La evolución de la munición para rifle de guerra parece llevar décadas estancada. Los sucesivos programas urgentes de adquisición de medios en 7,62×51 nos muestran que la percepción de necesidad se está generalizando, mientras que en los círculos especializados resulta cada vez más evidente que el 5,56×45 ha llegado al final de su capacidad de crecimiento. Máxime si se pone en relación con los avances en óptica y estabilización. Es por ello que en las próximas líneas expondremos cuál ha sido la evolución de la munición para rifle de guerra, cuál es el estado de la cuestión y cuáles las líneas de trabajo de cara al futuro, en busca del Overmacht.
Comenzar con los mitos y leyendas en relación con la munición para rifle de guerra y más en concreto con el 5,56×45 no es gratuito en estas fechas: en plena era de Internet, es una fuente inagotable de debate entre los interesados en las armas individuales y su munición. Lógicamente, nuestro punto de partida tiene que ser racional y alejado de los excesos discursivos: si toda la OTAN mantiene el cartucho SS109, tiene que haber motivos razonables para ello.
Es más, si a finales de los años 60 los entonces soviéticos siguieron tendencia con el cartucho 5,45×39, parece evidente que la fórmula SCHV (Small Calibre High Velocity) es una respuesta cuanto menos apropiada para el arma del infante. El hecho de que los soviéticos hayan mantenido la pluricentenaria 7,62×54 a nivel de escuadra (tanto en el arma de tirador selecto como en la ametralladora de escuadra) y que las experiencias afganas hayan puesto en cuestión las SAW en 5,56×45 pone en cuestión su deseabilidad como calibre universal. Pero no nos adelantemos más.
El cartucho 5.56×45 deriva del Remington .223, un cartucho destinado originalmente a la caza menor. El cartucho se transformó dentro de un programa destinado a proveer de armas ligeras a la USAF, mientras que el US Army seguía esperando el resultado de las sucesivas iteraciones de su programa SPIW (Special Purpose Individual Weapon), que a su vez buscaba ofrecer al infante una ventaja decisiva sobre el armamento convencional de la época. En los años 50, medio mundo se iba a anclar al sucesor del 30-06, mientras el otro medio adoptaba con rapidez el M43 7,62×39. Parecía que las lecciones de la S.G.M. eran insuficientes para los decisores norteamericanos, y se embarcaron en la búsqueda de una criatura mítica, el unicornio de las armas de fuego que aumentara decisivamente la eficiencia del tirador tanto contra blancos individuales como colectivos. El elemento colectivo, un lanzador de granadas de baja velocidad, se consiguió con relativa facilidad… a costa de aumentar el peso hasta cerca de unos inaceptables seis kilos.
El elemento individual era algo enteramente diferente. Fue el primero de una serie de intentos fallidos para reinventar el cartucho de arma individual. Disparaba dardos (flechettes) subcalibrados de 1.8mm de diámetro, 40mm de longitud y estabilizados por aletas, a velocidades hasta entonces inéditas de entre 1.200 y 1.400m/s. Dada esta velocidad (facilitada por su levísimo peso de 0,65 gramos), la trayectoria sería mucho más plana que la de cualquier cartucho previo. Si a eso le sumamos un retroceso proporcionalmente reducido, el resultado debía ser que una ráfaga corta (3 disparos) y extremadamente rápida (2400dpm, reducido después a 1700dpm) de agujas tendría una probabilidad mucho más elevada de acertar en su blanco, al generarse un área de impacto predecible a los 300 metros que ya se asumían como alcance efectivo de las armas de los infantes.
