En los últimos años se ha venido produciendo un hecho insólito: los infantes occidentales han perdido la superioridad que les ofrecían tanto sus municiones antibalísticas como sus equipos de protección individual más avanzados, debido a la difusión, cada vez mayor, de sistemas de protección corporal de gran eficacia fabricados a gran escala y bajo precio en países como China, Rusia o Ucrania. Cualquiera de las respuestas ante este problema nos sitúa al borde de una revolución que o bien afectará a las municiones, con la adopción de calibres más potentes, bien a la protección, lo que obligará a desarrollar nuevos materiales o ayudas como los exoesqueletos o, más posíblemente, a ambos aspectos.
Todo comienza con una revolución que, fuera de los círculos especializados, no se valora en su justa medida: la introducción prácticamente simultánea del propelente moderno (la pólvora sin humo) y la bala encamisada por Vieille y Rubin en 1882. Eso produjo un salto en las capacidades del infante sin precedentes, dado que a la vez:
- La cadencia de disparo podía aumentar decisivamente, dado que la nitrocelulosa y sus sucesores no producían una densa humareda en pocos disparos que podían obscurecer la visión.
- La velocidad en boca aumentó en más de un 100%, con el aumento de energía cinética consiguiente.
- El alcance aumentó más aún (sobre todo, al adoptar la bala aguzada o spitzer), extendiendo el alcance efectivo de las nuevas armas a distancias inéditas. En el caso de las axim en sus respectivos calibres nacionales, hablamos de más de 1 km.
Anteriormente a esta revolución, los infantes podían marchar en formación hacia el enemigo, someterse a descargas cerradas y asumir que las bajas no alcanzarían niveles catastróficos. Cuando esta revolución se combina con otra aún mayor, la de la artillería y las piezas modernas de retrocarga, tiro rápido y espoleta de impacto, el resultado es conocido por todos. Si en la Guerra de Crimea los batallones y regimientos podían avanzar a campo abierto hasta encontrarse y chocar, el 1 de julio de 1916 ya no era posible: apenas los infantes abandonaban sus parapetos y defensas, caían segados por las balas de las Spandau y los fragmentos de metralla. Los mandos de esos soldados deberían haber tomado nota del efecto de esas armas sobre adversarios coloniales, claro, pero hubo que pagar las lecciones con ríos de sangre.
Esas lecciones produjeron resultados casi desde el principio. Cascos como el Brodie o el Adrian fueron adoptados con extrema premura debido a la horrenda cantidad de bajas que producían los impactos de metralla en la cabeza de los soldados. Ese concepto básico de casco se empleó en los 70 años posteriores, debido a que ofrecían el mayor peso aceptable en acero para proteger los cráneos de los infantes. Esto era suficiente en buena medida para los fragmentos de metralla, debido a que la forma no aerodinámica de los mismos provoca una bajada de velocidad tan considerable que los 0,7mm del Brodie, por ejemplo, eran suficientes para detener cascotes de metralla a relativamente poca distancia del lugar de la explosión. Sin embargo, distaban mucho de poder detener una bala de fusil incluso a distancias muy considerables. No es lo mismo una pieza irregular de metal impactando a velocidades subsónicas, que un cilindro aguzado que vuela de forma estable y cuya punta impacta a velocidades supersónicas.
Con la tecnología de la época se podría haber detenido una bala de fusil. Por ejemplo, 7mm de acero bastarían para detener una bala s.S. 7,92×57 mauser. El problema, como comprobaron los usuarios de los Sappenpanzer (armadura de trinchera alemana de la 1a Guerra Mundial), es que la carga y la rigidez de movimientos que aportaban negaban parte de sus ventajas y las relegaban al uso por parte de centinelas, sirvientes de ametralladora y otros roles defensivos y de poca movilidad. Y todo, esto, tengámoslo en cuenta, para blindajes personales que no protegían completamente al usuario de la munición de fusil.
El caso más extremo, sin duda, fue el Brewster Body Shield. Se trató de un diseño extremadamente rígido de blindaje de cráneo, cara y torso para el infante. Si bien podía resistir disparos de fusil (entendemos que con núcleo normal de plomo y no con núcleo perforante), el problema residía en los dieciocho kilos del señor que se colocaban sobre los hombros del infante. Como se puede comprobar en la fotografía, se trataba de un diseño que aprovechaba tanto la masa de acero como el angulado de las placas, pero lo extremo del diseño impediría el disparo desde un cuerpo a tierra, así como en no poca medida el gateo y hasta cualquier movimiento que no fuera un paso lento y torpe hacia el objetivo. La visión periférica era inexistente, y suponemos que impondría restricciones severas a la audición.
