«El príncipe» es un tratado político, por lo que puede sorprender su inclusión en esta sección, a priori reservada a los libros que, de una u otra manera, han marcado el pensamiento militar, como ocurre con las obras de Clausewitz, Beaufre o cualquier otro de los autores que suelen pasar por nuestras páginas. Lo cierto, no obstante, es que la influencia de este pequeño volumen va mucho más allá del arte de la política, para afectar de lleno, entre otras, a la ciencia y el arte militares.
Niccolò di Bernardo dei Machiavelli (Maquiavelo) era un personaje de su tiempo. Florentino, lo que de por sí es garantía de un carácter especial, como cualquiera que conozca bien esta ciudad podrá corroborar, vivió guerras, exilios, encarcelamientos, épocas en las que obtuvo el favor de gobernantes y gobernados y, en fin, todo tipo de venturas y desventuras.
Nacido en la época de los Médici, con el ejemplo todavía cercano de grandes reyes como nuestros monarcas católicos, pero también de aventureros e intrigantes como César Borgia, Maquiavelo dedicó su vida a estudiar estos y muchos otros ejemplos para, después de mucho pensar acerca de ellos, dar un nuevo impulso al arte de la política. Tan es así que muchos lo consideran, con bastante buen tino, el padre de la Ciencia Política, una rama del saber que no vería su desarrollo tal y como la conocemos, hasta después de la Segunda Guerra Mundial.
Aunque escribió, en verdad, libros dedicados a la ciencia militar, como “Del arte de la guerra”, lo cierto es que toda su obra ha quedado en segundo plano, ante la lucidez que el autor demuestra en “El Príncipe”, tratado en el que por primera vez alguien pone negro sobre blanco los verdaderos e inmutables principios que deben regir el buen gobierno. Principios, por cierto, que incluso hoy siguen suponiendo un escándalo para muchos, afectados por una moralidad que como diría el bueno de Niccolo, podrá llevarles al cielo de los cristianos, pero sin duda terminará con ellos en el infierno de los políticos.
Es así, en la medida en que cualquiera que debe tomar una decisión en pro del bien común ha de hacerlo única y exclusivamente atendiendo a la persecución de ese bien y no a cualesquiera otros factores, por justos, correctos o urgentes que nos puedan parecer. Dicho de otra forma, el gobernante, como el general que dirige cientos o miles de hombres, a la hora de decidir ha de dejar de lado cualquier sentimiento, cualquier prejuicio, cualquier convicción o cualquier debilidad, para tomar la medida más adecuada.
Esto, ahora, puede parecernos una perogrullada sin más recorrido, pero dicho en una época en la que todavía se quemaba a la gente por apartarse de los dictados de la Iglesia, tiene otro valor. De hecho, supuso una revolución y un canto a la racionalidad que está detrás de los inicios del Renacimiento. Esa es, para quien escribe, la grandeza de una obra que supone un punto y aparte en cuanto trata de separar los sentimientos, los ideales, la fe y la pasión de la decisión política.
Decisión política, por otra parte, que en la época en que “El príncipe” fue escrito, era en fracción nada desdeñable, decisión militar. Al fin y al cabo, la Italia del Renacimiento es también la de las repúblicas enfrentadas entre sí y contra el Papado, cuya máxima autoridad actuaba como un príncipe terrenal más. Todo mientras Francia y España trataban de actuar como árbitros en las querellas entre facciones, a la vez que se disputaban el dominio sobre buena parte de la península.
Por cierto, este último hecho tiene también una influencia notable en toda la obra, pues en ésta, Maquiavelo clama por la unión de los italianos y la aparición de un “Príncipe” capaz de expulsar a los bárbaros (no tenía muy buen concepto de los extranjeros) de Italia.
El camino para lograr este alto objetivo, para el que creía que Lorenzo de Médicis era el elegido (a él dedica el libro tratando de lograr su favor), es doble: Por una parte, la consecución del poder sin oposición, de forma que nadie cuestione las acciones del gobernante. Por otra, una vez logrado lo primero, la formación de un ejército fuerte y el uso de la violencia a través de la cual lograr los objetivos políticos.
Una idea que, a su vez, está en la génesis del estado moderno, cuya llegada Maquiavelo supo ver antes y mejor que nadie. Tanto es así que el gran logro del florentino es, precisamente, concluir que el futuro estaría dominado por ejércitos fuertes comandados por monarcas poderosos y respaldados por los recursos de los estados nación. Vislumbró así la Revolución Militar que estaba por venir y que dejaba atrás la época de las mesnadas o, en el caso específico de Italia, a los tann comunes condotieros y sus tropas mercenarias, siempre dispuestas a cambiar de bando. Asi, los estados que se precien deberían ostentar el monopolio de la violencia y levantar milicias nacionales formadas por sus propios ciudadanos.
Para ser justos, hemos de decir que nadie puede esperar encontrar la clave para ganar una batalla o desarrollar estrategias novedosas en este tratado. No es un volumen que vaya a dar pie a adaptaciones estúpidas para dummies, para empresarios o para entrenadores de fútbol, como sucede con “El arte de la guerra” de Sun-Tzu, absolutamente prostituido en los últimos decenios. Sin embargo, desde su publicación y durante siglos “El príncipe” ha influído -continúa haciéndolo, de hecho- en un número inimaginable de políticos y militares, al punto de ser uno de los libros de cabecera de personajes como Napoleón Bonaparte quien dedicó horas y horas de su precioso tiempo en releer y anotar este volumen. Algo tendrá.
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