Estos requisitos eran racionales, dado que se buscaba un incremento decisivo de las capacidades del infante sin los recursos digitales a nuestro alcance en 2017. Pero eran básicamente imposibles por una lista de motivos igualmente racionales: desde cómo lograr una ráfaga de 3 disparos cuyo retroceso se hiciera efectivo sólo tras la misma (proeza que lograrían los diseñadores alemanes con el H&K G11, o casi los rusos con el AN-94 Nikonov – su ráfaga es de 2 disparos), hasta lograr un comportamiento uniforme de las agujas, incluyendo la separación predecible del sabot y el vuelo (que hasta la fecha no se ha logrado), pasando por el problema nada desdeñable de lograr que un impacto de una aguja de 1,8mm y 0,65 gramos de peso incapacitara a un objetivo. Se llegó a suponer que, tras el impacto, la aguja se deformaría y generaría un daño mayor, pero obviamente era mucho suponer y no se logró nunca un comportamiento predecible.
Nada menos que 15 años pasan desde que en 1959 se inicia el programa SPIW hasta que en 1974 se pone en pausa. Sí, en pausa: a principios de los 80, se reencarnaría en el programa de evaluación ACR (Advanced Combat Rifle, en el que participan también H&K con su G11 y Steyr con una propuesta de fusil de agujas casi, casi funcional), que tampoco concluye en una mejora del 100% respecto a la efectividad del M16A2 de la época. Se volvería a reencarnar en el programa OICW (Objetive Individual Combat Weapon), que mantendría el cartucho 5.56×45 junto a una revolucionaria granada de 20mm con explosión programada. El programa vuelve a fracasar en lo que ya era un eterno retorno al rifle mitológico que dejaría atrás al fusil de asalto, y así llegamos a 2017.
Casi 60 años y cuatro programas con requisitos que compasivamente se podrían calificar como de poco realistas. Recordemos que, en 1959, el arma de dotación para el U.S. Army ya era el M-14, y que en toda la OTAN se había impuesto el 7.62×51 y sus excesivas capacidades para ser empleado en un fusil de asalto, pese a las evidentes lecciones de 15 años atrás. Los infantes norteamericanos se las tuvieron que ver en los primeros años de la guerra de Vietnam con adversarios irregulares, armados con restos de los sucesivos conflictos recientes, y con adversarios “irregulares”, armados con AKM. Una y otra vez, la superioridad del AKM sobre el M-14 quedó patente: el diseño de Kalashnikov sí que era controlable en fuego automático (al heredar parte de la doctrina soviética previa, que tanto énfasis hacía en el empleo de subfusiles para fuego primariamente automático), y permitía a los tiradores cargar con una cantidad de disparos lo suficientemente mayor como para dejar al usuario del M14 en inferioridad de condiciones. Las carabinas M1 heredadas de la Segunda Guerra Mundial tampoco eran la respuesta debido a lo anémico de su cartucho.
En esas circunstancias, los decisores de defensa pusieron los ojos en un arma que estaba adoptando la USAF por aquellos días: el primer M16, en calibre 5,56×45. Y digo defensa, que no militares: los altos mandos del Army se oponían a la adopción del nuevo cartucho, y tuvo que ser el Secretario Robert McNamara quien forzara la decisión. Dejaremos para mejor ocasión la narración de la presentación del AR-15 en una barbacoa al gen. Curtiss LeMay, y nos centraremos en el primero de los mitos del 5.56: pese a lo reducido de su calibre, la altísima velocidad de la bala provocaba a corta distancia unos daños catastróficos en los adversarios, como se relataba en el proyecto AGILE: volcánicos orificios de salida e incluso miembros y hasta cabezas cercenadas. El sustituto de emergencia del SPIW parecía que iba a ofrecer incluso una mejora en la capacidad de detención respecto al 7,62×51.
El problema era que el cartucho original se había diseñado para el tiro a corta distancia y la caza menor. ¿Cómo era posible que un cartucho comparable aumentara tanto su efectividad como para ser un cartucho militar aceptable? Evidentemente, resultó no ser así. Los especialistas en balística del Army trataron sin éxito de replicar los resultados de AGILE, y ni siquiera con bala de punta hueca lograban reproducir en animales y cadáveres semejantes devastaciones. Con todo, AGILE se mantuvo lo suficiente como para influir en la decisión de McNamara, quien ordenó el final de la fabricación del M-14 y su sustitución por el M-16 para el Army.