El final de la Gran Guerra certificaría la congelación del modelo de protección personal: el casco sería un equipamiento generalizado en los ejércitos modernos de entonces en adelante, terminando con ello de aceptar la lección pagada con sangre los primeros semestres del conflicto. Se consideraba imprescindible proteger el cráneo de los infantes del impacto de cascotes de metralla e incluso balas de pistola en algunos casos, y su peso era un pequeño precio a pagar a cambio de sus beneficios. Sin embargo, la mayoría de los contendientes no habían experimentado seriamente en situaciones de combate el blindaje para el torso, y las posibles lecciones del sappenpanzer no fueron tomadas en consideración por la mayoría de los ejércitos, ni siquiera para los casos particulares (centinela, sirviente de ametralladora, etc.) con problemas de movilidad mucho menores que los del infante y que habrían agradecido que se dispensara a sus torsos de una protección comparable a la de la cabeza.
Hay que señalar que la lección duradera del conflicto sobre protección de los combatientes se centró en el uso de carros de combate. Un motor de explosión interna proporcionaría junto con cadenas (o ruedas múltiples), la capacidad de carga y movimiento suficientes como para proteger a los tripulantes de impactos de munición de rifle. Por más que el transporte blindado de infantería aún tardaría décadas en madurar, el carro de combate evitaría a la infantería tener que cargar frontalmente en la mayoría de las situaciones, y en ciertos entornos como CQB el carro actúa como barricada móvil, ofreciendo al infante una protección muy completa sin perder agilidad.
La protección que ofrece un carro de combate estaba fuera del alcance para el diseño del blindaje individual, y se primó la agilidad y la rebaja de carga del infante sobre otras consideraciones. Eso sí, había al menos estudios británicos al calor del conflicto que demostraban que posiblemente 3/4 de las bajas podrían haberse salvado de portar algún tipo de blindaje corporal, dado que las más numerosas eran provocadas por los cascote de metralla de la artillería, contra las cuales la tecnología de la época sí que podrían aportar protección eficaz.
Segunda Guerra Mundial: contexto cultural
En el siguiente conflicto algunos contendientes emplearon el blindaje personal para nuevos roles. Posiblemente el caso más conocido de combatiente blindado sean los zapadores del ejército rojo, que si portaban un blindaje Sn-42 estaban razonablemente protegidos en el torso contra impactos del 9×19 y de cascotes de metralla, lo que resultó muy adecuado para las luchas casa por casa y tabique por tabique de Stalingrado. Otros de los roles minoritarios a los que se dotó de blindajes personales fue a la tripulación de bombarderos, a los que se dotó de flak jackets destinados a la protección contra cascotes de metralla de los disparos de la AA pesada. Las lecciones pagadas con sangre se vuelven a aprender, y los norteamericanos son los primeros en experimentar al finales de la 2a Guerra Mundial con nuevos materiales sustitutivos del acero, como fue el caso del Doron, un blindaje a capas basadas en fibra de vidrio que se insertaban como placas rígidas en un chaleco de nylon, alcanzando un peso de 8 kg, poniendo las bases para una protección contra metralla que se generalizaría a una velocidad agónicamente lenta.
Hay quien piensa, y el autor de este artículo se cuenta entre ellos, que el contexto para entender la protección personal hasta hace muy poco tiempo era el del equipamiento individual del infante. El equipamiento individual refleja la doctrina y la valoración cultural del infante en cada época, y de hecho siempre va a incluir tanto una parte racional, como otra simbólica y conectada con el valor que da al infante el decisor del equipamiento individual. Piénsese, por ejemplo, en lo que implicaba la lorica segmentata y sus variaciones para el legionario romano de los siglos I aC a mediados del III dC: además de la lógica inapelable del equilibrio entre protección y movilidad para el tipo de combate en la época, encierra también significados cruciales relativos al valor del legionario como ladrillo para construir el imperio: alejadísimo de conceptos posteriores de “carne de cañón”, el legionario fue indispensable para que Roma fuera lo que fue durante tantos siglos, y la lorica segmentata y su elevado coste reflejaba tanto ese valor y ese contrato entre Roma y el legionario como la honesta missio. Por eso, el hecho de que el blindaje personal en el siglo XX fuera un elemento del equipamiento a considerar en relación a los demás, en lugar de una prioridad absoluta que adelantaría a las demás nos pone ante los ojos a un infante que, con su individualidad subsumida en ejércitos de millones, no era suficientemente valioso ni como ciudadano ni como combatiente entrenado como para priorizar y anteceder su protección elemental respecto a otras piezas necesarias para cumplir con su función. Que no fuera posible detener el impacto de una bala de alto calibre y velocidad no justifica en modo alguno que no se aumentara en lo posible la protección contra otros tipos de impactos comunes en el campo de batalla como pueden ser un fragmento de una granada a la suficiente distancia como para que una protección ligera los detenga o al menos atenúe.
