, lo hacen a sabiendas de que la zona gris puede ser un fin en sí mismo (alcanzando directamente los objetivos pergeñados) o puede ser un medio que, en el futuro, allane el terreno a una victoria en una guerra abierta. Por ese motivo, se trata de una estrategia seductora: permite erosionar a terceros asumiendo un precio relativamente bajo (un coste, sobre todo, reputacional, en la medida en que esas tentativas sean identificadas y denunciadas), generando una magnífica relación coste-beneficio para quienes las instigan.
Finalmente, tenemos que recordar, a grandes trazos, que la zona gris basa su eficacia en la presencia de varias herramientas indispensables, como un relato o narrativa adaptado al tipo de reivindicación que se plantea en cada caso; unos medios adecuados para su divulgación (que a día de hoy debe incluir las redes sociales); una serie de medidas de presión e incluso de coerción económica (“guerrilla” económica); la movilización de civiles, a modo de protagonistas principales de este escenario (ya sea mediante apoyo masivo en las calles, o ya sea empleando funcionarios civiles, en vez de militares, para desarrollar ciertas provocaciones); así como cierto rol, menor (en comparación con los anteriores) de las fuerzas armadas. Sin que ese rol suponga su implicación directa y abierta en operaciones de combate en suelo enemigo. Pensemos en el papel que pueden jugar unidades de inteligencia, o de operaciones especiales, normalmente a través de operaciones clandestinas, e incluso secretas. O pensemos en el papel que pueden jugar, a modo de presión, pero también de preparación en caso de escalada, las fuerzas convencionales del Estado que genera la zona gris estacionadas (o desarrollando maniobras) allende las fronteras del territorio en el que se ha establecido la zona gris.
El contexto de la Zona Gris: Gerasimov
Cuando el general ruso Valeri V. Gerasimov (actual jefe del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas de Rusia) establece lo que para algunos es una doctrina, y para otros apenas una advertencia acerca del cariz que están tomando los conflictos del siglo XXI, no lo hace empleando el concepto de zona gris. Pero de sus palabras se deduce, como mínimo, que se acerca mucho a la idea subyacente en el mismo. De hecho, al menos en la primera versión de su aproximación a este fenómeno -producida en 2013- Gerasimov ni siquiera era muy receptivo a la noción de guerra híbrida, a la que también consideraba demasiado occidentalizada. Pero en versiones posteriores de su propia tesis -sobre todo, a partir del año 2016- sí que hace referencia a que estaríamos ante algo así como conflictos “híbridos” que, lejos de ceñirse a lo que Frank Hoffman define como guerras híbridas, responden a la panoplia más amplia de lo que aquí hemos definido como estrategias o amenazas híbridas.
Sea como fuere, las cuestiones que Gerasimov plantea son que en las guerras contemporáneas la importancia de los medios no militares excede en mucho a la que mantienen los militares (lo cual se corresponde bien con una idea, más o menos vaga, de guerra híbrida), así como que la diferencia entre guerra y paz tiene a diluirse, en medio de una creciente ambigüedad de los fines perseguidos (ya que no siempre se manifiestan de modo explícito, desde el inicio de estas estrategias) así como de los medios empleados para ello (lo cual se acerca más a la idea de zona gris).
Pero la reflexión que ahora interesa traer a colación es que, a ojos de Gerasimov, es occidente, liderado por los EEUU, quien ha tomado la iniciativa en estos menesteres. Es decir, las primaveras de colores, o las árabes, no serían otra cosa que la puesta en escena de una estrategia que los principales Estados occidentales habrían orquestado para cambiar el mapa de Europa, así como el de la zona MENA (Middle East; North Africa) en contra de los intereses geopolíticos de Rusia. Pero sin necesidad de forzar las cosas, utilizando presiones no militares, proxies, etc, para no provocar una guerra convencional entre grandes potencias.