Cuando el arma llegó a las manos de suficientes tiradores, se demostraron no sólo los defectos de los cambios finales en el diseño (e.g. cambio de propelente), sino también las limitaciones del no-tan-revolucionario calibre. Incluso a las cortísimas distancias del combate selvático, con frecuencia un impacto de la munición de la época (M193) no bastaba para impedir que el adversario siguiera disparando. Este problema, que de hecho se exacerbaría a distancias mayores y sobre todo por el cambio de munición por una munición más pesada y lenta (el actual M855), provocó el surgimiento del segundo mito del 5,56, de mucho mayor éxito fuera de los círculos más especializados:
“El 5.56 es un cartucho diseñado para herir, no para matar, de manera que se incapacita a tres: al herido, y a los dos que tienen que sacarle del combate”
Increíblemente, semejante absurdo ha perdurado durante décadas. Pongámonos por un momento en el pellejo del infante: cree que ha acertado a su enemigo… pero no sabe si es suficiente para que éste deje de devolverle el fuego. No se va a parar a pensar en esos enemigos rescatadores que pueden aparecer o no: va a decidir según la amenaza inmediata que tiene delante. De daños catastróficos a “diseñado para herir”: las uvas estaban verdes. Y lo estaban, entre otras cosas, por la legislación internacional previa, sobradamente conocida.
El problema se habría reducido, que no eliminado, con munición expansiva. Hay que tener en cuenta que la energía en boca de una bala del 5.56 es de 3.5 veces la de una del 9mm Para. ¿Cómo puede ser que la letalidad de la primera sea cuestionable?
Pues por la balística terminal y, concretamente, la transferencia de energía.
Problemas acumulados con el calibre 5,56×45
La munición de defensa o de caza ofrece varias soluciones al problema. La más popular es la punta hueca: un material mucho más blando que el encamisado, o incluso un vano en la punta, de manera que al impactar sobre cualquier tejido la bala se “achampiñone” y aumente decisivamente el diámetro de la cavidad permanente. Los cuerpos policiales autorizados a emplear esta munición lo hacen con la intención de maximizar la incapacitación de un ciudadano que amenaza letalmente a terceros.
Nuestros ejércitos no pueden adoptar semejante munición debido a la Convención de La Haya / Ginebra. Los firmantes1 de la Declaración del 29 de julio de 1899 sobre el uso de munición que se expanda o aplane con facilidad en el cuerpo humano acordaron abstenerse de emplear en conflictos entre ellas dicha munición, siendo ejemplos de la misma la munición no completamente encamisada, o aquella cuyo encamisado sufra incisiones.
Por más que esto no aplicara a conflictos coloniales, en la práctica las naciones europeas lo adoptaron como principio limitante, de cara a asegurar en lo posible los daños innecesarios en sus infantes. Esto no tuvo una importancia operativa decisiva por aquellos años en los que se estaba adoptando la primera generación de cartuchos de calibre reducido y alta velocidad (comparados con los cartuchos preexistentes, desde luego). Estamos hablando del 30-06, el 7,92×57 Mauser, el 7,62×54 ruso o nuestro 7×57: de municiones que doblan sobradamente la energía en boca del 5,56×45 y que entregan suficiente cantidad de energía al impacto como para dar buenas oportunidades de incapacitación a las distancias realistas de combate, aún con la bala completamente encamisada y no diseñada para fragmentar al impacto.
El problema surge cuando se aplican las mismas restricciones a una bala de un calibre 2mm inferior, de menos de la mitad de peso, menor longitud y de velocidad aún más elevada. El principio legal definido para evitar daños catastróficos e innecesarios en heridos supervivientes en un conflicto pasa a limitar una munición hasta el punto de comprometer su eficacia a partir de cierta distancia.