Profundizando en la valoración cultural de la protección individual, hay que tener en cuenta que inicialmente se asoció a la protección de las personalidades. Por ejemplo, Alfonso XIII y Victoria Eugenia salvaron sus vidas en el atentado de Mateo Morral gracias a la protección balística que recubría su carruaje. Resulta especialmente interesante en el sentido de que la protección les cubrió contra la metralla de una bomba y no contra un disparo, y no es menos cierto que esas primeras protecciones eran ciertamente caras al emplear un buen número de capas de seda de primera calidad. Pero parece innegable que, junto al precio, el blindaje individual se asociara a personalidades y por lo tanto no se considerara apto para la, ejem, soldadesca. Es algo parecido al uso clasista de los ascensores hasta bien avanzado el siglo XX, las puertas del servicio, etc., y que se complica con el término “bulletproof/antibalas”. En efecto, la denominación hizo en su momento excesivo hincapié en las balas y, por lo tanto, no se valoró como se debía la protección contra cascotes de metralla. Esta interpretación, por supuesto es inicial y a modo de sugerencia, dado que no se ha validado con una muestra histórica adecuada.
Introducción de los primeros blindajes modernos de materiales compuestos
De hecho, EE.UU. puso a prueba de manera experimental en la campaña de Okinawa un nuevo elemento de protección que marcaría la dirección que seguimos hasta nuestros días: la sustitución del acero por el Doron permitiría la detención de cascotes de metralla a cierta distancia empleando una protección sensiblemente más ligera de lo que sería necesario para su equivalente en acero. P.e., en un artículo de 1953 sobre protección personal ligera, dan cuenta de unas anécdotas en patrulla de combate en Corea muy reveladoras:
“Marine Pfc. Lee Ward, Maplewood, Mo., says the body armor is ‘indispensable.’ He said, ‘On a patrol about a week ago, I had an enemy mortar shell land about ten feet away from me. I picked five pieces of shell fragments out of my vest. Didn’t bother me. Another guy on the same patrol stopped six burp-gun slugs with his jacket. All he got out of it was a couple of bruises.’”
Podemos asumir que esas anécdotas eran un poco escogidas (o, incluso, exageradas). Sin embargo, no eran radicalmente falsas: la nueva protección libraba cuanto menos de parte de heridas que antes implicaban bajas con mucha facilidad y, en no pocos casos, de gravedad: una herida penetrante en el torso, interesando con facilidad órganos vitales o grandes vasos y exponiendo el torso a un ambiente muy séptico. Realmente se trataba de aplicar la lógica multimilenaria de la armadura compuesta: en lugar de una pieza principal, sumar capas y materiales para que, en sinergia, aumenten la protección por encima de lo que se lograría con una pieza homogénea. El resultado era lo suficientemente bueno como para incorporarlo de forma masiva, tan pronto como hubiera financiación disponible, pero como sabemos eso no ocurrió de inmediato.
Otro factor decisivo de cara a la evolución del equipamiento del infante, o de los ejércitos en general, es el peso creciente de la evaluación en tiempos de paz. En otras palabras, es evidente que los conflictos (especialmente los existenciales, o los que están cerca de serlo) son el crisol en el que se forjan las grandes lecciones imposibles de adquirir en tiempos de paz. En los conflictos se ponen a prueba las concepciones y doctrinas y se muestran blanco sobre negro las necesidades. Sin embargo, en el post-conflicto esas enseñanzas tienen que imponerse sobre las concepciones de paz previas y posteriores, y si y sólo si son identificadas como críticas, son asumidas e incorporadas.
Así, la 1ª G.M. demostró suficientemente que casi reciente munición de pólvora sin humo, bala encamisada, calibre superior a 7mm y energía superior a 3000J en boca eran excesivas para las necesidades de los infantes de la época; sin embargo, precisamente como el arma individual del infante pareció perder buena parte de su importancia en campos de batalla dominados por la artillería, los carros de combate y las ametralladoras, tuvo que ocurrir otra guerra mundial para que se aceptara que el rifle individual tenía que migrar a una munición menos energética y más controlable.
Y por cierto, pista para la situación de 2019: “3000J en boca eran excesivas para las necesidades de los infantes de la época”. Una época, las décadas posteriores a 1918, en las que los infantes no portaban blindajes personales capaces de detener sin problemas munición perforante de energías como la citada.
