Puede sorprender a nuestros lectores que entre los clásicos militares hagamos referencia hoy a esta pequeña obra, casi desconocida. Una obra además polémica y que en muchos aspectos no da ni una. Sin duda, nadie pretende que el libro de Mary Kaldor esté a la altura de las obras de Maquiavelo, Beaufre o Sun Tzu, ni de los Clausewitz, Mahan o Sokolovsky que comentaremos más adelante aunque, en honor a la verdad, tampoco es la intención de esta sección limitarse a hablar de unos cuantos próceres pues de tal modo tendría una vida muy corta. Al fin y al cabo, los autores verdaderamente importantes no son sino un pequeño número. Por ello, de vez en cuando, incluiremos obras de segunda fila que, no obstante, incorporan importantes lecciones, como es el caso de la que comentamos hoy.
“El arsenal barroco” fue editado en España por Siglo XXI Editores en 1986 y originalmente en el Reino Unido en 1981. Es un dato a tener en cuenta pues desde 1979 la economía británica vivía un auténtico calvario al doblar su tasa de paro, depreciarse notablemente la Libra Esterlina y caer la producción industrial en un 10%. Sin duda la particular situación económica que vivía el país estuvo detrás de un libro que peca de ser fruto de su tiempo -como todos, por otra parte-.
Es así como Mary Kaldor ve semejanzas en la situación de su país entonces, en la situación de los Estados Unidos posteriores a la Crisis del Petróleo de 1973 y en el cambio que se produjo en el periodo de entreguerras con el auge estadounidense y el relativo declive británico.
Basándose en la teoría de los ciclos económicos, la autora va hilando acontecimientos, hasta encontrar un culpable: el gasto militar. Más exactamente, el gasto militar mal orientado, dirigido a la inversión en sistemas de armas que Kaldor define como “barrocos” por su artificio y excesiva complejidad.
Es así como la autora define a plataformas como los acorazados, los carros de combate y los portaaviones, explicando cómo, en un momento determinado, su modernización, la inversión en subsistemas que los actualicen, su mejora en resumen, no es más que una pérdida de tiempo que, en virtud de la ley de rendimientos decrecientes no hace sino despilfarrar unos fondos que podrían aprovecharse para invertir en sistemas de nueva concepción, más modernos, menos complejos y más eficientes.
Para dar cuerpo a su teoría, Kaldor explica casos como el de la empresa armamentística Vickers-Armstrong desde antes de su fundación, a forma en que el programa de rearme naval influyó en su éxito antes de la Primera Guerra Mundial y cómo después de demostrarse la inutilidad de los acorazados, la empresa nunca supo adaptarse al sector civil, ni tampoco subirse al carro de los nuevos desarrollos militares. Lo mismo hace con el ejemplo estadounidense, desde que la Segunda Revolución Industrial, que pudo aprovechar al máximo, le izase al primer puesto entre las grandes potencias y especialmente desde que la Segunda Guerra Mundial le llevase a edificar un complejo industrial-militar sin parangón que ha influido sobremanera en la vida política americana desde entonces. Por último, también nos habla de un Japón llamado a aprovecharse de la incipiente revolución informática para sobrepasar al resto de potencias, algo en lo que no fue original -muchos autores tocaron el tema antes de la triste estanflación nipona-.
Sin embargo, lo de menos del libro -a veces las obras tienen un valor que ni sus autores prevén- es su intención de servir para justificar el desarme y para criticar el alto gasto militar (no en vano Mary Kaldor es una conocida activista). Lo verdaderamente importante en este texto es que nos obliga a pensar, a replantearnos de forma dramática todas nuestras asunciones, planteando un órdago a muchas de las inercias de la industria de defensa y de los Estados Mayores.
Si bien no es cierto que un cazabombardero de los 70 sea mejor que unos de la presente década, lo que debemos plantearnos aquí es si realmente merece la pena en todos los casos invertir más y más capital en mejorar un tipo de sistemas que quizá -solo quizá- podrían superarse con mucha menos inversión y algo más de imaginación. De hecho, la obra nos obliga -y es un acierto- a interrogarnos acerca de los verdaderos motivos que hay detrás del desarrollo de tal o cual sistema y, lo mejor de todo, es que no lo hace desde el punto de vista de tal o cual ideología, sino del puramente económico.
Así, nos demuestra como en demasiadas ocasiones, los diseños obedecen a inercias más que a razones y el empeño en producir tal o cual sistema -o mejorarlo- en detrimento de otras posibilidades pasa por la búsqueda del beneficio económico de unas industrias reacias a reconvertirse. De esta forma, los criterios militares están siempre en segundo plano, algo que hemos visto en este número al hablar, por ejemplo, del F-35 y del EF-2000, dos auténticos sistemas barrocos cuya complejidad y coste nos dejan en brazos de las Leyes de Augustine.
En resumen, “El arsenal barroco”, aun sabiendo que difícilmente será recordado de aquí a unos años y que en más de una ocasión su autora mete la pata hasta el corvejón, merece ser leído. Al fin y al cabo, en pocos volúmenes encontrará el lector una crítica tan furibunda a esa forma de hacer las cosas tan propia de los militares -y por extensión de la industria de defensa- y que se basa en combatir cada nueva guerra con las armas y las ideas del conflicto anterior.
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