A partir de cierta distancia o, mejor dicho, ciertas combinaciones de balas concretas y velocidades concretas. O, también, ciertas balas y ciertas longitudes de cañón. Ocurre que tanto la M193 original como la SS109/M855, diseñadas ambas para ser disparadas con cañones de 508mm / 20”, si impactan por encima de los 820m/s presentan una probabilidad significativa de fragmentar. En ese caso, en lugar de un único objeto que en el mejor de los casos va a tumbar y a ampliar un tanto el canal permanente de la herida, tendremos una serie de objetos: el encamisado, o diferentes fragmentos del mismo; el núcleo, entero o fragmentado, y la base. Cada uno con una trayectoria irradiada a partir de la fractura y multiplicando los daños.
A más velocidad del límite mínimo, más probable (pero nunca seguro) que la bala fragmentará. Por debajo de ese límite, las posibilidades de que fragmente son muy bajas. Y, recordemos, sin fragmentación la bala no entregará suficiente energía y sólo incapacitará con eficacia si acierta en SNC u otros puntos realmente críticos.
El problema de la entrega de energía está ahí, desde el principio, salvando el fiasco de los resultados de AGILE. Lo que es más, ha ido a peor este siglo.
El problema no parecía tan grave al comienzo de la introducción del nuevo cartucho. Se estaba empleando a distancias muy cortas, donde con un cañón como el del M16A1 alcanzaba una velocidad suficiente como para dar elevadas probabilidades de fragmentación. Más allá del contexto real e inmediato, la planificación principal se hacía priorizando el escenario de la Tercera Guerra Mundial, los pasos del Fulda y demás: Un teatro altamente mecanizado y en el que era probable que los infantes tuvieran que resistir las condiciones que provocaba un ataque NBQ. Si bien en ocasiones tendrían que combatir con protección NBQ individual, se asumía que los vehículos de combate de infantería (ICV) que se planteaban para sustituir a los TOAs permitirían la proeza de que los fusileros combatieran desde dentro de los vehículos, sin exponerse individualmente a los contaminantes. Para ello, tanto los Bradley como los BMP-1 y -2 disponían de troneras selladas desde las que los infantes podrían hacer fuego protegidos de los contaminantes externos.
En 2017 es fácil calificar la idea como lo que es, absurda. Pero tenemos que ponernos en las cabezas de aquellos analistas que se volvían locos tratando de imaginar formas viables de combatir en ese teatro de locura definitiva. Las troneras no eran sino una excusa, un quiebro intelectual para no obviar por completo a la figura del infante y su arma. Lo que demostraban es que el combatiente individual tendría un peso muy poco destacado en el futuro de la guerra mecanizada. A partir de ciertas distancias, se irían escalando los distintos medios orgánicos para dar cuenta de las amenazas para las unidades, y por ello el armamento individual quedaría relegado a poco más de CQB, recurso de maniobra o para esas molestas operaciones COIN, de todo punto irrelevantes comparadas con el teatro de Europa Central, OTAN vs Pacto de Varsovia.
Dentro de ese contexto y paradigma, la nueva munición tenía sentido. Pero la cosa podía empeorar… y empeoró.
Recordemos que uno de los objetivos originales de los rifles de asalto era el de sustituir al máximo de armas de los integrantes de la escuadra, del subfusil a los fusiles previos. A partir de ahí, era deseable progresar en un calibre único que emplearan también las armas automáticas de escuadra y los fusiles de tirador selecto. El problema es que la munición original, la M193 derivada directamente del cartucho .223 Remington, estaba optimizada para su uso a corta distancia. Era una munición muy ligera y rápida, optimizada para fragmentar a las distancias determinadas para el combate de fusileros. Su ligereza, sin embargo, la hacía más vulnerable a los vientos de costado y al impacto contra obstáculos ligeros, incluyendo ramaje.