Dicho con otras palabras: Gerasimov sí ve algo muy parecido a una zona gris, pero planteada en contra de Rusia. Con la añadidura de que, tal y como ya hemos planteado en el primer epígrafe de este análisis, este general contempla desde el primer momento la posibilidad de escalada hacia una guerra híbrida. De ahí que los paralelismos entre su aproximación y la que aquí sostenemos sean tan evidentes.
Dicho lo cual, Gerasimov establece un diagnóstico que exige… las terapias adecuadas para combatir la enfermedad detectada. De modo que la actual aproximación de Moscú a este fenómeno tenga mucho que ver con la respuesta rusa, no planteada solamente como profilaxis, sino también como terapia de choque, bastante más agresiva. Por consiguiente, Rusia, lejos de mantenerse a la defensiva, ha optado por perfeccionar la técnica en su propio beneficio, aplicándola a otros escenarios.
En efecto, Rusia se ha convertido, en unos pocos años, en uno de los Estados que más ha trabajado en su propio beneficio el concepto de zona gris (aunque no necesariamente se le asigne este lexema), hasta el punto de que muchas de las acciones desarrolladas en estos escenarios son bastante más elaboradas, diversas e incisivas que las que se pudieran articular desde Washington y alguna que otra capital europea, en los casos usualmente recordados por este general.
Aplicaciones
Una de las principales preocupaciones geoestratégicas de Rusia tiene que ver con las incertidumbres causadas por la implosión de la URSS, en la medida en que una parte sustancial de su extranjero próximo dejó de formar parte de su área de influencia. Con lo cual también dejó de formar parte de su anillo de seguridad. ¿Qué encontramos ahí? El Báltico, Ucrania, Georgia, Asia Central… Aunque, a otro nivel, tampoco podemos omitir lo sucedido con Estados que, tras los acuerdos de Yalta, también habían quedado integrados en la órbita soviética, a través del Pacto de Varsovia (1955). Por lo tanto, la lenta pero inexorable evolución de la OTAN y de la UE hacia el Este también dolió en Moscú, al comprobar con ello que antiguos satélites como la RDA, Checoslovaquia, Polonia, Hungría o Rumanía se iban incorporando a los entramados organizacionales occidentales.
Pero el principio de realidad impedía que Rusia se enfrentara a esos hechos mediante el recurso a las armas. A pesar de la tan mencionada resiliencia rusa, la verdad es que poco queda de ese viejo Imperio. Actualmente, su economía depende en exceso de los hidrocarburos, con una baja productividad y un mediocre I+D+i; su PIB nominal no es muy superior al nuestro; su presupuesto de defensa apenas está al nivel del británico y del francés, mientras que otras potencias, que fácilmente definiríamos como “medias” (Japón, India o Arabia) están llegando a su altura y amenazan con nuevos sorpasos; sus programas militares más afamados, en definitiva, solamente dan de sí para aportar un número reducido de vectores (Su-57 o T-14, por ejemplo), cosa que no se corresponde con las aspiraciones rusas.
Demasiados problemas para avanzar por las arenas movedizas de la guerra. Máxime si ello puede soliviantar al resto de potencias, con los EEUU a la cabeza. Es decir, una cosa es moverse más o menos cómodamente en escenarios híbridos que enfrenten a sus tropas y a sus “contratistas”, con rivales de menor entidad (Chechenia, Donbáss, Siria) y otra muy distinta sería una escalada en la que se involucrara una gran potencia rival. Rusia haría mucho daño, pero sufriría todavía más.