¿Eran necesarias esas nuevas protecciones de material revolucionario? Mejor no hacerle esa pregunta al infante que se integraba en una patrulla, claro. No por nada: no era quien decidía. Parece lícito suponer que no eran suficientemente necesarias, a tenor de lo que tardarían en adoptarse incluso por el ejército con más recursos del mundo. Como indican en el artículo anteriormente citado,
“Doron panels were sewn into standard utility jackets and first used in the last stages of Okinawa in 1944. At the same time, recommendations were made by the Navy to procure 300,000 life jackets with added panels of Doron for use in landing operations. At the close of World War II, the importance of body armor jackets greatly declined.”
En 1953, el autor asumía que ese error se iba a corregir:
“The joint efforts of the military and participating companies of industry have been more than rewarded by the knowledge that these body-armor jackets will return many of our soldiers to their families who otherwise would have been listed “lost in combat.” As of this writing approximately 80,000 to 90,000 Doron jackets have been procured for use in Korea.”
No fue el caso. Entre otras (cuestionables) razones, se arguía que protecciones como la M-1951 no eran capaces de detener balas o incluso cascotes de metralla a muy alta velocidad (o sea, a muy corta distancia de una explosión). Como no se podía detener una bala del 7,62x54R, o poco después una M43 del 7,62×39, no merecía la pena generalizar el uso de lo que se seguía denominando como flak jackets, en recuerdo de las pesadas protecciones que portaban los artilleros de los bombarderos en la 2ª G.M. para protegerse de la metralla con las que les regaban los de abajo con sus FliegerabwehrKanone.
Un problema para los años 50 y 60 era que no resultaba aceptable que dichas flak jackets subieran de peso lo suficiente como para detener el impacto de una bala de subfusil. En el mencionado contexto del equipamiento individual, la protección se contrapesaba con la compatibilidad con el resto del equipamiento del infante y una arbitraria limitación de peso (muy baja para nuestros estándares actuales). Con todo, el valor que ofrecían las protecciones personales de los 60 era suficientemente importante como para que se fueran extendiendo para ciertos roles y unidades, a los que ofrecían una protección razonable contra la metralla y reducían bajas que ya eran objetivamente evitables e innecesarias.
Kevlar. National Institute of Justice
Sea como fuere, la ciencia de materiales no dejó de avanzar y terminó ofreciendo el primero de una serie de materiales revolucionarios: el Kevlar. El Kevlar ofrecía unos valores decisivamente superiores a los del acero (casi 10 veces la resistencia a la ruptura para el mismo peso), por lo que se podía ofrecer protecciones seguras contra el impacto de balas de pistola o subfusil con un peso contenido. Estas protecciones no eran sólo útiles en ambientes de guerra, sino también en ambientes civiles y, concretamente, en las calles estadounidenses, con el crecimiento de la peligrosidad que tan bien reflejó el cine de principios de los 70.
Así las cosas, el National Institute of Justice, organismo de investigación del Departamento de Justicia estadounidense definió un programa de investigación para evaluar si era factible un equipo de protección individual que pudiera ser empleado en el día a día por las fuerzas policiales. La conclusión era que Kevlar permitiría este nivel de protección. Esto, además, sentó las bases para lo que acabaría siendo el estándar de facto para medir la capacidad de protección de los blindajes individuales, el NIJ con sus niveles I, IIA, II, IIIA, III y IV. En la época, los niveles puramente militares (III y IV) no eran todavía factibles, pero lo acabaran siendo. Como veremos, el nivel III era al que se aspiraba (con capacidad de proteger contra impactos de 7,62×39 y de munición no perforante de 7,62×51); el problema nos lo va a plantear en este siglo la generalización de protecciones de nivel IV, con la capacidad de proteger contra impactos de munición 30-06 perforantes. Pero no nos adelantemos más.
Rota una barrera conceptual tan importante, los siguientes pasos fueron más de ingeniería de materiales. Esto es, a las fenomenales propiedades del Kevlar y de posteriores fibras flexibles, se les sumó una nueva generación de insertos de materiales de extrema dureza y previamente conocidos, compuestos cerámicos tales como el carburo de boro o el carburo de silicio, que terminarían por aportar una extrema resistencia a los impactos. Si el Kevlar acabó protegiendo los torsos de los infantes más tarde que los de los policías (e.g. el blindaje PASGT – Personnel Armor System for Ground Troops – norteamericano como conjunto de casco y blindaje fue adoptado a principios de los 80), en algo menos de 10 años se adoptó el Interceptor Ballistic Armor, un sistema modular destinado a proteger no sólo torso sino en ocasiones ingle y hombros y concebido desde el principio para integrar placas SAPI (Small Arms Protective Insert), capaces de detener el impacto de un fusil de asalto sin lesionar de forma severa a su portador. La incompatibilidad del PASGT con los SAPI impulsó su rápida sustitución debido a que, una vez que se demostró que se podía proteger al infante del impacto de balas de fusil de asalto, no tenía sentido no hacerlo.
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