Esta munición estaba en los límites de lo aceptable para armas automáticas, y así el concurso de la OTAN para adoptar un nuevo calibre normalizado para toda la organización acabó en 1980 con la adopción de la propuesta belga SS109, basada en el cartucho M193 pero con cambios significativos: una subida de peso de 15 grains y, por lo tanto, una bajada de velocidad inicial de los 1060 m/s anteriores a 940m/s. El aumento de peso y algunas mejoras aerodinámicas ofrecieron un aumento del alcance efectivo que, teóricamente, las hacía más aceptables para armas automáticas. Por más que campañas futuras como la actual de Afganistán demostraran que ese alcance no es suficiente para ciertos escenarios, el problema general es que se sacrificó capacidad de detención. Como se llegó a afirmar en aquella época, era “más humana al ser menos probable que fragmentara”. Es más, ni siquiera se puede asegurar que la bala tumbe en un porcentaje elevado de ocasiones para cierta penetración y velocidad baja; en esos casos, el canal permanente sería de poco más de 5.5, y la cavidad temporal no sería tan importante.
A estas alturas resulta evidente que era un eufemismo para no reconocer el precio que conllevaba el calibre unificado y que la SS109 fuera “válida” para armas automáticas de escuadra. Pero Murphy estaba al acecho, y cabía un margen aún mayor para el empeoramiento.
Empeoró porque el uso creciente de medios motorizados provocaba que el arma tuviera que ser portada y hasta empleada en espacios reducidos. Esto hacía más deseable un arma de longitud total inferior al metro que tocaba al empuñar un M16, por ejemplo. Si bien algunos ejércitos se dotaron de armas bullpup que conservaban la longitud del cañón (con ello, la velocidad y, con ello, la probabilidad de fragmentación), otros ejércitos como el norteamericano fueron optando por la reducción progresiva de la longitud del cañón. A cambio de la portabilidad, se sacrificó la velocidad en boca, y se llegó al extremo de que la munición de los 80 sólo fragmentaba de forma razonablemente probable hasta poco más de 100 metros.
Por su parte, el formato bullpup tiene sus propios problemas. El más importante, hasta ahora no del todo solucionado, es que la posición de la ventana de expulsión fuerza a que el arma tenga que ser preparada para su uso por tiradores diestros o por tiradores zurdos, pero no por los dos a la vez. La industria ha ofrecido distintas soluciones al respecto, pero ninguna se ha demostrado como decisiva. Norteamericanos y rusos jamás han adoptado en número el formato, y en lo que va de siglo se han dado adopciones de fusiles en formato convencional (España, Alemania, Noruega y demás usuarios del G36), e incluso reversiones de bullpup a convencional, con la reciente adopción francesa del H&K 416F2 para sustituir a los FA-MAS. Las Fuerzas Armadas Israelíes han sido de las pocas que han adoptado un diseño bullpup en lo que va de siglo.
Sea como fuere, el problema de la capacidad de detención, de incapacitación o el eufemismo que se quiera emplear se ha registrado reiteradamente. Más que nada, porque es una limitación objetiva e inevitable: Sumemos las características intrínsecas de la munición, el deseo de conseguir alcances teóricos de 600 metros para el arma automática y la reducción de la velocidad en boca como consecuencia de la reducción de la longitud de los cañones. Una y otra vez se han registrado casos de adversarios recibiendo no uno, sino varios impactos de SS109 que no les impedían seguir devolviendo fuego. El problema ha llegado a ser crítico debido a varios factores:
- Las RoE (reglas de enfrentamiento) de la OTAN para los conflictos irregulares recientes impedían usar medios orgánicos de entidad en muchos casos. Las tropas tenían que responder con fuego de fusilería para minimizar las bajas civiles. Además, era y es el recurso siempre disponible para cualquier enfrentamiento.
- Los adversarios irregulares han sido conscientes de esta limitación y, en algunos casos, han hostigado a las fuerzas de la OTAN con armas de mayor alcance (PK, SVD, etc., en 7,62x54R).
- En entornos de combate urbano, nuestra munición se ha demostrado como insuficiente contra obstáculos de entidad modesta.