Sin embargo, esas servidumbres no impiden que Rusia pueda devolver, al menos en parte, lo que ante la mirada de Moscú fueron una cadena de provocaciones occidentales, concentradas en esas áreas de influencia. Más bien, esas servidumbres fomentan que Moscú utilice para ello otros expedientes, menos beligerantes. Agresivos, si se quiere, en el fondo; pero blandos en la forma. Incisivos en sus fines, pero ambiguos en lo que concierne a los medios empleados para ello. Es decir, estamos antes la tesitura perfecta para desplegar estrategias híbridas, especialmente en su variante de zona gris. En el fondo, el razonamiento ruso es coherente: occidente dañó los intereses de Moscú de modo discreto, inteligente y pacífico, de manera que Rusia puede (y debe) usar esos mismos medios (discretos, inteligentes y pacíficos) para dañar los intereses occidentales.
El objetivo final del empleo de la zona gris por parte de Rusia es doble: por una parte, debilitar a las instituciones occidentales, así como el liderazgo ejercido por los EE. UU., y, por otra parte, restaurar en lo posible la zona de influencia rusa en el Este de Europa, así como otras zonas limítrofes, en el marco de lo que viene siendo definido como extranjero próximo.
El formato de esas zonas grises es diverso, dependiendo de la situación actual de cada Estado, así como de las vulnerabilidades que puedan ser mejor explotadas en cada caso. Algunas herramientas se repiten con más asiduidad que otras. Y no es fácil encontrar dos casos idénticos, aunque sí amplias similitudes. Notoriamente, las zonas grises admiten una amplia gama de formatos. La flexibilidad es una de sus virtudes. En las páginas siguientes veremos varias de las opciones manejadas por Rusia, así como algunos de los enclaves más importantes, que se ven afectados por estas políticas.
Narrativa y apoyo de la población civil
Aunque las narrativas conocen de matices y adaptaciones locales, desde Moscú se fomenta una identidad eslava, apoyada en la religión ortodoxa y en la lengua rusa. Los componentes (o la dosis) de esta tríada son los que pueden variar, en función de sus circunstancias. Pero en todos los casos se potencia la idea de que estamos ante algo más que un Estado. Abandonada la vieja idea de los Imperios, Rusia se presenta a sí misma como el núcleo de una civilización. Algo que ya formaba parte del elenco teórico de intelectuales occidentales como Samuel Huntington, en su conocida obra «El choque de las civilizaciones» (1997). Nada nuevo bajo el sol, en realidad.
Huntington definía esta civilización como ortodoxa, aunque él deja claro que se trata de un argumento menos teológico que sociológico. La cuestión es que se opone a otras civilizaciones alternativas (occidental, islámica, sínica, etc), así como a sus valores. La iglesia ortodoxa ha jugado un rol importante, en este sentido, allí donde es suficientemente poderosa. En los Estados bálticos o en los Estados de Europa del Este (con mucha influencia católica y no poca secularización) su papel es menor. Pero en Georgia, o en Moldavia, su actividad en beneficio de Rusia ha puesto en alerta a los respectivos gobiernos. De esta manera, las campañas de sensibilización dirigidas a la población georgiana (por citar un ejemplo práctico de esta tendencia), anuncian que, de ingresar en la OTAN, ese país se llenaría de bases turcas (es decir, de musulmanes); o que, de seguir por la senda de sus cada vez mejores relaciones con la UE, ese país sería contagiada por los valores de la civilización occidental, entre los cuales suelen citar los derechos de los homosexuales.
Sea cual sea el detalle de la adaptación del discurso nodal, el mecanismo más usual para aprovechar esa circunstancia es el reparto de pasaportes rusos entre los ciudadanos de los Estados en los que se pretende influir, aprovechando la presencia de minorías pertenecientes a la propia civilización (étnicamente rusas o ruso-hablantes, o ambas cosas a la vez). En muchos casos, los ciudadanos a quienes se dirigen estas acciones las aceptan de buen grado. Pero el patriotismo no es el único móvil. En ocasiones, lo que más desean es conseguir beneficios, como el acceso a ciertos servicios públicos, como es el caso de las pensiones. Mientras que otras veces la aceptación contiene elementos coercitivos. Esto es lo que sucede con la gente de Osetia del Sur y de Abjasia, tras el conflicto de 2008, so pena de ser expulsados de esas regiones, si no acceden de buen grado a aceptar los favores rusos. En todo caso, la política rusa en esas provincias tiene mérito, ya que Georgia es reacia a aceptar casos de doble nacionalidad, de manera que el hecho de hacerse -o no- con un pasaporte ruso, constituye una decisión trascendente para los habitantes de ciertos territorios.