Hay límites físicos que no pueden superarse respecto al alcance efectivo del SS109. Lleva la energía inicial (1700J) que lleva, pesa lo que pesa y pierde velocidad a la tasa a la que la pierde. Lo que sí han hecho los norteamericanos es cambiar el diseño para incentivar la fragmentación de los impactos a alcances mayores. Para eso, tenemos que recordar que no firmaron la declaración de La Haya de 1899. Como quiera que, en un siglo, se ha transformado en doctrina, para ellos es razonable mejorar las capacidades del cartucho recurriendo tanto a la construcción de la bala para incentivar su fragmentación (Mk 262, usada por distintas fuerzas especiales), como rompiendo el encamisado con la punta del penetrador de acero expuesta, como es el caso de la M855A1 en proceso de adopción por el Army. A este respecto, conviene recordar que nuestra 7,92×40 prevista para el CETME A tenía la punta de su larguísima bala de núcleo de aluminio expuesta, lo que contravenía también la declaración de La Haya de la que nosotros sí fuimos signatarios.
El diseño de la M855A1 es interesante también porque revela un margen añadido para el empeoramiento. En este siglo ha crecido un movimiento de rechazo al núcleo de plomo de la munición tradicional, aduciendo que este metal pesado contamina los campos de tiro. Siguiendo la tendencia de la caza, algunos ejércitos han adoptado munición libre de plomo. El problema, obviamente, es que el acero es un metal menos denso. Para lograr el peso adecuado para el rendimiento que se busca para la bala, ésta tiene que tener una longitud mayor. Esta longitud tiene que salir de alguna parte, que no es otra que el volumen disponible en la vaina… a costa del volumen y cantidad de propelente disponible. Como resultado, se emplea un propelente más energético, sube la presión en la recámara (de 55.000 a 62.000psi) con lo que aumenta el desgaste de algunos elementos operativos.
Los límites del presente
Sea como fuere, nos atrevemos a calificar a Mk. 262, M855A1 y demás innovaciones como parches. Por más que supongan una mejora, no es suficiente para las realidades cambiantes y exigentes a las que se enfrentan los infantes de la OTAN, sobre todo debido a las restrictivas RoE que no tienen pinta de relajarse en un futuro previsible. En los círculos especializados resulta cada vez más evidente que el 5,56×45 ha llegado al final de su capacidad de crecimiento, y que:
- No puede ser el cartucho unificado para la escuadra. La mejor prueba de ello la encontramos en la adopción apresurada de medios en 7,62×51 (fusiles de selecto, retorno de las GPMG) para cubrir las necesidades detectadas en los últimos conflictos. Y resulta crítico recordar que el 5,56×45 se adoptó debido a que el 7,62×51 era demasiado pesado y poco controlable en ráfaga. Y no sólo hablamos de distancias: hablamos de la capacidad de atravesar tabiques, por ejemplo.
- Es insuficiente, o al menos no óptimo, para el rango de terrenos y distancias a la que se tiene que emplear. Posiblemente sea muy adecuada para cortas distancias (aunque la poca capacidad contra barreras habla en contra de esto), y para armas de defensa personal o PDW, pero en la actualidad nuestros infantes no están empleando la mejor opción que el dinero puede pagar y, en lo que se refiere a la efectividad de la munición, el infante de la OTAN no dispone del margen que tiene contra sus adversarios irregulares y peor equipados en cualquier otra área del equipamiento militar.
- Si se generaliza y mejora la protección individual (llegando a niveles ESAPI e incluso XSAPI), el 5,56×45 no dispone de margen de crecimiento apreciable para poder incapacitar a adversarios con estas protecciones.
No sería realista asumir que la munición del arma individual es una prioridad para los decisores militares de la OTAN. Pese a los reportes recurrentes sobre su falta de eficacia, durante mucho tiempo se llegó a asumir que era “good enough”, aunque este “enough” bien pudo pagarse en vidas que no hubieran sido perdidas con otra munición alternativa. Sea como fuere, a lo largo de este siglo ha ido creciendo despacio pero sin pausa la conciencia de que el cambio es necesario, y que no caben más rediseños. En este sentido, las Fuerzas Armadas norteamericanas son las únicas en disposición de afrontar tan siquiera un estudio formal y solvente de alternativas de cara a sustituir, en los plazos preceptivos, las armas actuales en 5,56×45.
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