Esta práctica sigue operando en otras zonas del “extranjero próximo”, como en Estonia y en Letonia, además de en Transnistria, en la que más de 1/3 de la población ya dispone de esos pasaportes. Recordemos, además, que esta política funcionó bien en Crimea, antes de 2014, contribuyendo a que, llegado el momento, se pudiera justificar casi cualquier cosa bajo la idea, muy razonable, de que el Kremlin debía proteger los derechos y los intereses de sus ciudadanos, incluso allende las fronteras rusas, máxime cuando se hallan en una zona conflictiva. En el futuro, la ampliación de esta política puede traer otras consecuencias, ya que en Alemania (por ejemplo) residen cerca de tres millones de ruso-hablantes, siendo especialmente numerosos en el territorio que ocupaba la antigua RDA, donde existe población abiertamente prorrusa.
La otra versión del apoyo de los civiles -su participación directa como actores principales de un conflicto- forma parte de la ambigüedad que persigue la zona gris, para evitar de ese modo incurrir en algún casus belli. Los little green men de Crimea no eran civiles, pero sí que se trataba de evitar la sensación de que tropas rusas, no inicialmente presentes en la península, cruzaban la frontera. Los milicianos que combaten en el Donbáss se acercan más al concepto de civil, aunque armados y, probablemente, adiestrados, por militares rusos. Pero el conflicto del Donbas ya ha escalado a una guerra híbrida. Sin embargo, la combinación de lo sucedido en Crimea y en el Donbáss ofrece un veredicto claro: Rusia piensa en (y es perfectamente capaz de) movilizar y armar civiles, dentro de una estrategia híbrida, que avanza, sin solución de continuidad, desde la zona gris a las guerras híbridas, contando con el apoyo y la contribución de servicios de inteligencia y de fuerzas de operaciones especiales, cuando ello sea necesario. Es, en el fondo, el espíritu de Gerasimov.
Operaciones de influencia política
Bajo este paraguas conceptual podemos encontrar acciones de largo recorrido, así como otras de tipo puntual. Entre las primeras, la financiación de partidos o de grupos de interés, que estén dispuestos a alinearse con las aspiraciones geopolíticas rusas; entre las segundas, la injerencia en procesos electorales en los que esté en juego algo relevante para Rusia.
Los ejemplos proliferan. Pensemos en varios partidos de extrema izquierda o de extrema derecha europeos. Es el caso, confirmado, del Frente Nacional francés, que recibió 11 millones de euros en el año 2014. Pero también lo es de su homónimo húngaro, mientras que las sospechas (fundadas) se ciernen sobre varios partidos alemanes, en ambos extremos (especialmente, sobre AfD y Die Linke). ¿Qué se busca con ello? potenciar opciones euroescépticas, de manera que el objetivo último de estas acciones, tan típicas de una zona gris, sean la propia UE (como mínimo) y quizá hasta la OTAN (como máximo).
Entre las influencias de carácter más quirúrgico hallamos la injerencia en elecciones. Uno de los casos más flagrantes se dio en la campaña presidencial checa, a finales de 2017, con el objetivo (alcanzado, por cierto) de asegurar la reelección del prorruso (en su día, pro soviético) Milos Zeman, ya que las encuestas daban como potencial vencedor a un líder alternativo, Jiri Drahos, de talante claramente pro-europeo y pro-OTAN. En cambio, Zeman ha prometido sendos referéndums para sacar a Chequia de la UE y del Tratado Atlántico.
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